20 años en 20 segundos. Castellón, Campeonato de
España de 800 metros. Álvaro de Arriba, situado al final del grupo antes de
encarar la recta de meta, parece haber perdido todas sus opciones de revalidar
el subcampeonato de España conseguido un año antes. Ese súbito y poderoso
cambio de ritmo que sus rivales aguardan, hoy no parece crédito suficiente para
alcanzar la gloria en forma de medalla.
Sin embargo, sucede.
Si esto fuera una película, probablemente esos
veinte segundos se ralentizarían en imágenes a cámara lenta del espigado cuerpo y el rostro crispado de Álvaro
pugnando por lo imposible mientras se alternarían fotogramas de toda su
trayectoria desde niño, centrándose especialmente en los malos momentos y en
las dudas que generaron, esos baches que traspasan las existencias de cualquiera,
también las del triunfador, que puede que sean aún más importantes en la
formación del carácter del campeón, que necesariamente ha de saber enfrentarse no
solo a las inesperadas grandes tragedias, sino a las pequeñas dificultades
rutinarias con la fuerza más importante, la de la tenacidad cotidiana frente a
la pereza, la de la renuncia al camino fácil, siempre más tentador para
cualquiera, más para un joven. Esa sucesión de imágenes comprenderían las ya
aparecidas en la película, ya a punto de terminar, con el clímax de la
victoria, de la redención, de la justicia como recompensa a muchos años de esfuerzo
destinados a llegar a este momento. Durante el sprint final seguro aparecería
otra figura familiar en la pantalla, la del mentor, la del maestro que le
acompañó desde niño, que lo descubrió y lo cuidó. El que lo vio crecer como
hombre y le hizo crecer como atleta hasta ser casi el mejor hoy, segura antesala
del mejor mañana, que hoy casi es tan responsable como él de lo que es.
Pero yo no hago películas, yo escribo, y mientras
comienzo a ver a Álvaro arrancar encarando la línea de meta, me valdré de mis
armas, mis reflexiones y palabras, para ralentizar esos veinte segundos en párrafos,
no para centrarme en su figura, sino en alguna de las razones por las que hoy
está aquí, jugándose un campeonato de España en un puñado de metros. Y puede
que la razón de más peso sea su club de siempre, Rincón Oeste, que este 2015 ha
cumplido veinte años.
Estos relatos, los del cine o los puramente contados,
tienen más de efectista que de real, porque nadie resume una existencia en
veinte segundos o en veinte párrafos, pero quiero pensar que sí hay algo de
justicia poética en desentrañarla en
apenas unas páginas, herramientas del arte, que manejadas con pericia por el
escribidor, pueden ser capaces de destilar algo de vida para encontrar la
esencia de lo que sucede, de nuestras sueños, luchas o miedos.
Mi búsqueda se comprime en la respuesta a una
pregunta. Pregunta formulada hace muchos años, también casi veinte, cuya
respuesta fue largamente aplazada. Es la misma que le hacían a Juan Carlos
Fuentes, el creador del club, cuando comenzó a dedicarle tiempo, demasiado
tiempo según los demás, tardes y casi todos los fines de semana a carreras y chicos,
entrenamientos y viajes. Partiendo de la base de que si alguien te
pregunta eso, la mayoría de nuestra
sociedad entiende que el hombre no puede ganar algo que no sea computable en
dinero, que ningún esfuerzo sirve o merece la pena en la vida si no hay
compensación material, si eso que se gana no se traduce en la anotación
contable de una cartilla o al menos en un titular de periódico.
Bien, ¿Merece la pena? ¿Mereció la pena? Veinte años después es un
buen momento para hacer balance y responder.
Los mismos que hicieron la pregunta en un principio,
hoy no dudarían en responder que sí, ahora lo entenderían porque ahí está el
currículum, el historial de éxito y medallas en campeonatos provinciales,
autonómicos y nacionales para dar fe de ello. Ellos necesitan lo tangible, el
éxito, la noticia, la palmada en el hombro del político, la fotografía para
saber que sí, que mereció la pena.
Pero yo, como Juan Carlos, creemos que todo eso está
bien, que procede que se destaque, aunque es a todas luces evidente que, a la vista de lo
conseguido, el reconocimiento público se antoja exiguo. El verdadero éxito es
una escuela y un club de atletismo en el que hoy trabajan alrededor de 75 atletas y por el que han pasado cientos
más que son capaces de entender qué es el deporte de verdad –no el de los
titulares de periódicos deportivos-, de cómo sus valores son aplicables a
cualquier ámbito de nuestro discurrir vital, capaz de hacernos sentir más
plenos.
Alguna de las personas que más admiro y envidio son
los músicos, especialmente los de clásica, por su talento, sí, pero más por esa
gran capacidad de trabajo, oscura e invencible, a veces casi heroica. Hace unos
meses le escuché en una entrevista a la ilustre violista Isabel Villanueva, que en su mundo, sin rigor, no hay
excelencia. Y algo de eso hay en el atleta serio y profesional, mucho de ello
en la figura de Juan Carlos.
Ser lo que eres capaz de ser, tal vez la mejor y más
fiable fuente de plenitud del ser humano. Ahí es clave la figura del entrenador
como guía, casi escultor o Pigmalión, alter
ego u otro yo, para conseguir que alguien dotado por genética, sea
lo mejor que puede ser en un proceso que abarca muchos años, durante los cuales
se ha de ser paciente, incluso frenar para no obtener frutos demasiado
tempranos que pronto perecen, y que malogran los más valiosos, los del porvenir.
Proceso en el que no basta con conocer y trabajar las condiciones físicas, sino
también las mentales y hasta las que podíamos llamar espirituales. Porque el
anhelo, el ansia de perfección, que es algo informe, una pulsión desordenada,
ha de encauzarse a través de un plan y un método. Crear un camino lleno de
huellas, en el que cada una de ellas, es el recuerdo del castigo del propio
cuerpo, capaz de habituarse, de soportarlo y, tras la necesaria reparación del
descanso, regresar hasta el umbral del dolor, soportarlo, traspasarlo y
llevarlo un poco más allá. El entrenamiento como búsqueda de los límites. Algo
de asceta tiene el atleta, no solo de forma figurada, ya que como escribe
Ortega y Gasset: ”Recuérdese que la más
exacta traducción del vocablo “ascetismo” es “ejercicio de entrenamiento”, y
los monjes no han hecho sino tomarlo del vocabulario deportivo usado por los
atletas griegos. “Askesis” era el régimen de vida del atleta, lleno de
ejercicios y privaciones”. “Hay quien no siente vivir si no es a máxima tensión
de sus capacidades. Sólo le cabe el peligro y la dificultad. La existencia no
tiene para él sentido si no es ascensión de lo menos a lo más perfecto”.
Hablo de rigor, y puede que Juan Carlos sea una de
las personas más rigurosas y serias en su ámbito. Esa seriedad implica que
trabajando con niños, paradójicamente se exige falta de seriedad, en un mundo
que se contamina del sentir general, del afán y ambición sin medida, donde,
vuelvo a insistir, es fácil trabajar con un niño como con un adulto,
exprimiéndolo para obtener resultados demasiado rápidos, probablemente más
tarde frustrados y frustrantes para los protagonistas.
En la Escuela de Atletismo de Rincón Oeste los niños
de seis a once años, básicamente juegan, no más de lo que debe hacer un niño a
su edad. Correr y saltar, inherentes
formas de expresión torrencial y desmedida. Así, bajo la experta y atenta
mirada de Estela, los niños, sin apenas enterarse, adquieren destrezas y
condición física, se desarrollan para que en el futuro, ya propiamente en el
club, se elija la disciplina para trabajar de forma específica con chicos más
formados.
Ese rigor aquí no se traduce por exigencia, ese rigor necesariamente ha de ser lo
contrario: libertad o apariencia de libertad, control invisible de una escena representada
en un pabellón atestado de gritos y risas en los que un grupo de niños se
enreda entre colchonetas, balones o combas, aparatos que yo odiaba de crío,
cuando nos tocó lidiar con una concepción del deporte malsana en aquellas
temibles clases de gimnasia y que hoy aseguran que estos niños, cuando lleguen
a adultos, atesoren un recuerdo muy distinto. Detrás de ese caos aparente, del
loco guirigay que componen cuarenta niños a la carrera, hay un método, que
encarna una Estela cronómetro en mano, secuenciando
sesión, decidiendo tiempos de estiramientos, de calentamiento dinámico, de
clásicos juegos como el “pilla-pilla”, de técnica de carrera, de salto de
altura con gomas, de habilidades y ejercicios básicos como skipping o carrera hacia atrás. Así, sin enterarse, el cuerpo en formación
de esos niños se irá transformando, afinándose, afirmándose.
Viendo a esos niños, observando alguna mirada
perdida, se vislumbra la inseguridad de algunos frente a la seguridad del que
se siente fuerte ya debido a un desarrollo más precoz o a mejores condiciones.
En ello están, en el crecer, en acelerar, en guiar el proceso del paso de la
inseguridad a la seguridad, a la que llegarán antes o después. La impaciencia
de la edad les hace imposible conocer que las destrezas se tardan en adquirir,
que no es un estado, que no eres lento o rápido, ágil o torpe; que vendrá un
día en que todos lleguen a unos mínimos. Que el que mira con envidia al que
salta con suficiencia, está en camino y también lo logrará. Tras la sesión, después
del juego, progresiones para transferir, lo que, viene a significar entrenar
atletismo sin ser consciente de ello.
Estela construye la base para que los niños y niñas,
cuando salgan de sus manos y pasen al club, ya bajo la dirección de Juan
Carlos, estén plenamente coordinados, y realicen cada ejercicio correctamente,
con buenas posturas, asimilados ya conceptos básicos en la práctica deportiva
como el calentamiento, el estiramiento o comprendan en qué consiste el
entrenamiento.
Otro de los objetivos a conseguir, igual de
importante, es la sociabilidad, que los niños aprendan a relacionarse, evitar
que se junten en grupos o grupitos. Todos hemos sido niños; los hay tímidos, de
desarrollo más precoz o tardío, de diferente carácter, los que se distraen con
más facilidad. El atletismo como instrumento de integración.
Un club de base, una escuela de atletismo en Ciudad
Rodrigo desde 2001 con identidad y funcionamiento propio, con un uniforme
–recuerdo el inocente orgullo de mis primeras camisetas de equipo de
baloncesto- y un nombre que acoge a todos y que, en principio, participa en
cualquier competición, aunque en Ciudad Rodrigo no existen juegos escolares, sí
se compite habitualmente en carreras de campo a través, atletismo en pista o jornada de atletismo divertido a nivel provincial,
además de alguna otra prueba local, donde se trata de transmitir que ganar está
fenomenal, pero que nunca ha de ser lo más importante.
Es un periodo de transición, cuerpos en
construcción, en camino a lograr su mejor versión. A los 12 años se da un nuevo
paso en el aprendizaje, de un proceso lúdico al de la iniciación al
entrenamiento, en el que se encadenan Escuela-Club-Vida; donde se transmiten
unos valores como la disciplina, el sacrificio, la humildad –no en vano, uno de
los atletas favoritos de Juan Carlos es Fermín
Cacho, no solo por palmarés- o el rigor cara a alcanzar una meta, algo válido y
valioso para cualquier campeón fuera de las pistas, en la carrera más dura de
todas, la de la propia la vida.
El club es un mundo distinto. Ya Estela y Juan
Carlos, ojos habituados, desde el principio aprecian las cualidades de cada
niño cara a su futura elección de disciplina, donde ya se pondrá en práctica el
trabajo específico que demanda cada una. La escuela es una forma de construir
los cimientos que se desarrollarán en el futuro, en función de muchos más factores que el simple
talento, en edades complicadas, no hay que olvidarlo.
Observando la desoladora pista donde trabajan es
imposible no asociar la escena a la tradición del atletismo castellano, la de
recios hombres solitarios peleando contra el tiempo y la distancia –que es al
final el atletismo-, por infinitos campos castellanos de inalcanzable horizonte, sin que las circunstancias y el escenario faciliten la
aventura, pues ni el inclemente clima, ni los útiles o instalaciones son los
más adecuados para encarar naturalmente el camino más recto para ser el
mejor, o al menos el mejor que cada uno puede ser, que ya es mucho.
Tendemos a pensar que precisamente contar con una
pista de tartán descarnada en estado ciertamente comatoso, unos vestuarios más
del XX que del XXI o unas máquinas que parecen retrotraernos a una España de
hace 50 años, al final puede ser hasta beneficioso, porque convertirá en más
duro al atleta, cuyo objetivo es ser más fuerte y resistente que los demás, que
esos obstáculos añadidos por una realidad rural castellana en proceso de desmantelamiento,
al final representan un estímulo, un acicate, un plus cara a alcanzar la
invulnerabilidad ante las circunstancias. Pero seamos serios, se trata de una
suerte de componente legendario del que nos gusta tirar para convivir con lo
inevitable, con lo que nos vuelve a tocar aportar algo más de reconocimiento a
toda esa ristra de campeones y puestos de honor a pesar de tercas realidades en
contra. Al final todo el castillo de naipes, todos los éxitos dependen del
trabajo y empuje de una sola persona, como tantas veces en nuestra sociedad, lo
que no deja de resultar entre admirable e inquietante.
El club es otro estadio. Cuerpos en esa etapa
crucial que es la adolescencia en viaje lanzado hacia la perfección, la de sus
cuerpos a la caza de la fuerza que proporciona el desarrollo muscular, también
la resistencia o la velocidad para alcanzar el máximo en la la disciplina que
ejecutan.
Resulta evidente la exigente y depurada técnica que
requiere el salto de altura o longitud, el triple salto, las vallas o el
lanzamiento, pero a la mayoría le sorprendería descubrir que algo que se nos
antoja tan básico como correr, es extremadamente técnico, que requiere de un
trabajo que no cesa para mantener la ortodoxia. Aunque todos conocemos grandes
campeones cuyo correr ni de lejos era perfecto, como Michael Johnson o Emil
Zátopek, aquí se tiende a la perfección y la perfección es, por principio y en
esencia, belleza; es un cuerpo suspendido en el aire, lanzado hacia el futuro,
contra el tiempo, marcado por el ritmo de metrónomo que marca el leve y fugaz
apoyo del pie sobre el mullido tartán. Es tratar de mantener ese volar lo más
posible sabiendo que es imposible, que lo que parece fácil de inicio precede a
lo complicado y a la crispación final de la voluntad sobre las posibilidades
del propio cuerpo, cuando la fuerza se ha esfumado y la armonía es un mero
recuerdo, ordenarle lo que no cabe para tratar de llegar más lejos, cada nueva
incursión algo más allá, hasta la misma excelencia del músico. En el
atletismo esa excelencia es objetiva o no es, no ha lugar a engaño o subterfugio.
El atleta, una distancia o longitud y el tiempo como severo juez de veredicto
inapelable.
Una temporada que comienza el 1 de noviembre y acaba
el 31 de octubre, con picos a principios de
verano -además de los correspondientes en invierno con el campo a través y la
pista cubierta, que parece será realidad próximamente en Salamanca- en la que
chicos que parecen sanos, no sólo físicamente, sino también “espiritualmente”,
compaginan estudios (en general buenos estudiantes), con entrenamientos. Lamentablemente
en estos tiempos las posibilidades de becas para deportistas se han reducido, con lo que hay menos asideros
o puentes para que las perlas en estado embrionario, a las que también se les
exige acertadamente un mínimo de resultados académicos, se desarrollen y, en su
caso, eclosionen. Cuenta Juan Carlos que
en su deporte, durante el transcurso de estos veinte años, sí ha notado un leve
cambio en la mentalidad de los chavales de hoy que, como espejo de nuestra
sociedad, reflejan cierto desapego con el valor de lo que se tiene, pero eso nos
pasa a todos, hechos a tener demasiado que no necesitamos, acostumbrados a oír
sin escuchar las lecciones de nuestros mayores, cuando vivieron tiempos
despiadados, escuela de vida donde todo se apreciaba en su justa medida.
Estos chicos, mientras entrenan, hablan con los
términos propios de su jerga, plagada de números sin complemento, que
representan una realidad que solo comprenden los iniciados: “un 250”, “un
1.25”, a “3.35”, tras duras series e intervalos donde se alteran intensidad y
recuperación.
La jornada de trabajo es seria pero relajada. El
atletismo, la preparación de las puestas de largo en competición oficial con
jueces y resultados, el cotidiano trabajo para ser el mejor posible en la cita,
no es divertido como lo puede ser un partidillo de fútbol o baloncesto, antes
del partido de liga oficial, tras el trabajo puramente técnico o estratégico. Esa
aridez del trabajo diario necesariamente ha de contribuir a la forja del especial
carácter del atleta.
Entre 45 licencias federativas de jóvenes, en un
deporte duro, número siempre en progresión, son una importante excepción, como
todos los chicos que practican cualquier deporte, frente a esa lacra que amenaza latente, la del sedentarismo de una
chavalería menos habituada que nunca a jugar, a levantarse del sofá, a alejarse
de pantallas esclavizantes.
Mientras converso con Juan Carlos junto a la pista,
mientras corrige gestos a los chavales en la toma de una curva o en el segundo
paso de un salto, defectos que escapan a mi ojo inexperto, me habla del escaso
reconocimiento social e institucional a las gestas de unos chavales, que algo
hay de triste en acostumbrarse a tener campeones autonómicos, como si nacieran
por generación espontánea, como si no hubieran de seleccionarse, cultivarse y
trabajar, sobre todo trabajar, para después merecer mayor gratitud y cariño.
Hubo un momento en que el club necesitaba crecer, exigía
una nueva fase, lo que provocó el desplazamiento de su centro de Sancti
Spiritus, creando escuelas en otras localidades (como Ciudad Rodrigo en 2001, La
Fuente de San Esteban en 2003 y Vitigudino en 2011), abriendo
la vía que Juan Carlos detectaba, el necesario crecimiento y la posibilidad de
recepción de nuevos integrantes. Fue un
poco porque sí, porque era lo que tocaba en su desarrollo natural, como lo fue
el propio nacimiento del club, que fue el lógico paso siguiente a todos
aquellos chavales que Juan Carlos comenzó entrenado en varios deportes, ninguno
atletismo, simplemente porque le gustaba el deporte, y tenía ese don algo
innato para manejar y liderar grupos y tratar con chavales con ambas manos: la
firme y la suave. Participaciones
ocasionales en carreras demostraron a propios y extraños que sus jugadores eran
mejor que muchos corredores. Como contaba, el siguiente paso era obligado, el
de crear un club de atletismo, con posteriores momentos decisivos, como el de
rechazar la integración en clubes más grandes y asentados de Salamanca.
Detrás de un proyecto que abarca tantos años,
necesariamente se ha de alojar una gran pasión, firme cimiento que puede ser
suficiente para el primer arreón, no para el propósito serio de largo alcance.
Esa ilusión fue tejiéndose y adquiriendo más firmeza con los mimbres del conocimiento
y del estudio orientado pero libre, del autodidacta que sí, hoy luce las
mayores titulaciones nacionales en el campo de estudio del atletismo, pero que imagino
no olvida el método de antaño, el mejor jamás inventado: el del ensayo – error.
Capaz de autocuestionarse desde su experiencia para llegar al camino hoy
plenamente contrastado en una trayectoria reconocida no solo por los logros
deportivos, sino a través de su colaboración con los estamentos deportivos que
cuentan habitualmente con Juan Carlos para jornadas técnicas, cursos y
organización de campeonatos. Un mundo, el del entrenamiento, en el que no es
fácil encontrar la tecla y donde ni mucho menos está garantizado que un buen
atleta llegue a ser en el futuro un buen entrenador, oficios bien distintos.
Sobre sus herramientas, Juan Carlos se vale de las nuevas armas de la
tecnología lo justo, siendo su preferido el trabajo de campo, el que realmente
da y quita.
Hoy Rincón Oeste viene a ser un crisol en el que convergen los variados
ámbitos que integran la escena atlética: el deporte de base, el atletismo en formación, el deporte
profesional y el popular, hoy tan en boga.
Sobre el deporte profesional, con cierta mala prensa
últimamente, comparto opinión con Juan Carlos, que diagnostica se halla en un
periodo de transición, al borde de un mundo distinto donde puede que todavía
salga mucha mierda, purga necesaria para que el enfermo se recupere, cercenando
miembros enfermos, que harán crecer más fuerte el deporte limpio que amamos, el
que se transmite sin matiz desde Rincón Oeste, el que solo merece ese nombre, donde nunca el
fin puede justificar los medios y donde yo pienso que puede que la opinión
pública haya comprendido que su papel no ha de ser el de ponerse en guardia
ante lo que siempre se interiorizaba como ataques injustificados, más que en
predisposición para tratar de saber lo trascendental: la verdad. Porque, al
final, Juan Carlos considera que las trampas no sirven más que para hacer más
grande al decente, al noble, a ellos mismos. Cuando habla sobre el tema, mezcla
dos palabras antagónicas: pesimismo e ilusión, por lo que ha de venir a corto y
largo plazo respectivamente, de las que saldrá algo mejor, seguro.
Del otro hilo que señalaba, el del deporte popular,
el club también se ha nutrido, como España entera, de esta última fiebre por la
carrera, siendo muchos los corredores de todas las edades a los que se asesora
en sus entrenamientos. Es un mundo del que me siento parte, aunque mi
experiencia data casi de los albores de esta locura, con casi la misma edad en
recuerdos que Rincón Oeste. Aquí igualmente, tanto él como yo, vemos mucho
positivo pero también mucho que no nos gusta, que bien podría resumirse en la
inconsciencia, irresponsabilidad o pose que en algo también viene a pervertir
el mismo concepto de deporte como actividad paciente, templada y hasta lógica.
El club es pequeño y tiene las limitaciones de un
club de pueblo, donde las instalaciones, como antes señalaba, son las que son,
pero que además no fija población, con lo que no es raro que algunos chavales
acaben marchando a estudiar o trabajar a otra parte, o simplemente elegir otras
vías para desarrollarse como atletas. En esos casos, en la voz y mirada de Juan Carlos, se mezcla el orgullo
del artesano que hace bien su trabajo, que deja un atleta sabio y bien formado,
con la inevitable añoranza. De su saber hacer, valga otra muestra destacable:
la de que a pesar de que la carrera o el fondo es su suerte favorita, no existe
especialización alguna dentro del club, abarcándose todas las disciplinas y
logrando menciones y éxitos en varias que poco tienen que ver, como los
lanzamientos o el salto, digno de mérito sobre todo cuando se llega a
determinados niveles de máxima competitividad, donde el entrenador especialista
casi se supone.
Lo habéis olvidado, pero muchas palabras después,
Álvaro de Arriba continúa corriendo, y en apenas dos zancadas, revalidará su
subcampeonato de España absoluto. Puede que entiendas que esa ha de ser la
respuesta a la pregunta que formulaba al principio del artículo, que valió la
pena hipotecar casi todos los fines de semana de la vida de Juan Carlos y
Estela para otro éxito de los de campanillas. Me vale esa respuesta, claro, ya
que evidentemente es un logro de altura, aunque creo que sería más correcto
rastrearla en todas las razones que se enumeran a lo largo de estas páginas.
Mereció la pena siempre, porque a pesar de los momentos bajos en forma de
inevitables ingratitudes, roces o malentendidos, fue una buena forma de
afrontar la vida la de ayudar a construir otras, porque quizá la razón
fundamental es que ésta sigue existiendo.
Otra razón podría ser también el intimidante gran reto
del próximo año, el de clasificar a Álvaro para los Juegos Olímpicos de Río. Espero
y confío que lo conseguirán, pero no hay que olvidar que la preparación de
un atleta de élite es vivir en el filo,
cuando la afinación es tan precisa, tan cercana al eventual contratiempo en
forma de lesión o simple error, capaz de echar al traste el trabajo de todo un
año, que se ha de ser consciente de que el éxito depende de muchos más factores
de los controlables realmente.
Se consiga o no, no hay que olvidar que la gran
aportación de este club es el trabajo con niños y mayores que nunca soñarán con
correr en una pista repleta de
espectadores y a los que nunca le pedirán una entrevista; es el transmitir el
amor por el deporte como elemento
enriquecedor y hasta vertebrador de existencias, como casi una forma de vida.
Pero este último párrafo no son más que trampas y
arabescos de escritor, por lo que le pido a Juan Carlos que me responda de
forma rápida a la pregunta de si ha merecido la pena y me responde que por
supuesto, sobre todo porque hoy tiene más ilusión que nunca. Quién no firmaría
esa declaración vital cada día, tras veinte años de dedicación.
Una última pregunta: ¿Por qué atletismo? Juan
Carlos, contundente: “Porque es la base de la vida”.
Yo entiendo la respuesta, no sé si la entiendes tú.
*El artículo se centra en dos nombres: Estela y Juan
Carlos, pero ambos aludieron a muchas personas, con o sin nombre, que a lo
largo de estos 20 años hicieron y hacen posible esta encomiable cadena de
recuerdos: entrenadores y monitores auxiliares, muchos padres que echaron la
mano en tantos viajes de fin de semana,
voluntarios en la organización de carreras y claro, cada uno de esos
niños hombres que forman parte o un día se pusieron la camiseta azul de los de Santis o de la que desde hace tiempo es la del Club de
Atletismo Rincón Oeste, el que poco a poco fue abriéndose fronteras para hoy
aglutinar a deportistas en todo el territorio nacional.
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