viernes, 29 de agosto de 2014

Reflexiones al pie de la Verracada Nui por Camino Torres

(Las fotos son de Manu)


Siempre ocurre, es lo normal. Más allá de los cincuenta kilómetros comienza la verdadera fatiga, la disminución del rendimiento y sobre todo, los dolores; variados, intermitentes al comienzo, controlables, casi insignificantes;  persistentes, constantes, ya imposibles de ignorar, después.


Hay un bonito verbo en desuso: despearse o aspearse  cuyo significado viene a ser el de maltratarse los pies por haber caminado mucho. El ultrafondo o el desbordado afán por despearse, tan en boga hoy en día,  bien podría ser buena excusa para recuperar la palabra, muestra de ese valioso patrimonio inmaterial de un pueblo, el de nuestro lenguaje, maltratado tan a menudo (ahí ya proyecto yo una “Despeadura Ilustrada”  siguiendo las andanzas del ejército napoleónico por nuestras tierras en formato tres etapas en tres días, incluida una etapa nocturna el viernes noche).


Y es que aunque se llamen de otra forma, despeaduras hay muchas, cada día más, y yo ya llevo unas cuantas, tal vez demasiadas, porque algo de mí se perdió entre tantos caminos y montañas. Como iba contando, a partir de los cincuenta kilómetros, lo que te lleva hasta el final, aparte del hábito del cuerpo conseguido a través de largas horas de entrenamiento que atenúan todas las incómodas secuelas,  es tu voluntad, tu temple, tu compromiso con el reto; ese compromiso que  hace cualquier distancia o montaña salvable. 


Esa gran dureza mental, a pesar de mis insuficientes entrenamientos para pruebas de ultrafondo de extrema dureza, me han llevado a muchas metas. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, albergo dudas. Dudas sobre el sentido de seguir en un trayecto donde correr, a cada paso se torna más complicado, dudas sobre mi capacidad para soportar el espeso y lento transcurso de las horas, puede que hasta noches enteras de combate frente a mis pensamientos, porfiando continuamente frente a la tentación de marcharme a casa. 


Para hacer ultrafondo se requiere espíritu, un intangible difícil de definir que puede que con las metas y los años tienda a diluirse.  A día de hoy, no reconozco a esa persona que fue capaz de completar el descomunal reto del Tor des Geants. Antes de mi primera retirada, fuera carrera o reto, me sentía algo así como lanzado en el interior de una cápsula, dentro de un pasillo con muros y techo completamente sellado, cuya única vía posible era la de avanzar hacia delante. Hoy, de reojo, de continuo, advierto una puerta que a cada rato me parece más fácil de abrir, la de retirarme y terminar, la de mi cama, la de mi familia.
 

Más aún, tratando de acotar y objetivar mi relación con el deporte, esas dudas han derivado en la casi certeza de que en este momento no tengo yo la cabeza para enfrentarme a distancias cercanas a los 100 kilómetros. No sé si es algo definitivo, como cuando abandoné el baloncesto, o se trata de un periodo transitorio, pero algo cambió. Hoy por hoy, creo que la verdadera distancia en la que me siento cómodo son los 70-80 kilómetros, o lo que viene siendo una jornada laboral, como dice Quini. Y tras esta larga introducción, mucho de mi inconclusa aventura en la Verracada, se explica por estas dudas o por soslayar la fragilidad de mi innegable nueva condición. 


Precisamente venía de retirarme en Gredos Infinite Run. Tras mi regreso, aseguré a Susana que no volvería a correr distancias tan largas (120 kilómetros), y menos en verano, si no me hallaba totalmente convencido y entrenado.  Por ello, es comprensible el merecido correctivo del que me hice acreedor, cuando Susana tuvo que venir a buscarme a Alba de Yeltes. No era capaz de entender que apenas 10 días después de mis solemnes y trascendentes palabras sobre mi nueva forma de hacer deporte, volviera a embarcarme en las mismas, ante la irresistible oferta del CiegoSabino.  Para Susana –también para nosotros, reconozcámoslo-, cosas de hombres, inefable misterio.


La Verracada Nui es una jaramugada clásica, invento de hace unos años. Tenía dos modalidades: bien recorrer a pie, corriendo y andando, los 90 kilómetros que hay desde el verraco de Ciudad Rodrigo al de Salamanca, bien hacer el trayecto ida y vuelta en bicicleta. Este año proponía recorrerse por el Camino Torres, alrededor de 110 kilómetros.


Me retiré casi al final, por la inexorable fuerza de los hechos, en Alba de Yeltes (Km. 83) –fruto de una severa deshidratación por estar varias horas sin líquido bajo el sol de mediodía-, lo que tampoco deja demasiado margen a la interpretación: no se siguió porque no se podía y punto; la fuerza mayor excusa. Pero lo verdaderamente relevante no es mi retirada sino mi tentativa de retirada en San Muñoz (Km. 55), no porque estuviera especialmente mal, sino porque simplemente estaba harto. Hasta allí, había disfrutado de la mayor parte del recorrido, pero, ya dolorido, me costaba encontrarle sentido a la agonía que se avecinaba. 


Manu, distrayéndome, animándome, me cameló y sutilmente me condujo lo suficiente para que siguiera adelante solo un poco más, y de ese modo, cerrarme las vías de escape, la posibilidad de retirada hasta Alba, ya al lado de Ciudad Rodrigo, donde mucho se tenía que torcer la cosa para no tirar hasta el verraquín. Bien, me dije, seguiré adelante hasta el final, solo para escribir una crónica en la que anuncie el fin de mi relación con las distancias de tres dígitos.  Por ello, tal vez lamenté más el hecho de no concluir la aventura, porque hubiera representado mejor final a muchos años de inolvidables –para mí, claro- aventuras, sea punto y aparte, o punto y final. 


No, me tocó irme a casa destrozado, ducharme y tirarme en el sofá para no parar de beber líquido durante treinta horas. Sin embargo, la magia de esta historia, de mucho de nuestra loca afición,  algo que jamás entenderá el profano porque, de primeras, nunca imagina lo mal que nos llegamos a encontrar, es el buen recuerdo que atesoro desde unas horas después, de un día que, en principio, debería haber sido un día de mierda, y sin embargo, regresa como una experiencia audaz en común, pura y limpia, encarnado en una imagen: la de tres tipos exhaustos bajo un sol de agosto a mediodía,  tres tipos detenidos en medio de una pista, sin visos de que conduzca a ninguna parte, tres tipos  encorvados con sus manos apoyadas en sus piernas, casi sobre las rodillas, tratando de buscar cierto alivio en esa postura, de  dar esquinazo a esa pertinaz malestar, a alguno de sus miedos. Tres tipos machacados que, inexplicablemente, se miran y sonríen. 


Porque destilando de esa Verracada, no me queda ni fatiga ni hartazgo, sino que me restan doce horas cubriendo esa suerte de vacío que trato de retratar y que antes no sentía, algo de la negrura de mi íntimo tira y afloja, con los lazos de lo que siempre fue la amistad, la misma de cuando éramos críos jugando, la de adultos disfrazando de serio lo que sigue siendo un  exigente juego; lazos que formarán un suave  capullo de seda para albergar todo lo malo que hay dentro. Si llegas a meta, entonces sí, entonces la metamorfosis se completa y nace el abrazo, la risa, la medalla, la mariposa. Si no llegas, como es mi caso, y todo se queda en un ensayo de nido estanco, al menos entiendes por qué lo hiciste una vez más.


Y ese día de agosto esos hilos y lazos se fueron tejiendo desde  una Plaza Mayor de Salamanca increíblemente vacía a las cinco de la mañana, propiedad no más que de  tres mirobrigenses con trazas de corredor;  se fueron hilando desde las tres primeras horas  de carrera, embozados por una noche iluminada, nunca menos noche por la mayor luna del año y la continua caída de estrellas, deslizándose rápido por campos resecos esmaltados de reses, girasoles o  trigos, hacia un horizonte agostado siempre limpio, con montañas muy al fondo, donde a medida que nuestros cuerpos se iban agotando, paradójicamente nuestra mirada descansaba libre de obstáculos, con la inevitable puntada-putada final, la de siempre, en forma de cuestas que no esperábamos y que claro, nunca eran la última, invernadero kilométrico de jaras y encinas, donde marchamos solos, cada uno en su propio mundo, pero siempre unidos por el hilo de la solidaridad y por tener en cuenta al compañero que se queda, que no anda, que no tiene agua. Porque hacerlo tú está bien, pero si no arribamos los tres que partimos, nunca es lo mismo. Tal vez la próxima vez, tal vez la próxima.

"¡¡YO SOY ESPARTACO!!"





 Si es que es hablarme de 100 kms....





2 comentarios:

CiegoSabino dijo...

Volverás, cuando sea, pero volverás, no hay prisa.

Atalanta dijo...

Ya se verá, ahora muy cuesta arriba.