Norman Mailer, Dostoievski, Pessoa, Unamuno, Chirbes, Delibes, Céline o Camus, así, sin pensarlo mucho,podría ser una buena lista de mis escritores favoritos. Por lo leído hasta ahora, mucho cambiarían las cosas si pronto no formará parte de ella John Berger, al que conocí justo cuando murió, concretamente a través de un par de artículos de buenos guías: José Luis Puerto y Peio H. Riaño. Lo curioso es que aún no he entrado en contacto con su faceta de divulgador y crítico de arte, sino a través de la de puro autor literario, con un escribir lúcido, sencillo y profundo. Aquí os dejo un texto de "Puerca tierra", su "Epílogo histórico", una magnífica reflexión sobre la relación del hombre con la tierra, sobre el papel del campesinado en la Historia.
«La tierra muestra a quienes valen y a quienes no sirven para nada.» Opinión de un campesino citada por Jean Pierre Vernant en Mythe et Pensée Chez les Grecs. (Vol. 2, París, 1971.)«El campesinado consiste en pequeños productores agrícolas, quienes, sirviéndose de unos sencillos aperos y del trabajo de sus familias, producen principalmente para su propio consumo y para el cumplimiento de sus oblígacíones para con quienes detentan el poder polítíco y económico.» Theodor Shanin, Peasants and Peasant Societies. (Londres, 1976.)
En el siglo XIX existía una tradición
según la cual los novelistas, los cuentistas e incluso los poetas
ofrecían al público una explicación histórica de su obra, a menudo en la
forma de un prefacio. Inevitablemente, un poema o un cuento tratan de
la experiencia individual; el modo cómo esta experiencia se relaciona
con las evoluciones y los cambios a una escala mundial puede y debe
estar implícito en la escritura misma: éste es precisamente el reto que
plantea la «resonancia» de un idioma (en cierto sentido, cualquier
lengua, al igual que cualquier madre, lo sabe todo). Sin embargo, en un
poema o un cuento no suele ser posible hacer totalmente explícita la
relacíón entre lo particular y lo universal. Quienes intentan hacerlo
terminan escribiendo parábolas. De ahí, el deseo del escritor de dar una
explicación en torno a la obra o las obras que ofrece al
lector. Esta tradicíón se estableció precisamente en el siglo XIX por
que ése fue un siglo de cambios revolucionarios el que la relación entre
el individuo y la historia se hizo consciente.
La escala y el ritmo de los cambios en
nuestro siglo son incluso mayores. Y, sin embargo, es raro que un
escritor hoy intente explicar su libro. El argumento que se ha venido
ofreciendo es que la obra de imaginación que el autor ha creado debería
bastarse a sí misma. La literatura se ha elevado a sí misma al rango de
arte puro. O eso se supone. La verdad es que la mayor parte de la
literatura, ya esté dirigida a un público de élite o a las masas, ha
degenerado en pura diversión.
Yo me opongo a esa transformación por
muchas razones, entre las cuales la más sencilla es que es un insulto
para la dignidad del lector, para la experiencía que se trata de
comunicar y para el escrítor. Por eso he escrito este ensayo.
La vida campesina es una vida
dedicada por entero o a la supervivencia. Esta es tal vez la única
característica totalmente compartida por todos los campesinos a lo largo
y ancho del mundo. Sus aperos, sus cosechas, su tierra, sus
amos pueden ser diferentes, pero, independientemente de que trabajen en
el seno de una sociedad capitalista, feudal, u otras de más difícil
clasificación, independientemente de que cultiven arroz en Java, trigo
en Escandinavia o maíz en Sudamérica, en todas partes se puede definir
al campesinado como una clase de supervivientes. Durante el último siglo
y medio, la tenaz capacidad de los campesinos para sobrevivir ha
confundido a los administradores y teóricos. Todavía hoy se puede decir
que los campesinos componen la mayor parte de los habitantes del globo.
Pero este hecho oculta otro más importante. Por primera vez en la historia se plantea la posibilidad de que esa clase de supervivientes pueda dejar de existir.
Puede que dentro de un siglo los campesinos hayan desaparecido. En la
Europa Occidental, si los planes salen conforme fueron previstos por los
economistas, en veinticinco años no quedarán campesinos.
Hasta hace muy poco tiempo, la campesina
había sido siempre una economía dentro de otra economía. Esto fue lo
que hizo posible que sobreviviera a las transformaciones globales que se
dieron en el seno de la macroeconomía en la que estaba inserta: feudal,
capitalista, socialista incluso. Con esas transformaciones el modelo
campesino de lucha por la supervivencia se vio modificado, pero los
cambios definitivos se forjaron en los métodos empleados con el fin de
extraerle una plusvalía: trabajos obligatorios, diezmos, arriendos,
impuestos, aparcerías, intereses sobre los préstamos, normas de
producción, etc.
A diferencia de cualquier otra clase
trabajadora y explotada, el campesinado siempre se ha sustentado a sí
mismo, y esto lo convirtió, hasta cierto punto, en una clase aparte. En
tanto en cuanto producía la plusvalía necesaria, se integraba en el
sistema económico-cultural histórico. En tanto en cuanto se sustentaba a
sí misma, se encontraba en la frontera de ese sistema. Y creo que se
puede decir tal cosa incluso de aquellas épocas y aquellos lugares en
los que los campesinos componen la mayoría de la población.
Si pensamos que la estructura jerárquica
de las sociedades feudales o de las sociedades asiáticas era más o
menos piramidal, el campesinado formaba la base del triángulo. Esto
significaba, como en el caso de todos los pueblos de frontera, que el
sistema político y social les ofrecía el mínimo de protección. Por eso
tenían que valerse por si mismos: en el seno de la comunidad y en el de
la familia extensa. Mantenían o desarrollaban sus propias leyes y
códigos de comportamiento tácitos, sus propios rituales y creencias, sus
propios conocimientos y su propia sabiduría transmitidos oralmente, su
propia medicina, sus propias técnicas y, en ciertos casos, su propia
lengua.
Sería un error pensar que todo esto
constituía una cultura independiente, a la que no afectaban las
transformaciones técnicas, sociales y económicas de la cultura
dominante. A lo largo de los siglos la vida campesina ha sufrido
modificaciones, pero las prioridades y valores de los campesinos (su
estrategia para sobrevivir) constituyeron una tradición que sobrevivió a
cualquier otra en el resto de la sociedad. La relacíón tácíta de esta
tradición campesina, en cualquier momento de la historia, con la cultura
de la clase dominante ha sido, por lo general, subversiva y herética.
«No huyas de nada», dice un refrán campesino ruso, «pero no hagas nada».
La fama de astutos que se atribuye universalmente a los campesinos es
un reconocimiento de esta tendencia a la reserva y la subversión.
Ninguna clase ha sido o es más
consciente que el campesinado en lo que respecta a su economía. Ésta
determina o influencia de forma consciente cada una de las decisiones
que un campesino toma cotidianamente. Pero la suya no es la economía del
comercíante, ni tampoco la economía política burguesa o marxista. El
autor que ha escrito con mayor conocimíento de causa, basándose en su
experiencia personal, acerca de la economía campesina fue el agrónomo
ruso Chayanov. Quien quiera comprender el campesinado, entre otras
muchas cosas, ha de retrotaerse a los escritos de Chayanov.
El campesino no imaginó nunca que lo que
se extraía de su trabajo era plusvalía. Se podría decir que el
proletariado sin conciencia política tampoco es consciente de la
plusvalía que crea para sus patronos; pero esta comparación es equívoca,
pues al obrero, al trabajar por dinero en una economía monetaria, se le
puede engañar fácilmente con respecto al valor de lo que produce,
mientras que la relación económica del campesino con el resto
de la sociedad siempre ha sido transparente. Por un lado, su familia
producía o intentaba producir lo que necesitaban para vivir, y por el
otro, él veía que quienes no habían trabajado se apropiaban parte de ese
producto, el resultado del trabajo de su familia. El campesino sabía
perfectamente lo que se le extraía, pero no lo consideraba plusvalía por
dos razones, material la primera y epistemológica la segunda. 1) No era
plusvalía porque las necesidades de su família todavía no estaban
garantizadas. 2) Una plusvalía es un producto final, el resultado de un
proceso consumado de trabajo y de cumplimiento de ciertos requisitos.
Para el campesino, sin embargo, las obligaciones que le imponía la
sociedad tomaban la forma de un obstáculo preliminar. Este
obstáculo era a menudo insuperable. Pero era al otro lado del mismo en
donde operaba la otra mitad de la economía del campesino, en virtud de
la cual su familia trabajaba la tierra para garantizar sus propias
necesidades.
El campesino podía pensar que las
obligaciones inmpuestas eran un deber natural o una injusticia
inevitable, pero en cualquier caso eran algo por lo que tenía que pasar
antes de iniciar la lucha por la supervivencia. Primero tenía que
trabajar para sus amos, luego para él mismo. Aun cuando fuera aparcero,
la porción de la cosecha del amo se anteponía a las necesidades
básicas de su familia. Si ello no fuera demasiado suave para el
trabajo, apenas imaginable, que el campesino carga a sus espaldas, se
podría decir que esas obligaciones impuestas tomaban la forma de un
hándícap permanente. Era a pesar de éste cómo la familia tenía
que iniciar la lucha, ya de por sí desigual, contra la naturaleza, a fin
de ganarse su propia subsistencia mediante su propio trabajo.
Así, el campesino tenía que superar el
hándícap permanente de que le arrebataran una «plusvalía»; tenía que
vencer, en la mitad de su economía dedicada a la subsistencia, todos los
riesgos de la agricultura: malas cosechas, tormentas, sequías,
inundaciones, plagas, accidentes, empobrecimiento del suelo, pestes, y
sobre todo, estando en la base, en la frontera, con una protección
mínima, tenía que sobrevivir a las catástrofes sociales, políticas y
naturales: guerras, plagas, fuegos, pillajes, etc.
La palabra superviviente tiene
dos significados. Denota a alguien que ha vivido y superado trances
muy, duros. Y también denota a la persona que ha seguido viviendo cuando
otras han desaparecido o perecido. Es en este segundo sentido como yo
utilizo el término en relación con el campesinado. Los campesinos eran
aquellos que continuaban trabajando, a diferencia de los muchos que
morían jóvenes, emigraban o terminaban en la pobreza más total. En
ciertos períodos los que habían sobrevivido eran ciertamente una minoría. Las
estadísticas demográficas nos dan una idea de las dimensiones de los
desastres. La población de Francia en 1320 era de diecisiete millones.
Un poco más de un siglo después era de ocho millones. Hacia 1550 había
vuelto a subir a veinte millones. Cuarenta años más tarde descendíó a
dieciocho millones.
En 1789, la población era de veintisiete
míllones, veintidós de los cuales correspondían a la población rural.
La revolución y los adelantos científicos del siglo XIX ofrecieron al
campesino tierras y una protección física que hasta entonces no había
conocido; al mismo tiempo lo expusieron al capital y a la economía de
mercado; hacía 1848 había comenzado el gran éxodo rural hacia las
ciudades, y hacía 1900 sólo quedaban en Francia ocho millones de
campesinos. El pueblo abandonado ha sido quizá casi siempre, y lo es hoy
con toda certeza, una característica del medio rural: representa el
escenario de los que no han sobrevivido.
Una comparación con el proletariado de
los primeros tiempos de la revolución industrial podría clarificar lo
que quiero decir por clase de supervivientes. Las condiciones de vida y
de trabajo de los primeros obreros industriales condenaron a millones de
ellos a una muerte temprana o a la invalidez de por vida. Pero la clase
en su conjunto, su número, su capacidad, su poder, estaban creciendo.
Era una clase comprometida con (y sometida a) un proceso de contínua
transformación e incremento. No fueron las víctimas de los padecimientos
que extrañaba las que determinaron su carácter de clase, como sucede en
una clase de supervivientes, sino más bien las demandas y quienes
lucharon por ellas.
A partir del siglo XVIII aumentan las
poblaciones de todos los países; primero poco a poco y luego
drásticamente. Para el campesinado, sin embargo, esta experiencia
general de una nueva seguridad de vida no podía borrar de su memoria de
clase los siglos pasados; las nuevas condiciones, incluyendo aquellas
proporcionadas por unas mejores técnicas agrarias, suponían nuevas
amenazas: la comercialización y colonización a gran escala de la
agricultura, la insuficiencia de unas parcelas de cultivo cada vez más
pequeñas para el sustento de familias enteras y, por consiguiente, la
emigración en gran escala a las ciudades, en donde los hijos y las hijas
de los campesinos eran asimílados a otra clase.
El campesinado del siglo XIX era todavía
una clase de supervivientes, con la diferencia de que aquellos que
desaparecían ya no eran los que huían o morían a resultas de las
hambrunas y las pestes, sino los que se veían forzados a abandonar el
pueblo para convertirse en asalariados. Hemos de añadir que bajo estas
nuevas condiciones algunos campesinos se hicieron ricos, pero tras una o
dos generaciones también dejaron de ser campesinos.
Puede parecer que el decir que el
campesinado es una clase de supervivientes no hace sino confirmar lo que
las ciudades, con su arrogancia habitual, han dicho siempre de ellos:
que están atrasados, que son una reliquia del pasado. Los propios
campesinos, sin embargo, no comparten la visión del tiempo implícita en
esas opiniones.
Incansablemente consagrado a arrebatar
la vida de la tierra, atado a un presente de trabajo interminable, el
campesino ve, no obstante, la vida como un interludio. Esto queda
confirmado en su familiaridad cotidiana con el ciclo del nacimiento,
vida y muerte. Esta visión podría llevarle a ser religioso; sin embargo,
la religión no se encuentra en los orígenes de su actitud, y, en
cualquier caso, la religión de los campesinos nunca se ha correspondido
plenamente con la de los gobernantes y los curas.
El campesino ve la vida como un
interludio debido al movimiento dual, opuesto en el tiempo, de sus ideas
y sentimientos, movimiento que a su vez se deriva de la naturaleza dual
de su economía. Sueña con volver a una vida sin hándicaps. Está
decidido a transmitir a sus hijos los medios para sobrevivir (y, de ser
posible, más seguros en comparación con los que él heredó), Sus ideales
se sitúan en el pasado; sus obligaciones son para con un futuro que él
mismo no vivirá para ver. Tras su muerte, no será transportado al
futuro: su noción de inmortalidad es diferente: volverá al pasado.
Estos dos movimientos, hacia el pasado y
hacía el futuro no son tan opuestos como puede parecer a primera vista,
porque básicamente el campesino tiene una visión cíclica del tiempo.
Son dos maneras diferentes de girar en torno a un círculo. Acepta la
secuencia de los siglos sin convertirla en algo absoluto. Quienes tienen
una visión del tiempo unidireccional no admiten la idea del tiempo
cíclico: les da vértigo moral, pues toda su moralídad se basa en la
relación causa-efecto. Quienes tienen una visión cíclica del tiempo no
tienen gran inconveniente en aceptar la convención del tiempo histórico,
que no es sino la huella de la rueda que gira.
El campesino se imagina una vida sin
hándicaps, una vida en la que no se vea obligado a producir primero una
plusvalía antes de proveer su propio sustento y el de su familia, como
un estado originario del ser que existía antes del advenimiento de la
injusticia. El alimento es la primera necesidad del hombre. Los
campesinos trabajan la tierra para producir el alimento necesario para
sustentarse. Y, sin embargo, se ven obligados a alimentar a otros antes,
a menudo al precio de pasar hambre ellos mismos. Ven cómo el grano de
los campos que ellos han labrado y cosechado, en su propia tierra o en
la del amo, les es quitado para alimentar a otros, o es vendido asimismo
para el beneficio de otros.
Por mucho que se considere que las malas
cosechas son una fatalidad del destino, o que el amo/propietario lo es
debido al orden natural de las cosas, independientemente de las
explicaciones ideológicas que puedan ofrecerse, el hecho básico está
claro: ellos, que pueden alimentarse a sí mismos, se ven obligados a
alimentar a los demás. Tal injusticia, razona el campesino, no puede
haber existido siempre, y así imagina un mundo justo en sus comienzos.
En sus comienzos, un estado de justicia primordial para con el trabajo
primordial de satisfacer la necesidad primordial del hombre. Todas las
revueltas campesinas espontáneas han tenido como objetivo la
restauración de una sociedad campesina justa e igualitaria.
Este sueño no es la versión usual del
sueño del paraíso. El paraíso, tal como hoy lo entendemos, fue
seguramente la invención de una clase relativamente desocupada. En el
sueño campesino, el trabajo no deja de ser necesario. El trabajo es la condición de la igualdad.
Los ideales de igualdad marxista burgués presuponen un mundo de
abundancia; exigen la igualdad de derechos para todos delante de una
cornucopia; la cornucopia que construirán la ciencia y el desarrollo del
conocimiento. Lo que cada uno de ellos entiende por igualdad de
derechos es, por supuesto, muy diferente. El ideal campesino de igualdad
reconoce un mundo de escasez, y su promesa es la de una ayuda mutua
fraternal en la lucha contra ésta y un reparto justo del producto del
trabajo.
Estrechamente relacionado con su
aceptación de la escasez (en tanto que superviviente), se encuentra su
reconocimiento de la relativa ignorancia del hombre. Puede admirar el
saber y los frutos de éste, pero nunca supone que el avance del
conocimiento reduzca en modo alguno la extensión de lo desconocido. Esta
relación no antagonista entre lo desconocido y el saber explica por qué
parte de su conocimiento se acomoda a lo que, desde fuera, se define
como superstición o magia. No hay nada en su experiencia que le lleve a
creer en las causas fínales, precisamente porque su experiencia es tan
amplia. Lo desconocido sólo se puede eliminar dentro de los límites de
un experimento de laboratorio. Unos límites que a él le parecen
ingenuos.
Opuestos al movimiento de las ideas y
los sentimientos del campesino con respecto a la justicia en el pasado
se encuentran otras ideas y sentimientos dirigidos hacia la
supervivencia de sus hijos en el futuro. En la mayor parte de los casos,
los segundos son más fuertes y conscientes. Los dos movimientos se
equilibran solamente en la medida en que juntos le convencen de que el
interludio del presente no puede juzgarse en sus propios términos;
moralmente, se juzga en relación con el pasado; materialmente, en
relación con el futuro. Estrictamente hablando, nadie es menos
oportunista que el campesino (si dejamos a un lado la oportunidad
inmediata).
¿Qué piensan o sienten los campesinos
con respecto al futuro? Dado que su trabajo implica la intervención o la
ayuda en un proceso orgánico, la mayoría de sus actos están orientados
hacia el futuro. El hecho de plantar árboles es un ejemplo obvio, pero
también lo es igualmente el ordeñar una vaca. Todo lo que hacen tiene un
carácter anticipatorío y, por consiguiente, siempre inacabado. Conciben
este futuro, al que se ven forzados a empeñar todos sus actos, como una
serie de emboscadas. Emboscadas de riesgos y peligros. El futuro más
probable, hasta hace poco, era el hambre. La contradiccíón fundamental
de la situación del campesino, el resultado de la naturaleza dual de su
economía, era que siendo ellos quienes producían el alimento, eran ellos
también los que tenían más probabilidades de pasar hambre. Una clase de
supervivientes no puede permitirse el lujo de creer en una meta en la
cual la seguridad o el bienestar están garantizados. El único futuro es
la supervivencia; y ése ya es un gran futuro. Por eso más les vale a los
muertos volver al pasado, en donde dejan de correr riesgos.
El
camino del futuro cruzado de futuras emboscadas es la continuación del
otro camino viejo por el que han llegado los supervivientes del pasado.
Esta imagen es adecuada porque es siguiendo un camino construido v
mantenido por generaciones de caminantes, como pueden evitarse algunos
de los peligros de los bosques, las montañas y las marismas
circundantes. El camino es la tradición transmitida mediante
instrucciones, ejemplos y comentarios. Para el campesino, el futuro es
este estrecho camino a través de una extensión indeterminada de riesgos
conocidos y desconocidos. Cuando los campesinos colaboran entre sí para
luchar contra alguna fuerza externa, y el impulso para hacerlo es
siempre defensivo, adoptan una estrategia de guerrilla: que es
precisamente una red de pequeños senderos que cruzan un medio hostil
indeterminado.
La visión que tiene el campesino del
destino humano, visión que yo estoy tratando de esbozar aquí, no era,
hasta el advenimiento de la historia moderna, esencialmente diferente de
la de las otras clases. Basta con pensar en los poemas de Chaucer,
Víllon, Dante; en todos ellos, la Muerte, a la que nadie puede escapar,
sirve como sustituto de un sentido generalizado de incertidumbre y
amenaza frente al futuro.
En diferentes momentos según los
lugares, la historia moderna empieza con el principio del progreso en
tanto que objetivo y motor de la historia. Este principio nació con el
advenimiento de la burguesía como clase, y todas las teorías modernas de
la revolución lo han hecho suyo. La lucha entre el capitalismo y el
socialismo en nuestro siglo es, a un nivel ideológico, una pugna sobre
el contenido del progreso. Hoy, en el mundo civilizado, la iniciativa de
esta lucha está, al menos temporalmente, en manos del capitalismo, el
cual argumenta que el socialismo sólo produce atraso. En el mundo
subdesarrollado el «progreso» del capitalismo está desacreditado.
Las culturas del progreso conciben una
expansión futura. Miran hacia delante porque el futuro ofrece esperanzas
aún mayores. En los momentos más heroicos, esas esperanzas llegan a
minimizar la Muerte (La Rivoluzione o la Morte!). En sus
momentos más triviales, la ignoran (la sociedad de consumo). El futuro
se concibe como algo opuesto al camino representado conforme a los
cánones de la perspectiva clásica. En lugar de parecer que se va
estrechando al alejarse en la distancia, se hace cada vez más ancho.
Una cultura de superviviencia concibe el
futuro como una secuencia de actos de supervivencia repetidos. Cada
acto es como introducir el hilo por el ojo de la aguja; el hilo es la
tradición. No se prevé un aumento generalizado.
Si comparando ahora los dos tipos de
cultura consideramos sus visiones del pasado y del futuro, veremos que
son simétricamente opuestas.
Esto puede ayudar a explicar por qué una experiencia determinada en una cultura de superviviencia puede tener una significación
totalmente opuesta a la que tendría otra experiencia similar o
comparable en el seno de una cultura del progreso. Tomemos como ejemplo
clave el conservadurismo del campesinado, su tan traída y llevada
resistencia al cambio; todo el conjunto de actitudes y reacciones que a
menudo (pero no invariablemente) ha permitido que ciertas sociedades
rurales fueran clasificadas entre las fuerzas que se alinean a favor de
la derecha.
En primer lugar, hemos de observar que
las clasificaciones las hacen las ciudades conforme a un guión
histórico, perteneciente a la cultura del progreso, que enfrenta a la
derecha y la izquierda. El campesino rechaza ese guión, y no es tonto al
hacerlo, pues en él, independientemente de que gane la derecha o la
izquierda, se prevé su desaparición. Sus condiciones de vida, el grado
de explotación y sufrimiento, pueden ser extremos, pero no puede
contemplar la desaparición de lo que da sentido a todo lo que sabe, que
es precisamente su deseo de sobrevivir. Ningún otro trabajador se
encuentra nunca en esta posición, pues lo que da sentido a su existencia
es o bien la esperanza revolucionaria de transformarla, o bien el
dinero que recibe a cambio de su vida como asalariado y que gasta en su
«verdadera vida» como consumidor.
Todas las transformaciones que pueda
imaginar el campesino implican su volver a ser «el campesino» que fue.
El sueño político del obrero industrial es transformar todo lo que hasta
ahora le ha condenado a su situación de trabajador. Esta es una de las
razones por las cuales una alianza entre obreros y campesinos sólo puede
mantenerse en el caso de un objetivo específico (la derrota de un
enemigo exterior, la expropiación de los terratenientes) en el que ambas
partes están de acuerdo. Normalmente no es posible una alianza general.
Para entender el si nificado del
conservadurismo del campesino en relación con el conjunto de su
experiencia, hemos de examinar la noción de cambio desde una óptica
diferente. La idea de que el cambio, la crítica, la experimentación,
florecieron en las ciudades y emanaron de ellas es un cliché hístórico.
Lo que a menudo se pasa por alto es que el carácter de la vida cotidiana
en las ciudades permitía ese tipo de investigación. La ciudad ofrecía a
sus habitantes cierta seguridad, continuidad, permanencia. El grado
dependía de la clase a la que pertenecía cada ciudadano, pero en
comparación con la vida rural, todos los habitantes de las ciudades se
beneficiaban de cierta protección.
Había sistemas de calefacción que
contrarrestaban los cambios de temperatura, iluminacion para hacer más
leve la diferencia entre la noche y el día, medios de transporte que
reducían las distancias, una relativa comunidad que compensaba de las
fatigas; había murallas y otros sistemas defensivos contra los ataques,
había una ley efectiva, había asilos y hospitales para los ancianos y
enfermos, había bibliotecas que preservaban el conocimiento escrito,
había una amplia variedad de servicios, desde panaderos y carniceros a
médicos pasando por mecánicos y albañiles, a los que se podía recurrir
cuando una necesidad amenazaba con alterar el curso habitual de la vida,
había convenciones que regían el comportamiento social y que los
forasteros estaban obligados a adoptar («allá donde fueres … »), había
edificios diseñados como promesas de continuidad y monumentos alzados en
su honor.
Durante los dos últimos siglos, y a
medida que las doctrinas y teorías urbanas sobre el cambio se han ido
haciendo cada vez más vehementes, no ha dejado de incrementarse el nivel
y la eficacia de esa protección. Últimamente, el aislamiento del
habitante de las ciudades es tan total, que ha pasado a resultar
sofocante. El ciudadano vive solo en un limbo bien atendido: de ahí su
interés reciente, y por necesidad ingenuo, en el campo.
El campesino, por el contrario, carece
de toda protección. Cada día experimenta no sólo más cambios, sino
también más directamente relacionados con su existencia, que cualquier
otra clase social. Algunos de éstos, como los de las estaciones o el
proceso de envejecer y la consiguiente pérdida de energías, son
predecibles; otros muchos, como las variaciones del tiempo de un día
para el otro, como la muerte de una vaca atragantada con una patata,
como la caída de un rayo, como las lluvias demasiado tempranas o
demasiado tardías, como la niebla que destruye los brotes, como el
endurecimiento de las exígencias por parte de quienes se llevan su
plusvalía, como una epidemia, como una plaga de langosta, son
impredecibles.
En realidad, la experiencia de cambio
del campesino es más intensa de lo que cualquier lista, por larga y
completa que sea, puede sugerir. Por dos razones. En primer lugar, su
capacidad de observación. Apenas se produce un cambio en el entorno del
campesino, ya sea en las nubes o en las plumas de la cola del gallo, sin
que él se dé cuenta de ello y lo interprete en términos del futuro. Su
actividad como observador no cesa nunca, de forma que siempre está
registrando cambios y reflexionando sobre ellos. En segundo lugar, su
situación económica. Ésta suele ser tal que incluso el cambio más leve
hacia peor, una cosecha que produzca un veinticinco por ciento menos que
el año precedente, una caída del precio en el mercado del producto
cosechado, un gasto inesperado, puede tener consecuencias desastrosas o
casi desastrosas. Su observación no deja pasar inadvertido el menor
signo de cambio, y sus deudas magnífican la amenaza real o imaginaria de
una gran parte de lo que observa.
Los campesinos conviven cada hora, cada
día, cada año, con el cambio, de generación en generación. En sus vidas
apenas hay otra constante que la constante necesidad de trabajo. Crean
sus propios rituales, rutinas y hábitos en torno al trabajo a fin de
arrebatar cierto significado y continuidad al ciclo implacable del
cambio; un ciclo que en parte es natural y en parte resultado del girar
incesante de la piedra de molino que es la economía en la que viven.
La inmensa variedad de las rutinas y los
rituales vinculados al trabajo y a las diferentes fases de la vida
(nacimiento, matrimonio, muerte) constituye la protección del campesino
frente a un estado de fluir incesante. Las rutinas del trabajo son
tradicionales y cíclicas: se repiten todos los años y, en ocasiones,
todos los días. No sólo se mantiene la tradicíón porque parece ser la
mejor garantía de éxito con el trabajo, sino también porque, al repetir
la misma rutina, al hacer la misma cosa de la misma manera que su padre o
el padre de su vecino, el campesino se otorga una continuidad y, por
tanto, experimenta conscientemente su propia supervivencia.
La repetición, sin embargo, es sólo y
esencialmente formal. Las rutinas de trabajo de los campesinos son muy
diferentes de la mayoría de las rutinas de trabajo urbanas. Cuando un
campesino repite una tarea determinada, siempre hay elementos en ella
que han cambiado. El campesino está continuamente improvisando. Su
fidelidad con la tradición es sólo aproximada. La rutina tradicional
determina el ritual del trabajo; su contenido, como todo lo que él
conoce, está también sujeto al cambio.
Cuando un campesino se resiste a la
introducción de nuevas técnicas o métodos de trabajo, no lo hace porque
no vea sus posibles ventajas (su conservadurismo no tiene nada que ver
con la ceguera o con la pereza), sino porque cree que esas ventajas,
dada la naturaleza de las cosas, no pueden estar garantizadas y si
fallaran, él se vería solo, aislado, desgajado de la rutina de la
supervivencia. (Quienes trabajan con los campesinos en los planes de
mejora de la producción deberían tener esto en cuenta. La ingenuidad del
campesino lo hace abierto a los cambios; su imaginación le exige una
continuidad. Los llamamientos urbanos al cambio suelen estar basados en
todo lo contrario: ignorar la ingenuidad, que tiende a desaparecer con
la extrema división del trabajo; prometen la imaginación de una nueva
vida.)
El conservadurismo campesino, en el
contexto de su experiencia, no tiene nada que ver con el conservadurismo
de la clase dirigente privilegiada ni con el conservadurismo servil de
cierta pequeña burguesía. El primero es un intento, por vano que sea, de
hacer absolutos sus privilegios; el segundo es una manera de apoyar a
los poderosos a cambio de cierto poder delegado sobre las otras clases.
El conservadurismo campesino apenas defiende privilegio alguno. Lo que
explica el que, para la gran sorpresa de los teóricos políticos y
sociales urbanos, los pequeños campesinos se hayan aliado tan
frecuentemente para la defensa de los campesinos ricos. No es un
conservadurismo del poder, sino del significado. Representa un almacén
(un granero) de significado preservado de la amenaza que supone para las
vidas y generaciones el cambio continuo e inexorable.
Muchas otras actitudes campesinas suelen
entenderse erróneamente o se les da un significado opuesto, como
intentaba sugerir la figura en la que la cultura de la supervivencia y
la cultura del progreso se oponen de forma simétrica. Por ejemplo, se
cree que los campesinos son interesados, cuando la realidad es que el
comportamiento que ha dado lugar a esta idea se deriva de hecho de un
profundo recelo con respecto al dinero. Por ejemplo, se dice que los
campesinos no suelen perdonar nada, y, sin embargo, siendo como es
cierto, este rasgo no es sino el resultado de la creencia en que una
vida sin justicia carece de sentido. Es raro que un campesino muera sin
ser perdonado.
Llegados a este punto hemos de hacernos
la siguiente pregunta. ¿Cuál es la relación contemporánea entre el
campesinado y el sistema económico mundial del que forman parte? O, para
formularla en los términos de nuestra reflexión sobre la experiencia
campesina: ¿Qué significación puede tener esa experiencia hoy en un
contexto global?
La agricultura no requiere
necesariamente la existencia de campesinos. El campesino británico fue
aniquilado (salvo en ciertas zonas de Irlanda y Escocia) hace más de un
siglo. En Estados Unidos no ha habido campesinos en la historia moderna
porque el índice de desarrollo económico basado en el intercambio
monetario fue demasiado rápido y demasiado total. En Francia, en la
actualidad cada año abandonan el campo unos 150.000 campesinos. Los
planificadores económicos de la CEE prevén la eliminación sistemática
del campesinado para el final del siglo, si no antes. Por razones de
orden político a corto plazo no utilizan la palabra eliminación, sino el
término modernización. La modernización entraña la desaparición de los
pequeños campesinos (la mayoría) y la transformación de la minoría
restante en unos seres totalmente diferentes desde el punto de vista
social y económico. El desembolso de capital con vistas a una
mecanización y fertilización intensiva, el tamaño necesario de la granja
que ha de producir exclusivamente para el mercado, la especialización
en diferentes productos de las zonas agrícolas, todo ello significa que
la familia campesina deja de ser una unidad productiva y que, en su
lugar, el campesino pasa a depender de los intereses que le financian y
le compran la producción. La presión económica, imprescindible para el
desarrollo de este plan, la proporciona la caída del valor en el mercado
de los productos agrícolas. En Francia hoy, el poder adquisitivo del
precio de un saco de trigo es tres veces menor que hace cincuenta años.
La persuasión ideológica la proporcionan todas las promesas de la
sociedad de consumo. Un campesino intacto era la única clase social con
una resistencia interna hacia el consumismo. Desintegrando las
sociedades campesinas se amplía el mercado.
En gran parte del Tercer Mundo, los
sistemas de tenencia de la tierra (en muchas zonas de América Latina un
uno por cien de los propietarios posee el sesenta por ciento de la
tierra cultivable y el cien por cien de la más productiva), la imposidón
de monocultivos para el beneficio de las empresas capitalistas, la
marginalizadón de las granjas de subsistencia y, sólo y únicamente
debido a ello, el ascenso de la población, hacen que cada vez más y más
campesinos se vean reducidos a un estado de pobreza tal que, sin tierra,
sin semillas, sin esperanza, pierden toda su identidad social previa.
Muchos de estos excampesinos se aventuran en las ciudades, en donde
forman una masa compuesta por millones de personas; una masa, como no la
había habido nunca antes, de vagabundos estáticos; una masa de
sirvientes desempleados. Sirvientes en el sentido de que esperan en los
suburbios, arrancados de su pasado, excluidos de los beneficios del
progreso, abandonados por la tradición sin nadie a quien servir.
Engels y la mayoría de los marxistas del
siglo XX predijeron la desaparición del campesinado frente a la mayor
rentabilidad de la agricultura capitalista. El modo de producción
capitalista aboliría la producción del pequeño campesinado «como la
máquina de vapor aplasta a la carretilla». Estas profecías subestimaban
la resistencia de la economía campesina y sobrevaloraban el atractivo
que podría tener la agricultura para el capital. Por un lado, la familia
campesina podía sobrevivir sin beneficios (la contabilidad de los
costos no se puede aplicar a su economía); y por el otro, para el
capital, la tierra, a diferencia de otros productos, no es infinitamente
reproducible, y la inversión en la producción agrícola termina
enfrentándose a algún imperativo y produce menores ingresos.
El campesino ha sobrevivido más tiempo
del que le habían pronosticado. Pero durante los últímos veinte años, el
capital monopolista, mediante sus empresas multinacionales, ha creado
una nueva estructura del todo rentable, la «agribusiness», por medio de
la cual controla el mercado, aunque no necesariamente la producción, y
el procesado, empaquetado y venta de todo tipo de productos
alimenticios. La penetración de este mercado en todos los rincones de la
tierra está acabando con el campesinado. En los países desarrollados
mediante una conversión más o menos planificada; en los países
subdesarrollados de forma catastrófica. Anteriormente, las ciudades
dependían del campo para el alimento, y los campesinos se veían
obligados, de una manera o de otra, a separarse de su llamado
«excedente». No falta mucho para que todo el mundo rural dependa de las
ciudades incluso para el alimento que requiere su población. Cuando
suceda esto, si llega a suceder realmente, los campesinos habrán dejado
de existir.
Durante estos mismos veinte años, en
otras partes del Tercer Mundo (China, Cuba, Víetnam, Camboya, Argelia),
ha habido revoluciones en nombre del campesinado. Es demasiado pronto
para saber qué tipo de transformación de la experiencia campesina
lograrán esas revoluciones y hasta qué punto serán capaces los gobiernos
de mantener un conjunto de prioridades diferentes de las impuestas por
el mercado capitalista mundial.
De lo que llevo dicho hasta aquí se
deduce que nadie en su sano juicio puede defender la conservación y el
mantenimiento del modo de vida tradicional del campesinado. El hacerlo
equivaldría a decir que los campesinos deben seguir siendo explotados y
que deben seguir llevando unas vidas en las cuales el peso del trabajo
físico es a menudo devastador y siempre opresivo. En cuanto uno acepta
que el campesinado es una clase de supervivientes, en el sentido en el
que he definido el término, toda idealización de su modo de vida resulta
imposible. En un mundo justo no existiría una clase social con estas
características.
Y, sin embargo, despachar la experiencia
campesina como algo que pertenece al pasado y es irrelevante para la
vida moderna; imaginar que los miles de años de cultura campesina no
dejan una herencia para el futuro, sencillamente porque ésta casi nunca
ha tomado la forma de objetos perdurables; seguir manteniendo, como se
ha mantenido durante siglos, que es algo marginal a la civilización;
todo ello es negar el valor de demasiada historia y de demasiadas vidas.
No se puede tachar una parte de la historia como el que traza una raya
sobre una cuenta saldada.
Cabe explicar esto con mayor precisión.
La notable continuidad de la experiencia y del modo de ver el mundo del
campesino adquiere, al estar amenazada de extinción, una inminencia sin
precedentes e inesperada. Hoy esa continuidad ya no afecta sólo al
futuro de los campesinos. Las fuerzas que hoy están eliminando o
destruyendo al campesinado en la mayor parte del mundo representan la
contradicción de muchas de las esperanzas contenidas en su momento en el
principio de progreso histórico. La productividad no reduce la escasez.
La expansión del conocimiento no lleva inequívocamente a una mayor
democracia. El advenimiento del ocio en las sociedades industrializadas
no ha traído la satisfacción personal, sino una mayor manipulación de
las masas. La unificación económica y militar del mundo no ha conducido a
la paz, sino al genocidio. El recelo del campesino con respecto al
«progreso», al haber acabado éste por imponerse, mediante la historia
global del capitalismo monopolista y el poder que de ella emana, incluso
sobre quienes intentan encontrarle una alternativa, no está tan fuera
de lugar ni es tan infundado.
El recelo no puede formar por sí mismo
la base de un desarrollo político alternativo. La condición necesaria
para una alternativa tal es que los campesinos lleguen a tener una
visión de ellos mismos como clase, y esto implica, no su eliminación,
sino el que consigan poder en tanto que clase: un poder que, al ser
asumido, transformaría su experiencia de clase y su carácter.
Mientras tanto, si nos fijamos en el
curso que más probabilidades tiene de seguir la historia mundial en el
futuro, concibiendo ya la ulterior extensión y consolidación del
capitalismo monopolista en toda su brutalidad, ya una lucha prolongada y
desigual contra él, una lucha cuya victoria no es segura, puede que la
experiencia de supervivencia del campesino esté mejor adaptada para esta
dura y lejana perspectiva que una esperanza progresiva, continuamente
reformada, desencantada e impaciente, en la victoria final.
Por último, tenemos la función histórica
del propio capitalismo; una función que ni Adam Smith ni Marx
previeron. El papel histórico del capitalismo es destruir la historia,
cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda
la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir. El capital solo
puede existir como tal si está continuamente reproduciéndose: su
realidad presente depende de su satisfacción futura. Esta es la
metafísica del capital. Según ella, la palabra crédito, en lugar de
referirse a un logro pasado, se refiere solo a una expectativa futura.
Hasta qué punto dicha metafísica acabó
por dar forma a un sistema mundial, hasta qué punto ha sido traducida en
la práctica como consumismo, hasta qué punto ha prestado su lógica para
la categorización como atrasados (es decir, portadores del estigma y la
vergüenza del pasado) de aquellos a quienes el propio sistema se
encarga de empobrecer, son todas ellas cuestiones que exceden los
límites de este ensayo. Por lo general, nadie ha dado el valor que se
merece a aquella observación de Henry Ford: «La historia es una
patraña». Él sabía exactamente lo que se decía. La destrucción de los
campesinos del mundo podría constituir un acto final de eliminación
histórica.