Es inherente a escribir el miedo a resultar forzado
o no fiable, a no disponer de las herramientas y pericia para que lo que
cuentas se ajuste a lo pretendido o sentido.
Hoy más que nunca me gustaría que este manojo de
líneas sirviera para hacer justicia, para despedir a un hombre que acaba de
terminar el duro tránsito por la agonía que precede a la muerte, ese camino que
solo puede recorrerse en la más desarmante soledad, la que verdaderamente
define al ser humano.
Mi relación con Chan, mi suegro, ya lo fue con un
hombre en lucha, enfrentado al imparable e invencible deterioro físico, y
precisamente esa dimensión me descubrió la talla de la dignidad de un hombre con
una fuerza y una entereza frente al dolor prodigiosas, francamente inspiradoras
hasta para mí, que conozco a muchos tipos duros por aficiones comunes, simples
juegos en los que la banca nunca gana. Cuando lees a Boecio casi puedes
escuchar la voz en su celda escribiendo la Consolación
de la filosofía antes de su muerte, pero impresiona más aún el ejemplo de Chan, la
chanza, la sonrisa, el gesto de desprecio o el poderoso silencio frente a la decadencia
del no reconocerse en el espejo.
Un buen hombre, noble y sin dobleces, que sobre todo
disfrutaba la vida a través de sus pequeños placeres, repetidos a diario en un
rutina inamovible alejada del ruido, que él valoraba por encima de todo, que
renegaba del festejo o lo extraordinario, que no le pedía más a la accesible plenitud
de la existencia que el que fuera cotidiana.
Sobre todo me entristece no haber podido hablar con
él más larga y serenamente sobre su vida, porque con él y con tantos otros que se marchan cada día, se
esfuma un mundo que ya quedó atrás, que hoy se convertiría en casi inhabitable
para nuestras melindrosas generaciones, no digamos para las que nos sucederán.
A mí, que soy uno de esos tipos empeñados en estudiar el testimonio del pasado,
en proporcionarles el contexto real a través de su huella o el mero vestigio
material, se me escapan todos los tesoros de un tiempo que parece remoto sin
serlo. Como decía Loren sobre Agus, carrocerías que ya no se fabrican, formas
de vivir y enfrentarse a la vida, sabiduría en fin, que se extingue sin
remedio, no por ley natural, sino por nuestro propio desinterés.
Sin embargo, me queda mucho de él, en ese recuerdo
que por ahora no cede, que seguro lo hará, permaneciendo de una forma más
intermitente y difusa, aunque siempre intensa.
Permanece también a través del producto de una de
sus formas de vivir, la que comparte con muchos de los Morriñas, esa querencia
íntima, tal vez mandato, que se transmite y contagia de forma algo mágica, casi
como un rasgo físico, esa pasión y talento por trabajar con las manos, esa
aptitud para tallar o dibujar, para crear desde lo pequeño, reconfortante
durante su mismo proceso, cuyos frutos se muestran hoy a mi alrededor en forma
de cuernas o piedras talladas.
Pero sobre todo me queda Chan en Susana, en su hija,
la persona que más admiro y quiero, en la que las cualidades de mi suegro
habitan, aunque sea de otra forma, con un talento multiplicado, con una
tenacidad y gusto por lo bien hecho parejo, en una nobleza y bondad, fruto de
su naturaleza y educación.
Aguardo expectante que ese espíritu que tiene algo
de mar, cuyas olas nos traerán de tiempo en tiempo el recuerdo de Chan, se siga
prolongando en la mejor parte de nuestra pequeña y perfeccionista Abril.