Soy de Ciudad Rodrigo, pero como muchos otros de mi
tierra, había dado la espalda a una región vecina de contorno indefinido que
llamaban Hurdes, con connotaciones no diría negativas, sí misteriosas. Una
tierra a media hora de mi amada ciudad, un entorno entre geográfico y espiritual
con rasgos de identidad propios, delimitados históricamente por el propio
hurdano y por el forastero.
Sin embargo, el destino me trajo o llevó aquí o
allí, ya que veces no sé bien el lugar que habito, para quedar fascinado por lo
mostrado y por lo solo adivinado, por tanto por descubrir.
Las Hurdes, definidas por los valles y los ríos que
conforman las arrugas y cicatrices del que ha vivido mucho, montañas que
acogieron la misma vida que hoy se nos antoja difícil, que mucho antes lo fue
más, casi en el filo, casi milagrosa.
Montañas que son las olas de un mar agitado por las
vidas que fueron, por celebridades que pasaron y contaron. Y es que algo de eso
hay, al recorrer los vasos comunicantes de una sola comunidad, cuya vida es
impulsada por los corazones que son sus pocos pueblos mayores, sus muchas
alquerías. Hasta esas fantasmagóricas calles de despoblados siguen bombeando la
sangre de los ancestros, lugares en los que de una forma algo mágica, se sigue
escuchando el rumor de unas gentes ha mucho tiempo acogidas por la tierra que
amaron y pelearon.
Ya varios años recorriendo una tierra que apenas
vislumbré en paseos y entrenamientos, entendiendo el camino, entendiendo las
líneas de una tierra que siempre escribió claro, pero que en tantas ocasiones
se malinterpretó.
Años importantes para mí, que supusieron una suerte
de reconstrucción, un desandar, un nuevo futuro, sin duda la etapa más
trascendental y fructífera de mi vida, que para siempre quedará unida a unas
montañas en las que me adentro, casi cada día. Mi futuro se construyó sobre
cadáveres, imperfectas versiones de mí mismo, silenciados por el hormigón de
unos nuevos cimientos.
Ese proceso, aún en ejecución, se desarrollaba en
una tierra antaño condenada y castigada que no se resignó a morir, que se
agarró a las montañas para, de generación en generación, enseñar cómo se burla
al verdugo, para, como dijo el poeta, mostrarles el puño al destino.
La lucha, cuando es dura, genera víctimas, y las
víctimas, historias. Historias de animales y hombres, de hombres y espíritus,
de vida y de muerte. Un patrimonio unido a la deslumbrante y evidente riqueza
natural, ese tesoro oculto, seña de identidad de un territorio reivindicado por
las ilustres voces de los que se perdieron por aquí, las de los señores de
verdad y las de los señoritos de cartón piedra.
Hace tiempo que me comprometí a la tarea de conocer
las Hurdes y apenas comencé; sigo en ello, descubriendo sus caminos e historias
y no dudo que algún día, tal vez cuando ya no tenga que visitarlas
cotidianamente, tal vez cuando termine otras tareas de largo recorrido en que
sigo empeñaado, entonces, algo más seriamente, dentro del ámbito académico, tras
las huellas de otros muchos que patearon esta senda, me siga adentrando en sus
historias, rastreando su peculiar idiosincrasia. Siempre en señal de
agradecimiento por haberme acogido y haberme sentido casi hurdano.
Hoy los males son los mismos de mi tierra, el futuro
como amenaza siempre latente encarnada en una sola: el de pronto quedarnos sin
gente. Pero hay tantos que se resisten a marchar, que piensan no podrían vivir
fuera de aquí, que no soportarían el desarraigo Mucho más difícil fue años
atrás, mucho peor que lidiar con el precio de la aceituna y la cereza, aquello
fue un sobrevivir o un casi morir, cuando hubo que arrancar y agradecer a la
tierra cada fruto robado. Por eso, vuelvo al poeta para terminar: “El hoy es
malo, pero el mañana… es mío”
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