(Se reitera ADVERTENCIA: Material inflamable. Si te
exasperan los niños o aún peor, los padres hablando de niños, sentimiento muy
comprensible y razonable por otra parte, mejor no sigas leyendo)
Hace un par de semanas acudí a un médico por mi lesión de
rodilla, el que me preguntó por algunos datos personales. Una de las preguntas
era si tenía hijos, y he aquí lo bueno, mi primer impulso fue contestar que no,
como siempre hice durante toda mi vida. Rectifiqué a tiempo y, sonriendo –y éste
de qué se ríe, debió pensar el hombre-, dije: “Sí, una niña”. Me faltó
preguntarle:” ¿No le parece increíble?”, como si fuera algo excepcional en la
vida. Pero tal vez a mí me lo siga
pareciendo, que no acabe de encajar en el papel de padre.
Algo más de un año pegado a Abril, un año a través de Abril,
un año en el que el tiempo se encadenó a esos pequeños pies que hoy no paran de
acá para allá y se aceleró hasta la velocidad que marca el fugaz cambio de su
cuerpo.
Etapas que quedaron atrás, las de la vida misma, las que
fueron pasando de poco más que un bulto
palpitante a un cuerpo sonriente agitándose de espaldas sobre la
cama, después al increíblemente vivaz
gateo y al periodo en el que ahora nos
encontramos, el de un pequeño cuerpo desnudo en pañales que recorre las habitaciones desgranando sin pausa un vocabulario de veinte palabras alternado con
una jerga propia e incomprensible, un estado que se define por un inestable y precario caminar sin
descanso, que nos hace estar continuamente alertas, temerosos de escuchar el
sordo ruido que provoca una pequeña pero pesada cabeza contra el suelo, antesala
del súbito llanto, impetuoso y sin consuelo. Entonces toca estar ahí y
abrazarla, hasta que crezca y ya no se puedan calmar sus dolores, problemas o cuitas con un protector abrazo
paternal.
Ser padre, más que nunca ahora que Abril camina, se podría
reducir al papel de vigilante, a
mantenerla cerca y seguir esa vida al detalle, al instante; es estar pendiente
de lo que ocurra o pueda ocurrir, distinguir la falsa alarma lanzada por uno de
esos trastos generadores de diabólicos sonidos que abundan por casa, del
problema real, lo que provoca un estrés
agotador fácil de entender para el padre, difícil para los demás. Dada la
obcecación de un niño por investigar
cada rincón, por certificar cada lugar prohibido, se adivinan meses de
atención desmedida, años que transcurrirán hasta que ese sinvivir feliz se vaya
atenuando a medida que su autonomía deje de ser tutelada, que, con cautelas,
sea viable. Siempre amenazante la que se sabe peor calamidad, la casi
irreparable a corto plazo: la del sueño o el hambre. Porque como la cosa se
tuerza, estás jodido, tú y los demás. No hay posibilidad de escape, estés donde
estés, te toca apechugar, aguantar y atenuar los daños y molestias que cause a
los que haya a tu alrededor, especialmente complicado si el compañero, amigo o
convidado de circunstancia no soporta los críos.
Cuestión de carácter, de su carácter. Es simpática, se ríe a
menudo pero también se enfada y grita, rechaza con contundencia o violencia lo
que no quiere o lo que quería hasta que ya no lo quiere. Yo trato de
racionalizar, entender que evidentemente los niños no tienen la capacidad para
controlar sus emociones, pero no puedo negar que me acojono y no puedo evitar
pensar en esos críos problemáticos, carne de programas sensacionalistas, de
esos que no paran de romper cosas o hasta padres cuando son adolescentes.
Cuestión de carácter, de nuestro carácter. De cómo ha
influido en mi forma de ver la vida, de fijar prioridades y elegir, de cambiar
mi concepto de sacrificio o el de aceptar, de enseñarme mucho que me había
perdido y jamás habría entendido; por eso, como ya he escrito en alguna
ocasión, cuando veo críos pequeños con padres por la calle, me fijo en todos y
sonrío, cuando antes para mí eran invisibles ambos. También veo ese cambio en mis
padres para los que Abril se convirtió en una luz que no cesa, iluminando, a veces pienso que en exceso, existencias y hogares. Félix de Azúa dice que su hija le descubrió la
inocencia, que hasta entonces no la entendía, y yo ahora lo comprendo y sé que me queda mucho por aprender a medida
que Abril vaya creciendo.
Adquiere conocimientos y destrezas casi a diario y, algo
importante, es consciente de ello, sobre todo del efecto que causa alrededor,
buscando reconocimiento tras cada logro, emanando cierta insana vanidad. Hay
que admitirlo, a esas edades, los niños son como monillos de feria que cumplen
con su papel con entrega ante el entusiasmo de la entregada audiencia.
Catálogo de simples gestos en los que llama la atención que
se vuelva pilla, bromista, que ofrezca y niegue después para reírse de ti, que
te hace preguntarte si lo del sentido del humor, si la inclinación al juego y
la chanza, es innato o se aprende.
Medias sonrisas que dicen mucho más que las sonrisas. También interactúa
con otras imágenes, pone caras ridículas
o imita gestos absurdos, se pone mimosa y abraza con cariño (más a su madre) y bien
sabéis u os aseguro, que esa ternura desarma. O el asombro, su propio asombro ante el mundo y la vida, un
gesto de manual, el de la mano compartiendo lo extraordinario y el “¡oh!” de
rigor ante el mugido de una vaca o el vuelo de una mariposa.
Y caminar, erguirse, uno de los procesos que más se esperan,
claro. Abril no fue precoz en ese tema. Me contaba algún padre que lo peor era
el desriñonarse sujetando a los críos hasta que comienzan a andar. No sé, no
ocurrió especialmente así con Abril, ya que creo que empezó cuando le tocaba,
cuando estaba preparada, después de meses de loco gateo, de que sus piernas y
su confianza fueran lo suficientemente fuertes. En el recuerdo para siempre,
esos instantes maravillosos en que una tarde, de pronto, la ves incorporarse y
cruzar una habitación sobre sus pies sin caerse, ella y nosotros excitadísimos,
y las alboratadas albricias tras el logro.
Música. Hay unas claves que funcionan con todos los niños,
una de ellas es la música. Yo, que soy un convencido melómano desde chaval, que
tengo atestada la cabeza con nombres de músicos y sus músicas, puedo apreciar aún
mejor lo mágico del efecto que causa en la tierna mente de un niño, en cómo es
capaz de alterar estados de ánimo y llegar al fondo de nuestro mismo ser aún no
contaminado, demostrado a veces con un repertorio gestual desmedido, cuya espontaneidad
se irá perdiendo con la vergüenza y las convenciones que proporciona la
educación –al menos en privado-, lo que me hace pensar si no sería maravilloso
seguir demostrando de esa forma tan pura la misma pasión que algunos seguimos
atesorando. Eso sí, lamentablemente mis conocimientos musicales se han visto
enriquecido por nuevas propuestas (“cantajuegos”, “pica pica”, etc), algunas de
ellas enfermizamente pegadizas, capaces de perseguirte y acorralarte durante días enteros.
La de la galleta. A su
madre la conocían en el barrio como “la del bocadillo” y Abril está heredando
en casa el título de “la de la galleta”,
dado lo prolongado que puede llegar a ser el tiempo que en sus manos permanezca
un trozo ligeramente mordisqueado que a su vez sirva para ir pringando toda la casa,
con lo que ya ni os hablo de la merienda, tarea ímproba la de conseguir que
ingiera un puñado de cucharadas de papilla de frutas. Ella que siempre ha sido
muy activa, ahora que no para de caminar, se nos está quedando algo tirillas. Tema
aparte, será por eso que a menudo me termino todos los biberones porque sí, ser
padre es una experiencia sorprendente, maravillosa, gratificante y todo lo que
queráis, pero le falta un adjetivo más prosaico: es una experiencia cara, incluidas
esas extrañas leches de crecimiento, que espero le vengan bien a mi desarrollo.
Una noche de sábado estaba leyendo en mi mesa del rincón del salón.
Sonaba “Nimrod”, una de las Variaciones Enigma de Edward Elgar. En la oscuridad
de la habitación Susana bailaba con Abril en sus brazos, riendo las dos. Me
pregunté entonces si eso podía ser lo más próximo a la felicidad que había
conseguido llegar a estar en mi vida.
Todo sigue su curso natural, es así, y nada hay realmente noticiable o motivo de unas líneas. Pero sigue siendo extraordinario y perdería
algo si dejara de asombrarme, si, al acostarme y levantarme, dejara de
detenerme unos momentos admirado, mirando a Abril mientras duerme en
la cuna. Algo más de un año en los que sentir sus grandes ojos en mí, sigue
siendo una buena razón para escribir.
Vale.
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