Razones
religiosas, deportivas, culturales. Son las tres casillas que marqué en el
cuestionario que me ofrecieron en Roncesvalles para indagar sobre mi motivación para acometer el Camino. De
vuelta a casa, con mi bici “Nadadora” en el maletero del autobús, en apresurado
balance, repasaba mis razones, todas en mayor o menor medida, tocadas,
agitadas, satisfechas. Sí, encontré más que de lo que buscaba.
Razones
religiosas, espirituales. Repaso el recorrido de mi tránsito interior en el
Camino, ese viaje que aún no terminó, que nunca podrá terminar, pero que de un
tiempo a este parte, dejó de ser tortuoso para convertirse en afortunada corriente a puertos abrigados, en
río al que solo le cabe conducirme a buen término
Razones
deportivas. Para mi capacidad, el reto es de entidad, puede que de los más
duros que he acometido –con momentos puntuales muy complicados-, que en los
primeros días hicieron nacer dudas en mí acerca de si sería capaz de
completarlo. Sin embargo, a medida que Santiago se acerca, una nueva fuerza
parece iluminar cada hora de pedaleo; todo parece más fácil o simplemente se
tiene más temple para enfrentarte a las mismas dificultades de anteayer.
Razones
culturales. El encuentro cultural en el Camino es constante, mas también
apresurado, precipitado. Toda la riqueza que sale a tu encuentro, la anunciada
en letras de neón pero sobre todo la diminuta, la casi invisible, provoca algo de desazón en el espíritu
sensible, debido a que desde el primer
instante – incluso en mayor medida de lo
presagiado antes de partir- , casi eres más consciente de lo que pierdes que de lo que disfrutas.
Pero las condiciones autoimpuestas no
eran negociables.
Y esas condiciones se reducen a una semana para el Camino francés. Me hace ilusión
completarlo y es el tiempo de que dispongo. Sin embargo, sé desde el primer
momento, desde ante de comenzar incluso,
que el verdadero camino se hace caminando, sin ritmo, sin expectativas, parando
o arrancando en función de lo que me ofrezca el Camino, descubriendo cada pueblo,
cada huella, conociendo de verdad a compañeros peregrinos, deteniéndome en cada
rincón que lo merezca, que nunca podrán ser todos, porque el Camino, como lo
fue desde hace siglos, como lo será en los próximos, ha de ser distinto para
cada uno.
Tan convencido estaba de esta idea que
incluso al principio del Camino, me planteé recorrer los últimos cincuenta, cien
kilómetros caminando, tras enviar la bici a casa a través de agencia en una de
las últimas ciudades, pero finalmente pensé que habría sido una especie de
traición a mi compañera, a la que me había llevado allí, que se merecía entrar
en la Plaza del Obradoiro tanto o más que yo.
¿Es compatible el Camino de Santiago con
la prisa, con etapas, con plazos? Mi conclusión es que sí pero viene a ser otro
Camino. Más exigente a ratos, cuando a veces el jadeo da cuenta de la falta de
aire, cuando el desfallecimiento asoma a diario, algo que jamás habría
experimentado caminando; ello quita y pone, resta y suma algo inaprensible. Es
una experiencia diferente. Quiero pensar
que algún día lo haré caminando, puede que tramos con Susana o mis hijos, puede
que completo cuando esté ya jubilado y sin tantas urgencias.
Mi
Camino de Santiago era un deseo que albergaba desde chaval, desde antes de
dedicarme al ultrafondo y acometer cada año estimulantes aventuras a cada cual
más dura o salvaje, con necesaria prioridad sobre aquel primer sueño romántico
de adolescente. Puede que aquel viaje simplemente quedara aparcado al crecer,
al privarle ya mi edad, del carácter iniciático que inconscientemente busca
cualquier muchacho con inquietudes. De unos años a esta parte, se convirtió en
un proyecto distinto. No se puede
reconducir a la idea “promesa” ya que mi mente no se mueve en esos parámetros,
sino que con el tiempo veía el Camino como el final de un via crucis, de una etapa vital que por momentos creí eterna, sin
fin, una condena insalvable.
Después
de guardar en el zurrón metas, en principio mucho más exigentes, la idea de
reto pasaba a segundo plano. En lo peor de mi infierno, pensaba que algún día
me gustaría estar en camino, en el Camino, lejos de todo, de todos, hasta de
“ese yo” que me atormentaba. De ahí que precisara soledad y requiriera como
condición adicional, a pesar del mal tiempo, hacerlo lejos de las semanas de
primavera o verano. Independientemente de la motivación de cada uno, creo que
el Camino debe realizarse en silencio, sin demasiado gentío alrededor para
entenderlo y entenderse de verdad, para encontrar nuestras propias razones.
Más
que una búsqueda, también la de esos pocos que seguro ahora mismo, ya cerca de
lo peor del invierno, marchan decididos hacia Galicia, es un encuentro, un
encuentro conmigo mismo, puede que un “gracias”, un “bienvenido” por sentirme
de vuelta. Puede que por primera vez en mi vida, sea feliz de verdad, me
encuentre dentro de la luz que describe Enric
Montefusco en la última obra de Standstill, que como él, no quiera que acabe el
día, en una suerte de historia personal paralela a la del germen del disco. Y
es que hace meses sentí crecer alas en mi espalda y nunca me sirvieron tanto
como hacia Santiago.
La que fue mi vista durante una semana completa.
Ahora sé qué me basta, que todo lo que
necesito está dentro de mí, que no necesito ni una puta cosa que se pueda
comprar, ni una. Me gusta esa frase de San Francisco de Asís: “Necesito pocas
cosas y esas pocas que necesito, las necesito poco”. Y en estos temas sí que me
estoy volviendo un integrista. Y cuando digo solo, me refiero a solo conmigo
mismo, solo con los míos, con todos aquellos que siento alrededor que merecen la
pena, porque me identifico, porque los
interiorizo como parte de lo más profundo de mí. Yo que tantas veces quise no
vivir, ahora sé que siempre puedo vivir a pesar de todo.
Ni
un instante nublaron mi pensamiento durante el Camino, problemas que durante
años me atormentaban periódicamente, sin descanso, y solo por ello, porque
jamás llegué a imaginarme fuera de la trampa en la que me iba enredando en
soledad, puedo dar gracias por estar
vivo, por sentirme vivo, por el deseo de no volver a atormentar con mis
silencios a los que me quieren. El Camino era la culminación de un deseo, el de
volver a ser feliz, volver a ser yo. Era el fin, un sello, la señal de un fin y un
principio. Porque hoy, ahora, cada hora,
me dedico a construir y sé que tengo camino por delante. Y eso me basta.
Soy
cristiano, soy creyente –acompañado de la inseparable duda unamuniana- y debido a esa condición, entiendo que vivo el Camino
de una forma diferente a un no creyente. El mensaje cristiano me sigue
pareciendo poderoso y responsable de gran parte de lo mejor que hay en mí, pero
no insisto en el tema porque ya ha escrito sobre ello en alguna ocasión. Todo
ese proceso de preguntas y respuestas que busco y encuentro a diario, se
acentúa durante el Camino. Pero curiosamente, esa duda se vuelve escepticismo
casi completo respecto a la ubicación de los restos del Apóstol en Santiago de
Compostela. Puede que a muchos les sorprenda este hecho, mas francamente, el
dato me parece irrelevante. Tal y como yo entiendo la religión, la veneración a
restos, tumbas, reliquias, hasta imágenes, me genera una sensación que describo
entre rechazo y hasta el cierto repelús que provoca en mí esa extraña y absurda devoción por supuestos
trozos de la Santa Cruz, por ejemplo, o
peor aún, de hombres y mujeres, que no sé en qué deben ayudar a entender o
vivir el Evangelio.
Para mí, el Camino
está construido sobre las vivencias, esperanzas, penas, sueños, el dolor o la devoción de todos los
que pasaron por allí, que, en cierto modo, dejaron sus huellas, conformando un
patrimonio visible, pero sobre todo invisible. Ese es el pavimento del Camino y
algo de mágico hay, algo de intangible, en la actitud y disposición de todos los que te encuentras
a diario en la ruta a Santiago. Supongo que existirán interesantes estudios
antropológicos sobre el extraño fenómeno que son las peregrinaciones, común a
muchas culturas a lo largo de la Historia
Celine
escribía: “En la fatiga y la soledad se manifiesta lo divino de los hombres”. El Camino es esfuerzo. Es la clave de
bóveda. La voluntad tras cada paso del
peregrino. Si no sufres, si no pasas
malos momentos, seguro que para muchos, cercanos al umbral de lo soportable, no hay Camino.
Como antes
contaba, siempre ayuda acercarse a la meta, esa que se percibe tan lejos desde Pirineos,
el ir quemando etapas. Al comienzo está la duda, el miedo. Sé que muchos me
creen seguro por mi afición al deporte de resistencia, pero desde que llego a
Pamplona, entre entusiasmado y prudente, estoy lleno de respeto y me pregunto si mis planes, como siempre nada meditados o
basados en datos objetivos, serán realistas. Paradójicamente, tengo lo más importante, la máxima de Luke en “La leyenda del indomable”: confianza en mí
mismo. El hombre puede hacer tantas cosas y hace tan poco. En cualquier campo. Si no hay
esfuerzo, si no cuesta, si no duele, este viaje no vale nada. Puede que en
cualquier viaje, puede que en nuestro viaje vital tenga que ser necesariamente
así, para convertirlo en valioso y entonces sí, poder atesorarlo.
Solo así cabe
emocionarse ante el sepulcro como símbolo, en la “Misa del Peregrino”, acogido
por la fuerza que proporciona la consecución de esos objetivos que cuestan
tanto y que espero me acompañe para siempre, el resto de mi peregrinación que
será mi vida a partir de ahora. En este crucial momento, en este elegir caminos
que es para mi y para todos, la vida.
Es curioso
que después de terminar el Camino, aún no durmiera tranquilo, que el despertar
tempranero, ya alerta por el día que me esperaba, fuera sustituido por el amanecer
tranquilo y empapado del recuerdo agradecido de tantos kilómetros, por las
ganas de contar e intentar transmitir con fidelidad lo que siento, de animar al
que duda, de hacer recordar al que fue caminante.
No éramos
muchos los peregrinos en Santiago; al
cruzarnos por las calles, nos reconocíamos, nos saludábamos con mirada
cómplice, con una sonrisa que ya no perderíamos hasta el regreso a nuestros
hogares, a la vida real. En un otoño, que como cada otoño, es tiempo de cosecha
y de desprenderse de tantas hojas muertas que nos estorban para tratar de
conseguir el fruto más adelante, más lejos, en la primavera que todos
anhelamos.
Ya
acostumbrado a madrugar, siempre recordaré un paseo de domingo por las
desiertas calles de un Santiago envuelto por la niebla. Un paseo emocional
final, pleno de sosiego. Una forma de descubrir el alma de esas hermosas
ciudades turísticas, tornadas a espantosas por el trajín del implacable turismo.
Entonces
pensaba que en el Camino yo también ya tengo mi parte, junto a la de cientos de
miles de peregrinos que dejaron su huella durante siglos, que lo construyeron pieza
a pieza, buscando, dejando su brote de esfuerzo; porque yo dejé algo de mi vida
y mi lucha, y aunque lo pasé mal muchas
veces, mi parte siempre será pequeña porque soy fuerte y, aunque a veces
reniegue, estoy acostumbrado a sufrir. Y además cuido mi frase, mi mantra consolador
al que acudo cuando todo se tuerce: “Siempre puede ser peor, siempre puede ser
peor, siempre puede ser peor” Mas mi
orgullo después de ocho horas de bici, se torna ridículo cuando en Astorga me
cruzo con una peregrina de alrededor de ochenta años que apenas puede caminar y
me pregunto qué fuerza le hace continuar, y aún hoy, cuando escribo estas
líneas, me sigo preguntando si consiguió llegar a Santiago, probablemente su
último gran sueño, ¿el sueño que pospuso, no veinte años como yo, sino toda una
vida? Y a la que mi frase mágica de poco le sirve, porque ella está en lo peor.
El Camino prende
en ti, te deja prendado a él, se queda soldado a tu espíritu y te proporciona
la certeza de que volverás, como tantos con los que te cruzas y de los que
conoces que volvieron o proyectan volver, o aquellas chicas italianas que
regresaron un año después para quedarse de forma definitiva y encargarse de la
gestión del albergue municipal de Nájera. En esta época del año casi todo son
extranjeros: alemanes, italianos, ingleses, japoneses, muchos coreanos, alguno de
ellos machacado por los chinches que se solazan en algún albergue cuya mala fama se extiende por el Camino.
¡¡BUEN CAMINO!!, el sincero saludo que intercambiamos.
Cuando me quejaba, también pensaba en Alvin,
el protagonista de “Una historia verdadera”, que se convirtió en una figura
inspiradora para mí. Alvin era un anciano enfermo que decidió hacer un largo
viaje en una cosechadora a través de varios
Estados de Norteamérica para despedirse, antes de morir, de un hermano con el
que llevaba años sin hablar. Es la historia que da pie a una película sencilla,
una poderosa obra maestra, extraña en la obra de David Lynch (“extraña” precisamente
por no casar con la extraña y arriesgada obra del gran autor americano).
Eres
peregrino, y cuando andas el camino, solo eres peregrino, solo piensas en
llegar, en qué tiempo hará, en dónde llegarás, en lo bueno que sería conseguirlo.
Estás fuera del mundo. Estás lejos de todo, y la apuesta debe ser firme. Todo
lo demás sobra. Yo lo tengo claro, salvo para llamar a casa cada noche, llevo
apagado el móvil –de hecho, como casi siempre en mi vida-, no quiero saber nada
de internet o radio, ni siquiera música. Por no llevar, no llevo ni cuentakilómetros, ni apenas hago
fotografías. Todo es accesorio, todo me aleja de mi propósito, de mi devenir
principal. Cuento con la gente; unos y otros me orientan, amables, cuando tengo
dudas sobre el camino y estas serán cientos. Entonces, para aliviar la mala
uva, recuerdo al sacerdote de Nájera, hombre apasionado y feliz, cuando me
agarraba fuerte y me hablaba de todos los malos
ratos que me aguardaban, pero que siempre pasarían, se olvidarían.
El recuerdo
de mi abuela Claudina me alienta, me empuja. Ella era muy religiosa, pero sobre
todo era muy dura. Siempre digo que mis supuestas facultades y gusto por el
ultrafondo, más mi dureza mental que capacidad física, procede de esa
resiliencia que mi abuela siempre tuvo para afrontar la vida en una España
terrible. Esa España que nos retratan a menudo nuestros mayores, tornando
fácilmente las tristes penurias de ayer en jocosas anécdotas hoy y que algún
día me gustaría llevar en serio al papel. A muchos le tocó sacar adelante
familias con apenas nada, a través de obstáculos a veces insuperables;
situaciones que necesariamente han de marcar el carácter, que deciden cómo se
afrontará la existencia futura, con el inextinguible miedo a perder esta antinatural
abundancia. Ella, ya casi centenaria, murió mientras yo llegaba a Burgos tras
una mañana de viento terrible. Me entristece pensar lo que hubiera gozado
oyéndome contar de cómo una mañana de sábado, tras varias horas de torrencial
lluvia, llegué a Santiago y estoy seguro que la vela que le encendí en la
Catedral, fue una forma de mantenerla viva, de hacerle llegar mi recuerdo, mi
mensaje, a las dos abuelas que este año se me fueron.
Soy de la
opinión de que el verdadero cicloturismo se debe acometer en soledad, por lo que no volveré a hacer un
viaje cicloturista. Es una peligrosa actividad que entiendo pueda arraigar en
un peculiar tipo de personas. Una afición que puede convertirse en estilo de
vida para francotiradores, modernos
eremitas, “locos” temerarios que tan bien entiendo por mis inclinaciones
naturales. Sin embargo, en este momento
vital, pasar una semana lejos de Susana, se me antoja demasiado tiempo.
Coincidí con varios ciclistas, no muchos, la mayoría solos; También gente en
vehículos extraños: patinetes, tirando de un carro similar a un rickshaw indio, otro con un burro. Ya sabéis, hay gente
pa tó, más en el Camino, que como
podéis suponer,resulta terreno fértil para lo exótico, donde el iluminado es
carácter común.
Día tras día,
pedaleando tantas horas sobre la bici, te conviertes en una mezcla entre indio
y agricultor, siempre azorado. Aprendes a leer el tiempo, a sentir, a percibir
esa insignificante y hasta agradable brisa que se levanta al comienzo del día
como la amenaza que más tarde tornará en vendaval. Temes la maldita y hermosa helada castellana tardando
más de tres horas en ceder, acuchillando tus manos y pies, a pesar de llevar,
dos, tres pares de guantes o calcetines, a sentir cómo el incipiente sol
comienza a elevarse sobre el horizonte infinito de la meseta, templando cuerpo
y espíritu, mientras una jodida nube lo
oculta por un minuto eterno y cuando pasa, entonces sí, entonces crees que el
verso de Pushkin: “Frío y sol, qué hermoso día”, hablaba de Castilla, no de Rusia.
O al agua de lluvia resbalando por cada rincón de tu cuerpo, tal que el último
día, tras bajarme de la bici frente al
Obradoiro y quitarme los guantes, mientras miraba divertido mis dedos
arrugados, después de dos días de aguaceros que ahora, tras la última pedalada,
poco importaban.
Hasta
esas pocas horas en que todo marcha bien, como debería, estás ansioso por
aprovechar el buen tiempo, por recorrer todos los kilómetros posibles, temeroso
porque sabes que lo bueno no dura. Cierta ansiedad que nace desde que a las
siete de la mañana ves el parte meteorológico desayunando en un bar, que te
acompaña con el inicio de la marcha antes de las ocho y que casi siempre cede
cuando finalmente te pones en acción, para volverse satisfacción, un pequeño,
íntimo triunfo, al alcanzar el objetivo del día. Es la misma ansiedad de las
líneas de salida de las carreras especiales. Y la única forma de calmarla es la
habitual: hacerlo, conseguirlo. Y ahí, una vez más, la experiencia, la dureza
mental es lo esencial. A medida que transcurren las semanas, mis recuerdos del
camino se asientan en un día tipo en el que se mezclan las cotidianas dificultades y la alegría al
bajarme dolorido de la bici.
Lo mismo que la
bici –la que utilizo para moverme por Ciudad Rodrigo-, se fue adaptando al
Camino con necesaria reparación en Burgos, recolocación de equipaje, etc., le
pasó a mi cuerpo. En esa bici nunca he hecho grandes distancias y extrañando la
postura, al principio sufría dolores en varias partes de mi cuerpo que fueron
cediendo con el tiempo, quedando solo los normales en culo, espalda –más si
llevas mochila- o los pies. O mis ojos,
cuando sin gafas, soportaba horas de aire frío en contra y después, me costaba
varias horas recuperar la capacidad para leer.
Con el paso del tiempo mi cuerpo se fue acostumbrando
poco a poco a mis cabalgadas diarias de entre seis y ocho horas. Los dos, tres
primeros días, me acostaba muy temprano y me dormía inmediatamente,
completamente agotado, además de por el esfuerzo, por la tensión –sobre todo en
las grandes ciudades- pero presumo de conocerme bien, y pensaba que con el
tiempo, mi cuerpo, en lugar de notar la acumulación de kilómetros, se
acostumbraría a la exigencia diaria, respondiendo mejor. Y así fue. Ahí juega
un papel fundamental el descanso para levantarse de nuevo fuerte y acometer la
jornada.
Y esa rutina diaria era la siguiente: Normalmente, a no
ser que tuviera pensado parar en algún lugar determinado a lo largo de la
mañana, pedaleaba alrededor de tres horas sin parar, justo cuando comía un
puñado de cacahuetes –más tarde conguitos- y gominolas y entonces, seguía otro
par de horas. A partir de la una, ya notaba que saltaban las alarmas y me
estaba quedando sin gasolina. De insistir, lo pasaría mal. Entonces paraba en
el primer bar que veía y comía normalmente un bocadillo de bacon con queso y un
café y en menos de media hora, ya estaba otra vez manos a la obra, ya
recuperado, aunque no pletórico. Entonces seguía hasta el objetivo que había
decidido, según mi estado, durante las últimas horas, puede que muy alejado del
que yo había previsto al inicio de la jornada. De esta forma, normalmente
disponía de casi toda la tarde para visitar con calma el lugar en el que había
decidido pasar la noche.
Respecto al equipamiento, llevaba ropa para la bicicleta – de invierno y
verano- y ropa de calle. En este tiempo, dada mi premura, no puedes lavar nada
con lo que os podéis imaginar el hedor de la ropa de faena. Mi idea para “Los
500 de Asís” de agosto, es correr todos los días con la misma ropa y llevar ropa
y calzado normal en mochila. Será verano con lo que tampoco hay que cargar gran
cosa e incluso podemos lavar.
Para mí, el recorrido fue una verdadera aventura ya que
carecía de información, limitándome a unas cuantas ideas preconcebidas, muchas
veces desmentidas por la terca realidad que se ocultaba tras el otro lado de la loma.
Marchaba al estilo puramente atalantiano,
sin información sobre perfiles o dificultades.
Por principio, tiendo a pensar que me espera lo peor y en muchas
ocasiones, no fue así, con lo que puede que hasta me alegrara descubrir una
recta o un descenso inesperado. Me gusta marchar así. También es cierto que los
momentos de miedo, de hartazgo, de fracaso ante metas diarias excesivamente
ambiciosas, son inevitables.
El comienzo del día es lo más duro, faltan tantos
kilómetros, tantas horas para el final de etapa que cuesta levantarse y
comenzar, más si las condiciones meteorológicas son malas. La mayor parte del
recorrido lo he hecho por carretera con
lo que te pierdes mucho, pero si quería llegar, no debía arriesgar e intentar
ir lo más ligero posible. En la carretera, sobre todo en salidas y llegadas a
grandes ciudades se puede pasar mal por el tráfico. Algo que nunca me había pasado
es que un camión me tirara literalmente de la bici y durante esa semana me pasó
en dos ocasiones el mismo día, antes de llegar a Burgos. Fue por el aire
terrible de aquel lunes –después leí que hubo rachas entre sesenta y cien Kms
por hora- al que mi bici cargada ofrecía una resistencia demasiado peligrosa.
No llevaba pedales automáticos ni calapies, sino zapatillas de deporte y los
pedales de plástico baratos que le tengo puestos habitualmente a esta bici, con
lo que me bajaba sin problemas, pero creo que nunca he pasado tanto miedo sobre
la bici.
Puertos, puertos realmente duros y prolongados, a
excepción de la unión de Piedrafita y
Cebreiro al entrar en Galicia, que se las trae, no hay. Algún puerto corto en
la zona de Roncesvalles –que hice ida y vuelta- o El Perdón, tras Pamplona, otro largo y
tendido como El Manzanal antes de
descender a Ponferrada pero repechos de dos, tres, cuatro kilómetros, los hay
para aburrir, algunos muy exigentes y ahí siempre están las antenas como
referencia para orientar, aliviar y marcar el final del esfuerzo.
Alguno acabó del Cebreriro tan harto como yo.
La meseta castellana. Es curioso que nunca me había parecido
tan bella. Me debió reconocer como su hijo ya que se mostró clemente y, salvo
momentos puntuales, la atravesé con bastante suerte. Toda la meseta, desde
Burgos hasta Astorga en plato (grande, para los no familiarizados). No os
creáis que era un ritmo “Cancellara”. Cargado y con las ruedas gordas, vas poco
más allá de los veinte por hora de media.
Sí me hubiera gustado una foto de mi silueta con el horizonte de fondo una
mañana de sol heladora de invierno. Habría sido la foto de mi camino, el de
pedalada tras pedalada, hora tras hora en soledad, sin cuestas, sin levantar el
resentido culo del asiento, sin ceder al cansancio o al hastío que tantas veces
estuvo ahí.
De mi recorrido cultural, mi recuerdo es un magma casi
indistinguible, indescifrable a veces,. de oscuros interiores de templos, de
los bosques del inicio y el final, del
olor a vino en La Rioja, de las castañas cayendo a mi paso en Galicia,
de curiosidades como las casas excavadas en la roca de Nájera, de esos “lugares
en el paraíso” que son los claustros, de rictus contraídos de santos, de una
iconografía cristiana donde la sonrisa apenas aparece, de todos esos rostros
esculpidos y pintados de la nobleza religiosa o laica, esa montaña de vanidades
y orgullo que me gustaría arrojar fuera de los templos con violencia, de un
portazo. Y es que ese no puede ser el sitio de "la gente bien" que, por regla
general, sojuzga a los demás, que tuvo la suerte de cuna o de arreglo. No me casa con el mensaje
cristiano y no es su lugar. Decía Max Weber: “Los evangelios tienen la
costumbre de hablar siempre mal de los ricos”. Hay tantas cuentas que la
Iglesia tiene que ajustar con su pasado, la española especialmente con sus lacras
como son la Inquisición o la Evangelización
a sangre y fuego del Nuevo Mundo, con Cruzadas fuera de tiempo y lugar y veo
tantas huellas que me retrotraen a ello. Yo soy cristiano y quiero una Iglesia
más acorde con la Palabra que se predica, en la que no quepan irresponsables
declaraciones de purpurados, ejerciendo de payasos mediáticos con sus
delirantes opiniones sobre la homosexualidad o el papel de la mujer en el
matrimonio. Ahora parece que tenemos una oportunidad como no se había visto en
décadas, pero supongo que tratar de mover los herrumbrosos resortes internos de
una organización de poder con tantas implicaciones temporales, debe ser tarea
titánica.
Mas continúo. Recuerdos que son una bola de fuego donde brillan faros como Pamplona,
Astorga, Santiago, y claro, las dos estrellas del firmamento: Burgos y León
contando con el inesperado lujo que es pasear por las catedrales anormalmente
vacías, cumpliendo su función
plenamente, la de abrumar, la de invitar a la reflexión, a la oración.
No cabe descripción fiel de un paseo nocturno a la vera
de la impresionante silueta de la Catedral de Burgos, arropado por el fantasmal
entorno que marcan sus agujas o sobre qué es sentarse arropado por la piedra y
luz que es el frágil interior de León No es extraño que ambas desmembraran toda la
belleza de su equilibrio por precisamente ese ansia del hombre de querer
mejorar lo inmejorable, que se rompieran, que León pudiera no ser más que un
recuerdo. Son hechos que nos hablan de lo milagroso que es levantar esos
monstruos.
Casi al final, en lo alto del Monte Gozo, divisando las
torres del Obradoiro, leo el homenaje al peregrino más especial, un hombre que,
en efecto, debió ser excepcional, San Francisco de Asís. Y ya pienso en mi
proyecto: “Los 500 de Asís”. Durante la última semana de agosto trataremos de llegar desde Galicia hasta
Ciudad Rodrigo –algo más de 70 kilómetros al día corriendo y andando-, para
conmemorar los 800 años de la llegada del Santo a nuestra ciudad.
Apunte final fuera de guion y que puede que hasta
emparente con mi denostada autobiografía de Johnny Cash. Algo con lo que establecí
una extraña relación, que me acompañó durante todo el trayecto, mientras
cambiaban los paisajes, nacían o desaparecían los montes o bosques, las nubes o
hasta los olores, y que siempre estaba ahí era el cuervo. Me dio por fantasear
con que siempre era el mismo, que me acompañaba desde Roncesvalles. El cuervo,
los cuervos, señores de España entera. Les hablaba, les gritaba, porque cuando
llevas seis horas solo encima de una bicicleta, te vuelves un poco loco. Curioso me resultó que cuando ya había
terminado el Camino, en una exposición en Santiago sobre el Camino de Kumano en
Japón, leía que su símbolo es un cuervo de tres patas, signo de la intervención
divina en los asuntos humanos.
Durante el camino me enteré de que Lou Reed había muerto,
uno de los principales responsables de mi temprano y eterno entusiasmo por el
rock, desde que en el instituto descubrimos “Transformer” y “Rock and Roll
Animal”. Es para mí uno de los mejores autores de letras de la música popular.
Él era cínico, amargado por la fama, vanidoso, culto y genial, dotado para la
disección de la vida en su lado más triste y oscuro. A modo de despedida, no os dejo una canción
suya sino una de sus últimas apariciones, un recitado en el primer disco de Antony. Un “puñado del amor” es una intensa canción que encaja bien con que yo sentí en el Camino, en mi
camino. Todos tenemos un camino que recorrer cada mañana. Aunque a menudo envidiemos el del prójimo, todos
vienen a ser complicados, pero hasta en el más largo y tortuoso, se puede dar
un primer paso en la buena dirección. Buen camino.
Guía de mis
etapas. Las distancias son orientativas.
1.
SÁBADO.
PAMPLONA – RONCESVALLES - PAMPLONA. 100 kms.
2.
DOMINGO.
PAMPLONA – NÁJERA. 131
3.
LUNES.
NÁJERA – BURGOS 90
4.
MARTES.
BURGOS – SAHAGÚN. 120
5.
MIÉRCOLES.
SAHAGÚN – ASTORGA. 120
6.
JUEVES.
ASTORGA – TRIACASTELA. 133
7.
VIERNES.
TRIACASTELA – MELIDE. 90
8.
SÁBADO.
MELIDE – SANTIAGO. 55