Aunque tengo varias entradas sin rematar y cuarenta ideas para sendos textos, por razones varias no me acabo de sentar. Aquí os dejo un texto largo que no es mío. Durante el desayuno del día después del Ironcat, conocimos a Jaume, apasionado ironman pero sobre todo “ultrafondista” y montañero. Había escalado varios “sietemiles” y nos comentaba las diferencias entre el triatlón de larga distancia y la escalada. Este tema tiene peso suficiente para un futuro "post". Uno de los temas de los que hablaba es de lo duro que es estar encerrado en la tienda debido a las nada extrañas condiciones meteorológicas adversas. Esto me recordó un capítulo del libro “Sueños del Eiger” de Jon Krakauer, montañero de élite y escritor con especial gracia para contar sus historietas de la montaña en sus divertidos libros.... Sí, sí...montañero, élite, buen humor... a mí también me ha recordado a nuestro Ramón. Espero que os guste.
Quedarse encerrado en la tienda no es del todo un tormento. Las primeras horas quizá se pasen en una onírica euforia, pacíficamente dentro del saco de dormir, viendo cómo caen las gotas de lluvia por el mosquitero traslúcido o sube la nieve acumulada poco a poco por las paredes. Envuelto tan a gusto en plumón o cualquiera que sea el último adelanto de la industria química, con la crudeza de la luz del día filtrada y convertida por el nylon en una penumbra relajante, habrá una atmósfera llena de calma, libre de remordimientos. La tempestad te bendice con una firme excusa para no arriesgar la vida intentando la primera direttissima de ese terrorífico pináculo sobre el valle o con no tener que trabajarte otro paso a gran altura por culpa del absurdo plan de tu compañero de explorar la siguiente vertiente, la del este. Tu vida estará a salvo al menos durante un día más; se han suprimido esfuerzos innecesarios; se ha salvado el pellejo, y sin angustias o sin que remuerda la conciencia. No hay nada que hacer, salvo hundirse en un sueño tranquilo.
Pero lo bueno también cansa. Hasta los más dotados para la indolencia llegarán a un punto en que ya no podrán dormir más. He conocido alpinistas de un talento excepcional que podían caer inconscientes dieciséis o veinte horas en un solo día, y hacerlo de nuevo durante varios días pero aun así seguirá quedando tiempo que habrá que matar, y los menos dotados, aun con práctica, se encontrarán con diez o doce horas de vigilia que tendrán que llenar cada día.
El aburrimiento es un peligro muy real, aunque cueste verlo. Por citar lo que escribió Blaine Harden en el Washington Post: “El aburrimiento mata, y a los que no mata los deja tullidos, y a los que no deja tullidos los sangra como una sanguijuela y los vuelve pálidos, alelados y sombríos. Los ejemplos abundan...Las ratas a las que se mantiene en un confortable aislamiento enseguida se ponen nerviosas, se vuelven irritables, agresivas. Tienen temblores, se les pela el rabo”. El que viaja a tierras remotas y desiertas, además de aprender a usar mapa y brújula, o a prevenir y curar las ampollas, ha de prepararse para combatir el aburrimiento, no se le vaya a pelar el rabo.
Como criaturas sociales que somos, debemos más que nada buscar en nuestros compañeros de tienda que nos alivien el tedio del inerte campamento. Hay que tener cuidado en la selección de los acompañantes. El repertorio de historias divertidas de un candidato, un buen surtido de cotilleos, un sentido del humor que florezca en los momentos duros deben pesar tanto, al menos, como la resistencia en las caminatas o la experiencia como escalador de hielo.
Aunque más importante que saber hacer cosas entretenidas es una personalidad que no aburra. Puede que tu colega toque muy bien a Frank Zappa, pero ¿cómo va a impresionarte tras oírlo con asiduidad durante noventa y seis horas en la tienda? Los supervivientes de sombríos viajes por la naturaleza salvaje recomiendan con abrumadora insistencia que se eviten las personalidades hiperactivas. Los recluidos en la soledad de la naturaleza con los nervios más a flor de piel, incapaces de captar la importancia que tiene tomarse las cosas con calma y pensárselas dos veces, pueden perturbar fácilmente el delicado y perezoso ambiente del campamento y exacerbar el ya de por sí serio déficit de actividades con que llenar las horas de plomo.
La tienda de montaña media tiene apenas más sitio para moverse que una cabina de teléfono y el área del suelo es menor que el de un cama de matrimonio. Forzados a tan ineludible intimidad, los nervios se ponen de punta fácilmente y la menor irritación se amplifica enseguida hasta convertirse en un agravio intolerable. Hacer ruido con los huesos de los nudillos, hurgarse la nariz, roncar, la violación del espacio soberano de un compañero de tienda con el amorfo pie de un saco de dormir pueden sembrar las semillas de la violencia.
Cuando las discusiones al calor del momento se vuelven demasiado explosivas, los juegos pueden ofrecer un canal más estructurado para dar salida a la frustración y pasar el tiempo civilizadamente. Como cuando se está en las honduras de parajes inhóspitos el dinero siempre parece un bien demasiado abstracto, el juego parecerá seguramente más apasionante si las apuestas se limitan a los artículos de valor inmediato en el viaje: las raciones de un día, si la comida no sobra, por ejemplo, o las prendas de vestir secas que puedan quedar, unos centímetros cuadrados de suelo más o partes considerables de la carga cuando se vaya a salir. Los juegos electrónicos o consolas manuales son entretenidos, pero parece que sus incesantes pitidos guardan relación con un porcentaje de roturas accidentales superior al normal mientras el dueño del juego está en la letrina.
Los libros no son ligeros, pero su cociente de gramo por peso por minuto de entretenimiento es mucho mejor que el de los estupefacientes. Una escuela de pensamiento sostiene que la vida en la tienda nubla hasta tal punto el intelecto que la única literatura capaz de mantener el interés es la más simple y hueca y rebosante de acción: la ciencia ficción, la pornografía, las novelas policíacas. Otros recomiendan que se lleven tomos enjundiosos, de esos que siempre has querido leer pero nunca has sido capaz: cuando estés lo bastante aburrido, al fin y al cabo, leerás cualquier cosa que tengas a mano, y seguramente más de una vez. En efecto: ¿Por qué no aprovechar el tedio sin igual de una acampada baja la tormenta para al menos empezar a leer a Proust? Pero la mejor lectura de todas cuando se está recluido en una tienda de campaña puede que sea la literatura que trata precisamente de expediciones, porque a la vez que entretiene da ideas. Cuando te hundes en un abismo de conmiseración hacia ti mismo simplemente porque te has pasado las vacaciones del año atrapado en una tienda empapada que huele a calcetines sucios, quizás vuelvas a ser dueño de ti mismo si lees los horrores padecidos por los primeros exploradores polares, como Nansen, Shackelton y Scott.
A veces el destino sonreirá a los encerrados en las tiendas, o al menos les hará una mueca maligna y romperá su tedio subiendo el nivel de su miseria hasta el punto de que la supervivencia misma esté en peligro. Que caiga un rayo o se venga encima una avalancha, que la tienda se desintegre al estallar un hornillo, que se tenga apendicitis a más de dos mil kilómetros del hospital más cercano o que se sufra el ataque de un oso gris: nada cura el tedio existencial tan deprisa como una amenaza grave contra la propia existencia.