En la tibia oscuridad de la habitación, sobre la cuna, se
adivina su pequeño cuerpo dormido boca abajo; los brazos pegados al cuerpo, las
manos con las palmas hacia arriba en una posición incómoda, poco natural, como
tantas otras veces. Cuando me siente moverme en la habitación, Abril se
revuelve tímidamente.
Es hora de despertar. A finales de su segundo agosto entre
nosotros, ya veterana, repite en nuestra
feria de teatro. Pagar una entrada y colocarse al borde de un escenario, para
una niña de poco más de un año, podría considerarse, en cierto modo, algo
absurdo, ya que, al fin y al cabo, para ella la vida cada día es sentarse en
una platea y esperar a que comience la función, porque todo ocurre casi por
primera vez, todo viene a ser un gran teatro, vehículo de emociones.
Mientras Abril busca que el mundo suceda, yo pago mi entrada
buscando una representación del mundo ya vivido, soñado o temido; que a través
del humor o la tragedia, de la música de Juan del Enzina o Bach, de nuevas
palabras o de esas antiguas que nunca envejecen, las de Lázaro, Santa Teresa o Edipo, me
entretengan, me hagan reflexionar o admirar la insólita belleza que es capaz de
crear el hombre a través del arte, facultad no solo reservada a la naturaleza.
Porque, al fin, los temas son los mismos
de siempre. Entre ellos, pertinaz, la ambición de poder y sus consecuencias.
Entre ellas, lejana pero segura, otro niño acostado en la
misma postura que Abril, algo mayor que ella, que también parece dormir. Sin embargo, a pesar
de acercarte, a pesar de cogerlo suavemente entre tus brazos, no se despereza
ni se mueve, acunado para siempre por una eterna nana marina. La muerte no amaga, está o no está.
Observando su cuerpo hace tan poco despierto, casi vivo, nace en tu interior
una primera pulsión irracional fermentada entre la rabia y la pena. Estéril
rebelión la de tratar de volver atrás, la de evitar lo inevitable. Vuelves a la
realidad y te niegas a ir más allá, a pensar en la agonía de un niño muriendo
ahogado sin comprender qué ocurre, sin siquiera adivinar que existía un
doloroso final para todo lo que le rodeaba. La inocencia no valora ni
decisiones del pasado ni expectativas de futuro.
Hace tiempo que llegué a la conclusión de que saber vivir es
aprender a mirar, es aprender a morir. Aprender
a mirar, denodado esfuerzo, tarea fútil la de tratar de recuperar la
fascinación de los ojos de Abril filtrando como extraordinario lo que sucede de
ordinario, la sorpresa ante cada maravilla, todo lo bueno que hay alrededor. Como
seguro fue para Aylan conocer el mar que, sin él saberlo, encarnaba el heraldo
de su muerte prematura. Aprender a morir, transitar las fugaces o espesas
etapas vitales para acercarse serenamente al fin, a esa despedida en
que la naturaleza sabia te priva de la vida cuando ya no se quiere vivir.
Aylan no tuvo la oportunidad de recorrer su propio camino y
demostrar su temple después de toda una
vida. Supo qué era vivir
compulsivamente, pero no tuvo tiempo para la calma, para intentar comprender qué es ser un hombre.
Y no puedo evitar cierto sentimiento de culpa:
- Por haber escrito un artículo como “Imagina”,
sobre la odisea de los refugiados, en apariencia, duro; en realidad, de tramposo final feliz.
-
Porque cuando vi tu foto por primera vez, las
lágrimas difuminaron mi mirada, pero ya no ocurre, me acostumbré a tu cuerpo
frío y empapado sobre la arena.
-
Por verme reflejado en los enormes ojos de Abril
mientras me sonríe.
-
Por evitar pensar en todos los niños que no
llegan a la playa cada día y que no son fotografiados.
-
Por poder abrazarte fuerte, Abril, mientras
pienso qué será ese último instante en que se escapa un hijo de tus brazos
arrastrado por el mar. Si es posible vivir y seguir adelante con el veneno de
ese recuerdo.
Prisioneros del tiempo, de un destino maldito que se repite
día tras día, donde la noche apenas es una tregua y ya se hace la luz sobre
Tebas. La cotidiana tragedia se ha de volver a representar.
3 comentarios:
No encuentro calificativos. Es una suerte leerte. Y un milagro encontrar escritores del alma como tú.
No encuentro calificativos. Es una suerte leerte. Y un milagro encontrar escritores del alma como tú.
Gracias,Manuel, me alegro de que te gustara. Reconforta aún más por venir de donde viene. Ambos sabemos que somos de sensibilidad afín. Abrazo.
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