(Advertencia: Material inflamable. Si te exasperan
los niños o aún peor, los padres hablando de niños, sentimiento muy
comprensible, por otra parte, mejor no sigas leyendo)
En cuatro meses Abril se ha convertido en otra, pero
sus ojos, esos grandes ojos de luna que a veces, fruto del asombro, parecen
hasta demasiado grandes, son los mismos del principio; incansables, apenas
iniciaron su búsqueda.
Su cuerpo ya no es el tierno y suave saco desmadejado
que se desarmaba entre nuestros brazos, al que solo tensaba el dolor. Ahora se gobierna, responde, patalea con
fuerza, especialmente cuando se adivina que quiere hacer algo pero no acaba de
atinar el qué. Ofuscada, intenta atrapar todo un mundo entre sus largos dedos o
su diminuta boca. Ya no solo descubre su entorno, sino que vuelve a él y lo
reconoce, porque ya la vida no se reduce a una sucesión de primera veces.
Ya no parece tan frágil y vulnerable y el estado de
crispación casi continua cede. Es lo que deseas desde el primer instante, que
se convierta en más fuerte, pero también
con su consistencia y seguridad, desaparece algo que ya no volverá.
Aquel miedo a cogerla de los primeros días, la
delicada y estresante operación que era cambiarle un pañal ha desaparecido tras
tantas veces, pero aún no se convirtió en rutina. Sigue siendo especial y
divertido.
El llanto sigue estando ahí como su principal forma
de expresión, pero aparecen muchos sonidos y matices diferentes; es casi su voz,
y aquellas primeras sonrisas cuyos amagos rastreábamos al principio, ya son risa franca, hasta a veces carcajadas
desarmantes que hacen mirarse extrañados, plena y ridículamente felices a sus
padres.
Los primeros llantos causan la alarma en el padre
primerizo, siempre alerta, derrotado y vendido si no está la madre. El vivir de
una niña es extraño, descoloca; transcurre entre el súbito cambio entre la angustia
paralizante y la risa exultante. Son las caras de una misma moneda que de
continuo vuela en el aire y donde se pasa de uno a otro estado sin solución de
continuidad y sin razón aparente. Bueno, supongo que los motivos estarán ahí, y
para los niños serán bien claros, pero ni miles de años ni millones de niños,
experiencias hoy destiladas en el sacrosanto internet, nos harán comprender de
una santa vez.
Aprendes qué es un percentil, una palabra
intimidante y maldita que implica que
cada cierto tiempo toca colocar a tu hija en una tabla de números y
medir, que al final se extiende a comparar con otros, adivinándose que llevado
más allá, con el discurrir de los años, puede ser el germen de algo de insana
competición entre padres de niños cuando todos han de ser algo único, igual de
terribles, igual de maravillosos.
Un primer día en urgencias entras por la puerta del
centro cumpliendo con tu papel de novato, sabiendo casi seguro que no se trata
de nada importante, pero ese “casi” para un padre primerizo es demasiado y contra esa intranquilidad no hay internet o
consejo que valga.
Me gusta mirarlas, a Susana y Abril, sin que ellas
lo adviertan, cómo la madre abraza a la hija, cómo le ofrece la vida en sus
pechos. Sé que la madre sigue sufriendo. Lo mismo que salí espantado del parto,
también algo que no sabíamos es que para ellas, a menudo, no se acaban los
problemas, que ya parecen incontables, que después de la tortura del parto,
llega un tormento más tenue pero constante, igual de duro en algo ya de
aceptación sin fin.
Y descubres que la felicidad se encuentra en lo
cotidiano, en lo común, en la rutina que a diario, se despliega con escasas
variantes, que volverá a ocurrir al día siguiente una vez más, desde la sonrisa
de Abril tras verte al despertar, hasta
el baño y el masaje antes de dormir.
Seguro el día llegará en que mucho de esto y todo lo demás, se convertirá en algo
de deber o sacrificio, mas por ahora, no se me alcanza.
El miedo cede pero sigue ahí, de otra forma, en un
misterioso instinto de protección que se prolonga mucho más lejos, en algo que
viene a ser responsabilidad, en un temor a decepcionarla, en no cumplir con el
papel que elegí.
Mecerla, cogerla, engañarla para que duerma,
convertirme en guardián vigilante de sus sueños, porque a veces pienso que el
tiempo pasa deprisa y pronto ya no volverá a dormir entre mis brazos. Cada
sentido abierto en canal para recibir la cálida e inexplicable marea que
asciende por el pecho, que irradias sin remedio, que se vierte en tu sangre,
que se filtra, que empapa cada gramo de ti.
Ya son cuatro meses pero su padre mira a los limpios ojos de Abril que dicen mucho más. Sigo mirándolos, hechizado
como nunca me sentí, y aún no nos entendemos de verdad, pero ahí está todo, el
misterio de una minúscula vida en un planeta perdido de un universo infinito
que llegó a nuestros brazos un temprano día de abril en el que Marte se
encontraba asombrosamente cerca. Efectivamente, ahí está todo, todo el secreto.
La bendición y el milagro.
Supongo que llegará el día en que me acostumbre pero
aún no. Aún no. Todo sigue siendo INCREIBLE.
5 comentarios:
Catarata de almíbar, Daimiel, jajja.
Muy bien escrito. Imagino que todos los padres habrán pasado por eso, pero nunca lo había visto-leído tan claro.
Muy bonito, tus palabras están llenas de amor. Yo no soy madre pero visto desde fuera, me parece un gesto de generosidad enorme tomar la decisión de serlo. Disfrutad del camino junt@s. Un beso
Es algo especial, de verdad, más de lo que imaginé. ¡Gracias!
Genial!!
Da igual el tema sobre el que escribas (más si es sobre nuestros "pequeños reyes"), a mí me llegas.
Arturo
Increible descripción. muy bonita.
Y la foto, hummm, para comérsela!!
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