El hombre no solo necesita al otro, necesita al
grupo, necesita sentirse parte de algo, quiere se le acoja bajo el manto de una
bandera, un nombre, unas siglas cuyas señas de identidad han de ser inmaculadas, testimonio de su fortaleza,
la de él, la del grupo, sea un equipo,
un partido, un país, un credo, al fin.
Solo el individuo tiene capacidad para ser responsable;
la organización, como tal, no dispone de esa facultad ya que en los mecanismos de
formación de su voz y voluntad, siempre se encuentra el hombre. Sin embargo, asumiendo
la ficción de la personalidad del grupo, cuando este exonera de responsabilidad
al culpable u oculta conductas punibles buscando un fin que es reconocido,
tácita o expresamente, como superior, sea el del grupo o el de la sociedad
entera, o la simple perpetuación de su poder, no solamente se convierte en una
conducta siempre reprobable éticamente, a veces penalmente, sino que todo ese
proceso implica un error de comprensión,
una interpretación equivocada del instinto de supervivencia aplicado al
colectivo.
El error de base es el de creer que la fuerza del
grupo, de la asociación, de la institución u organización descansa en la imagen
que se proyecta, no en la realidad, pero los hechos son tozudos y se engañe o
no al otro, la falla sigue estando ahí. Dada la sobreexposición actual, el
ruido de fondo que no cesa, quizá solo se busque la artera confusión de voces,
casi todas militantes, casi todas interesadas. Nos basta con defender nuestra verdad, no la verdad. Pero la
realidad siempre llegará para cobrar deudas, y siempre con intereses.
Es entonces cuando a veces se rompen las costuras y
se pretende cumplir con el deber, con nuestra responsabilidad, siempre gritando
muy alto, claro. Es ahí cuando nos toca asistir al espectáculo de lo grotesco,
como el de un arzobispo sustituyendo su deber con las víctimas de lo aberrante,
contraviniendo sus normas y mensaje, por un gesto que ahora solo puede sonar
vacío, el de humillarse antes el altar. O al espectáculo de lo descacharrante como
la comparecencia de toda una abogada del
Estado disertando sobre contratos en diferido, para siempre en la antología del
disparate. Al espectáculo de lo esperpéntico, tal que la dimisión menos dimisionaria que se haya presenciado, con
en el mamarracho de show de Magdalena Álvarez atizando rabiosa, esquivando
razones y al mismo sentido común. Al espectáculo de lo triste en esas defensas
por encima del bien y el mal a algún deportista español tramposo porque sí,
porque es español y nosotros lo valemos, en lugar tratar de castigar y evitar
comportamientos que ningún triunfo puede justificar.
En Alemania han dimitido ministros y hasta un Jefe de
Estado por motivos que, dado nuestro creciente umbral de lo tolerable, aquí
apenas serían noticia. Aquí una ministra ha estado a punto de aguantar una
legislatura entera sabiéndose sin lugar a dudas que se había beneficiado de una
red corrupta; el hecho de que lo supiera o no debería ser irrelevante si
hablamos de su idoneidad para ocupar un ministerio.
El vendaval que ya sopla, que retumba a lo lejos y amenaza con hacer saltar todo por los aires en
noviembre debiera tomar nota y no actuar tirando del manual de siempre, como se
ha hecho en el tema Errejón porque al final, la verdad es que yo, dado lo
intercambiable de actitudes y argumentos, no sabía si estábamos hablando de los
viajes de Monago o de un beca, y me quedo sin saber a qué coño iba Monago a
Canarias –nunca mejor dicho-, o si Errejón hacía algo más en la universidad
aparte de trincar pasta.
Todos sabemos que dentro de las organizaciones siempre hay
miembros “díscolos” que reniegan de este proceder, que protestan, pero no nos engañemos, se ve mal al que disiente de
la respuesta oficial. Al final creo que todo viene de esa tara atávica de
nuestra democracia: la de mal tolerar al que opina distinto, al ajeno por
obtuso, al propio por traidor; siempre tan prestos a tirar de drama y por la
tremenda, cuando la exposición de ideas distintas sobre asuntos públicos entre
ciudadanos, debiera ser el humus normal en el que se desarrollase una
democracia seria, civilizada, fuerte.
Si partimos de corromper en su acepción de
pudrir, en un organismo vivo, el miembro
que es –la mancha- o pudiera ser -la
sombra- huero, ha de ser extirpado para adaptarse y seguir adelante más fuerte
y capaz. Y ese proceso se ha de hacer sin alboroto y en silencio porque no
cabe otra, porque ser voz y mando de la ciudadanía requiere integridad absoluta
para ser legítima.
Sé que no es fácil, más partiendo de donde partimos. Se ha
de ser valiente para renunciar al compañero, para criticarlo, para apartarlo.
Puede que de ahí mi falta de fe, mi cobardía, mi incapacidad para formar parte
de organización alguna salvo un pintoresco club deportivo sin actas, registros
o cuotas.
Vale.
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