Un obrero triturado al caer a una tolva de una siniestra fábrica durante la Revolución Industrial, un policía americano con el uniforme en llamas tras caer de su moto durante una manifestación de los sesenta, la "Carga de los Mamelucos" de Goya. Son algunos de mis recuerdos de niño. Son recuerdos del desasosiego que provocan las primeras imágenes de la violencia más pura en la tierna mente de un crío. Imágenes que espantan y descolocan. Han pasado doscientos años. La vida y la violencia siguen siendo la misma. No hay diferencia entre la muerte a machetazos de un soldado en las calles de Londres o un rebelde sirio devorando el corazón de su enemigo. El horror, aplicado a su tarea, continúa representando su papel. Su efecto en un "yo" más maduro y curtido, tristemente es distinto. Es la aceptación de la derrota, de lo terrible como inevitable.
Toda la serie de "Los desastres de la guerra" que durante el verano se expone en el Palacio de los Águila de Ciudad Rodrigo se construye, más que desde la denuncia, desde la resignación. Una rendición de la que ya dan cuenta alguno de sus amargos títulos: "Siempre sucede". "No hay remedio". "Enterrar y callar". Un ejército francés en numerosas ocasiones de espaldas, sin rostro, puede que el extremo de unas impersonales bayonetas ya que no vale la pena poner apellidos. Es el ejército francés, es el Siglo XIX, pero bien pudo ser, bien será cualquier tiempo, cualquier lugar.
Nadie es inocente. Si la víctima torna en verdugo, la justicia no ha de ser justa cuando se encarna en tortura o descuartizamiento. Cuando la justicia consiste en ajusticiar. Mas cuando lo monstruoso es cotidiano, parece ridículo pedir desde ilustrados salones que no se vuelva a apretar el gatillo, que ya pasó el tiempo de continuar degollando.
Pero sí los hay que son más víctimas. Las mujeres más débiles en esas luchas, vejadas de continuo o esos niños sin futuro. Porque el futuro es quimera si sabes que la muerte ronda cada esquina, cuando la amenaza es permanente y la vida no vale una higa. Qué va a valer si asomado a tu ventana, ves carros atestados de cuerpos, perdida ya toda humanidad, transformada en poco más que kilos de carne y huesos. Esa misma muerte que ronda las calles de las ciudades de Irak donde nos parece escuchar mientras nos duchamos, que en abril murieron más de setecientas personas en atentados.
Pero sí los hay que son más culpables. Los de siempre, los poderosos, los ricos, una Iglesia corrupta que predicando palabras de Dios, jura fidelidad al diablo. Nobles hideputas que generación tras generación, se dedican a esquilmar y asesinar al pueblo que solo es despojo. títeres de un extraño destino que retrata Goya casi esqueletos, muertos en vida.
Picasso también vio al diablo en las calles de Guernica y fusiló motivos de Goya para seguir contando lo mismo, entre el sueño y la locura de la fábula o el animal inventado. Lo mismo que hoy nos muestran reporteros en imágenes que paradójicamente, no transmiten más verdad que aquellos pintados rostros dolientes.
Causa un efecto extraño que a la exposición le acompañe la máscara de un Napoleón recién fallecido en Santa Elena. Dueño de calma y paz interior que se antoja fuera de lugar,rodeado de una muestra del horro del que asoló Europa y del que él fue tan responsable; como tantos otros que fueron y serán, no más que para satisfacer pueriles vanidades. Toda la pena que revienta esas dos habitaciones debería encarnarse en los fantasmas que atormentaran su descanso eterno, que hicieran quebrar en pedazos esa máscara de paz.
Hoy, 30 de mayo de 2013, los responsables del horror, en Siria o en Virginia, siguen durmiendo cada noche en paz.