viernes, 27 de junio de 2014

Puño invisible: "Me extrañarás cuando arda"


Capítulo de puño invisible.

Will Oldham es uno de esos prolíficos cantantes que, oculto tras múltiples proyectos y máscaras, le basta con lo suyo, componer y cantar. Humilde y austero, viviendo a la vera de su guitarra, guarda en el cajón años de buenas críticas que nunca le alimentarán ni el ego, ni la tripa. Con ese extraño don artesano de saber fabricar grandes canciones que siempre parecen pequeñas. Aquí la lectura de Palace Brothers a cargo  de Soulsavers y Mark Lanegan. No se trata de complicar, basta que los que manejan las claves del circo,  le den al lamento el tono solemene y teatral que tan bien le cuadra a la poderosa voz de Lanegan.

"You will miss when I burn"

When you have no one,
No one can hurt you
When you have no one,
No one can hurt you

In the corners there is light
That is good for you
And behind you, I have warned you,
There are awful things

Will you miss me
When I burn, and will you eye me
With a longing
It is longing that I feel
To be missed for, to be real

When you have no one,
No one can hurt you
When you have no one,
No one can hurt you

Will you miss me
When I burn,
And will you close
The others' eyes, it would be
Such a favor
If you would blind them

There is absence, there is lack
There are wolves here abound
You will miss me
When I turn around

When you have no one,
No one can hurt you
When you have no one,
No one can hurt you



miércoles, 25 de junio de 2014

I Kilómetro Vertical de Las Hurdes


Casi seis meses para la primera carrera del de año y en menos de una semana, encaraba la segunda.  Seis días desde la santa paliza del ironman gallego y aún no sintiéndome completamente recuperado, la ocasión merecía no faltar: Primer Kilómetro Vertical de Las Hurdes, un tierra encantada que ya  considero muy mía.

Poco que contar. Salida prevista a las seis de la tarde desde Ladrillar en un horario que no me parece el más adecuado, ya que a pesar de que tuvimos suerte con el tiempo, un valle de Hurdes en una tarde de junio, perfectamente podía haberse convertido en un infierno.

Se partía del pueblo y se ascendía hasta el Cerro Mingorro, a más de 1.600 metros, la cumbre más alta de Hurdes. Nunca había corrido un kilómetro vertical y como siempre que voy a una carrera, no me había informado sobre el recorrido. Sabía que existía la opción de correr 10 o 16 kilómetros y pensé que la longitud de la ascensión era la primera. Aunque había corrido el jueves 14 kilómetros de pistas y no me sentí mal, empecé prudente, casi a cola, y durante toda la primera mitad de la subida he estado pasando corredores, más debido al afogonamiento de los que me precedían que a mi ritmo, que traté de mantener constante hasta arriba. Siempre digo que en una carrera de este tipo -tienes muy claro dónde hay que subir-, hay que ser prudente para disfrutar de la prueba, sobre todo gente sin experiencia.


Como decía, pensando que la cima distaba 10 kilómetros, poco antes del tres comienzo a caminar rápido en las partes más duras para ahorrar fuerzas.  Me he encontrado bastante bien y fácil, siempre guardándo algo de gasolina. Por eso, cuando he llegado arriba, a la meta del campeonato del kilómetro vertical, colocada en el kilómetro 6 con un tiempo de 58 minutos y en el puesto 34 (casi 100 participantes), me he quedado un poco desconsolado porque de haber sabido que era tan corta, la hubiera completado entera corriendo, no porque fuera a rebajar de forma relevante mi tiempo final sino por la bobada de decir que lo subí entero corriendo. En fin, ya me acercaré alguna mañana a hacer algún entreno y quitarme la espinita.

Después la carrera se convierte en cresteo a través de varias cumbres con la sorprendente cercanía de La Peña de Francia. Cuando en las zonas más fáciles acelero, tengo amagos de calambres en los gemelos -algo que casi nunca me ha ocurrido-. He aquí las secuelas del ironman. A pesar de que ello me obliga a ir más lento, en un instante que aparto los ojos del suelo, tropiezo y me  caigo, haciéndome un largo y profundo corte en la palma de una mano con una lancha que me cubre de sangre un cuadriceps, convirtiendo el percance en más aparatoso de lo que realmente es.


Como apenas he ido al monte este año, en el descenso me noto algo mas torpe de lo normal, sin esa familiar sensación de fluidez que se consigue con algo de práctica. Los kilómetros más fáciles, de senderos con algún duro repecho que nos conducen hasta meta, los hago con tiento por los avisos de mis castigadas piernas. Al final puesto 27; me hubiera gustado hacerla relamente a tope, sobre todo la segunda parte, con lo que creo que me hubiera metido fácilmente entre los 20 primeros, pero las circunstancias eran especiales y ya había firmado antes de salir una carrera como la del sábado.


Es cruzar la meta de un ironman y coger todas las manías del triatlón, como la de entrar andando en meta. El caso es que los últimos kilómetros vine charlando con un chaval de Montijo y tampoco era cuestión de ponernos a esprintar. En la foto me está llamando Isidro, el Alcalde de Azabal, con el que me hizo mucha ilusión coincidir y tomarme una cerveza.

Respecto a la carrera, el recorrido me pareció precioso, tanto la exigente ascensión al impornente Mingorro como la vuelta a Ladrillar a través de los senderos de la Ruta de Alfonso XIII,con algunos rincones espectaculares  que invitaban a recorrerlos caminando. Partes de nuestro futuro Ultratrail de Hurdes que se irá a septiembre u octubre, en función de mi examen.

De la organización, todo bueno: a pesar de que parece que habían quitado señales en el descenso, el camino tampoco daba lugar a mucho equívoco. Buena bolsa del corredor con productos de la zona, camiseta en meta y para los que se quedaron, merienda. Repetiremos.

"¡¡YO SOY ESPARTACO!!"

 Buena representación mirobrigense y algún arrimao

 Pablo.

Agus, que se fue en bici hasta Ladrillar y tuvo problemas con los calambres como bien se aprecia en la foto.

 Álvaro.

 Jesús San Matías

 Pedro.

Higinio y Titi Villares que se retiró en el km. 10 por esa dichosa lesión que le lleva años dándole la lata.

Imanol

sábado, 21 de junio de 2014

Northwest Triman, mi segundo ironman





Manuel Rivas cuenta historias de gallegos. A veces cuenta de náufragos y naufragios. Y cuenta la historia de Piñeiro que, tras hundirse su barco, pasó 26 horas agarrado a un tronco frente a las costas de Argelia. Fue el único superviviente, pero al principio, durante las primeras horas, compartió desgracia, temor y esperanzas con otros compañeros. Entonces era el único que tenía reloj y alguno le preguntaba cada poco: “¿Qué hora es, Piñeiro?”. Hasta que Piñeiro se hartó y mandó el reloj a tomar viento. Se acabaron las horas. Piñeiro es un tipo decidido, lo que también se traslucía cuando respondía a los que le gritaban agoreros “¡Vamos a morir, Piñeiro!” con su “¡No vamos a morir, hostia, no vamos a morir!”.

Aparte de la locura de mi ironman en solitario, mi relación con esta mítica prueba es una historia de naufragios, cuatro para ser exactos: Roth, Ironcat, Niza e Iberman; aunque Roth realmente ni lo cuento, ya que enfermé unos días antes de la prueba y creo que fue hasta algo irresponsable tomar la salida en un estado tan calamitoso. Culpemos a la ilusión y al hecho de saberme en el mejor estado de forma de mi vida. Si bien acostumbro a señalar a mis problemas de estómago o de asimilación de alimento durante y tras el segmento de bicicleta, así como a mi incapacidad para soportar el calor extremo, estoy convencido de que la verdadera raíz del problema se encuentra en mi falta de un entrenamiento suficiente para afrontar un reto de esta entidad. Puede que el entrenamiento adecuado no erradicara mis problemas, pero de seguro los aliviaría, proporcionándome más armas para la lucha. 

Hoy mi escudo es la experiencia en ultrafondo y el fiel conocimiento de mi cuerpo, que, tras la experiencia del domingo, sentí que se elevó algún grado más.  Por ello, mi actitud, que ya fue la correcta en el Iberman de octubre –donde me sorprendió un calor excesivo y un recorrido ciclista brutal-,  era de la imitar a Piñeiro: mandar bien lejos el reloj, olvidarme del cronómetro y seguir a lo mío: brazadas, pedaladas y zancadas hasta terminar, cruzar la meta sin pensar en tiempos. Mi objetivo era  sobrevivir.

Mis cifras de entrenamiento son públicas; cualquiera las puede leer en el margen del blog. No necesitan demasiada explicación, ya que nunca hago series ni nada parecido porque simplemente dejo de disfrutar, lo mismo que ya no hago piscina, gimnasio y apenas asfalto. Mi vida, -supongo que la de todos-, viene a resumirse en un proceso de destilación donde me voy quedando con lo que yo considero valioso, con esas poquitas cosas donde me reconozco, que me hacen feliz. Para mí el deporte se queda en una importante afición que he de gozar, lo mismo que disfrutaba el baloncesto que también practiqué desde crío y que decidí abandonar por razones bien distintas: el miedo a tener una lesión grave.

Reconozco que soy un privilegiado. Sé que con poco entrenamiento me basta para conseguir pruebas difíciles, algunas de las consideradas estrellas, no para hacerlas rápido, pero sí para terminarlas dignamente.

Y a pesar de mis, en principio, ridículas cifras de entrenamiento, yo el sábado por la noche le dije a Susana que esta vez tenía un buen presentimiento. Dejando de lado la natación, que reducía a cumplir el trámite,  sabía que el trabajo corto pero regular de los últimos dos meses, con el claro en el que sustituí mi tiempo de entrenamiento por el portugués, me había colocado en un estado de forma aceptable, sobre todo porque casi todos los kilómetros de bici habían estado llenos de pendientes en carreteras descarnadas donde es difícil obtener buenas medias y los de carrera de prácticamente todo el año, habían sido de tierra con mucha cuesta –que no monte-, condiciones que yo siento que  de día en día, me ponen un poquito más fuerte. Y otro motivo para esperanza fue el último entrenamiento serio –casi el único- del fin de semana anterior, donde los 25 kilómetros del sábado y los 120 del domingo en bici con puertos, me dejaron satisfecho porque quedé muy entero después de ambos.
Tal vez por ello, en la salida me seguía sintiendo un intruso en el triatlón pero entendía que esta vez tenía algo más, una especia de modo “CON”. Estaba CONCENTRADO y sabía que al menos durante la bici, lo iba a seguir estando, estaba CONFIADO, con una ilusión tremenda por llegar a esa meta, por ponerme esa camiseta que, como los futbolistas al pasar frente a la Copa de Europa, no quise probarme; estaba CONVENCIDO y trataría de no dejar de estarlo, mantener la calma y la serenidad cuando todo se torciera y me acosaran los malos pensamientos, buscando esos “pensamientos de oro” de los que habla también Manuel Rivas, cuando el náufrago piensa en tierra y en el hogar, marchando por unos instantes fuera del mar que le engulle. Buscaba también estar algo así como CONGRACIADO, entendido como una mezcla de fortuna o intangibles, o mejor  lo opuesto a esa desgracia que tan fácilmente puede dar al traste una carrera tan esperada, bien en forma de caída, avería o desfallecimiento. 

El día de autos comienza a las cinco de la mañana con un apresurado tupper de pasta en una solitaria y triste habitación de hotel de Narón, continúa con la revisión de los miles de achiperres que hay que tener en cuenta si quieres correr un ironman y que requieren de una detallada y extensa lista – se sorprendería al profano-, revisada una última vez antes de marchar hasta  As Pontes. Cuando aparco y me asomo al lago, aún es de noche pero parece que, a pesar de las previsiones, hace menos aire que el día anterior cuando literalmente hacía volar las bicis colgadas en la zona de transición. Es un espejismo, a la largo del día el viento se convertirá en el tirano sobre las ruedas. 

Por un momento, antes de bajar al lago, miro desde arriba las bicis colocadas en los boxes, las carpas, el lago. Todo transmite sensación de diáfano, de orden, la que se prolongará a lo largo de toda la prueba donde cada miembro de la organización cumplirá su papel con nota para que nosotros, los protagonistas, nos dediquemos a lo nuestro sin que ningún imprevisto ajeno nos estorbe, no solo cumpliendo con las expectativas del participante, sino aportando algo más en forma de trabajo y ánimos sin descanso. Se me debieron ir a cientos los gracias que grité o susurré duranté el día a todos los voluntarios y miembros de una organización modélica de principio a fin, una de las mejores de mi vida, yo que tengo el culo pelao de competir por todos lados.

Hace unos días le comentaba a la organización que le pongo una nota de 9.90, que le quito una décima por no cuidar la selección musical en esos minutos previos tan especiales al pistoletazo de salida –básicamente un hilo musical de ¿canciones de moda?-. Hace poco, escribiendo sobre la selección musical de nuestra Media de Ciudad Rodrigo, decía que hay dos formas de llegar al atleta, bien sea a través de un rock and roll básico para encenderlo, bien tirando del tono épico que tan fácil convence cuando nos encontramos tan propensos y desarmados. Ahí tenemos dos de las carreras más famosas del mundo que eligen, cada una una vía, como señas de identidad: “Las campanas del infierno”  de ACDC en el Tor des Geants y “La conquista del paraíso” de Vangelis en el Ultra Trail del Mont Blanc.

Ya propiamente en la salida, con el neopreno enfundado, frente a las calmadas aguas del lago, buscando esas boyas que siempre parecen demasiado lejanas, estamos todos juntos, casi apiñados, pero en el fondo nos encontramos algo solos, inundados por una reconfortante tensión que se desborda en nuestro interior. Yo busco una suerte de vacío interior, alejarme de todas las amenazas, nervios y miedos de otras ocasiones. Hay pocos momentos más propicios para la emoción en un deportista popular –me imagino que la élite sentirá algo parecido-, que los previos al inicio de un ironman. Hoy por hoy sigue siendo la prueba que más me motiva, puede que debido a mis fracasos, puede que porque no me considere un auténtico triatleta; me gusta nadar, montar en bici y correr pero la vida del triatleta de larga distancia es algo más. Ahora que las marcas en carreras cortas –y largas también-, ya no me dicen nada, el ironman resume el encanto, la esencia de  la resistencia en soledad, mi verdadera pasión. De pronto, alguien rompe el hechizo y comenzamos a aplaudir, primero lento, luego más rápido hasta el climax final donde toca recorrer el primer minuto del ironman y solo pensar en el siguiente. Son las 7 de la mañana.

Ahí estaba yo, en la línea de salida de la NATACIÓN (3,8 kms.).  Sé perfectamente lo que tengo entre manos, dieciséis kilómetros en dos semanas de río. Hasta para mí es poco; pero las semanas de mal tiempo me impidieron entrenar algo más hasta estos últimos días para tratar de hacer algo el cuerpo y mantener el piloto automático sin estridencias. Casi te diría mi tiempo antes de entrar al agua: hora y media. La buena señal es que hice las dos vueltas con poca diferencia. Sabía que no tenía entrenamiento, que ni siquiera había completado la distancia en alguna ocasión, así que el objetivo era mantener un ritmo cómodo y no arriesgar gastando fuerzas a lo tonto, fuerzas que necesitaría más tarde, librándome de esa frustrante sensación final de tirar del agua sin ya tener capacidad. Lo esperado: 1:29. Puesto 307 de 355 triatletas que salimos en la absoluta masculina. –también había 10 chicas-, que hubiera firmado antes de empezar. Como digo, la natación fue tranquila salvo un pequeño incidente con un tipo que no hacía más que subírseme encima mediada la primera vuelta y al que le tuve que decir que ya era difícil ir en el pelotón de los torpes y estar chocándonos continuamente. El tipo debería tener problemas de visión o de orientación porque aparte de preguntar por dónde se iba a los chicos de las piraguas en cada giro de boya, cuando enfilábamos hacia la playa para salir a tierra e iniciar la segunda vuelta, lo vi a lo lejos marchar hacia la primera boya que habíamos doblado, justo en dirección contraria, hacia el medio del lago.

CICLISMO (180 Kms.). Una transición tranquila de casi diez minutos en las que tengo decidido cambiarme por completo y vestirme de ciclista tratando de ir lo más cómodo posible. El recorrido es un circuito de sesenta kilómetros al que hay que dar tres vueltas. Se encuentra completamente cerrado al tráfico, con guardia civil, policía local, protección civil y voluntarios sellando cada cruce o entrada, lo que es un verdadero lujo para competir. Se trata de carretera en buen estado con muchos repechos y badenes, azotados por un viento inclemente que me hizo descartar las ruedas de perfil.  Para los profanos, el mandamiento más sagrado de la larga distancia, un deporte que trata de conservar cierto componente romántico, es la prohibición de ir a rueda, aprovechándote  del trabajo de los demás.
La parte más dura está al inicio, en una tachuela de cuatro o cinco kilómetros con algún descansillo. Como en todos los circuitos, a medida que pasan los kilómetros aquellas cuestas que al comienzo no parecían gran cosa, en la tercera vuelta parece que se han elevado algún grado más y la última ascensión, así como un tramo de quince kilómetros contra el viento poco antes de dejar la bici, se convierten en especialmente duros. Las secuelas se aprecian claramente en muchos de los participantes con los que me cruzo, que muestran síntomas de cansancio con precarias posiciones o continuos cambios de postura sobre las cabras. Yo ya descarté tanto el uso de estas bicis como el  manillar de triatlón, para mí de posiciones demasiado agresivas, y que requieren de una paciencia y entrenamiento que yo casi nunca soy capaz de conseguir. Ahora llevo mi Cervelo P2 montada con manillar normal –para mí, la mar de fardona, todo hay que decirlo-. 

Respecto a mi carrera, me he mantenido bastante bien a lo largo de la bici, sin que llegara a saltar ningún tipo de alarma. Bajé mis prestaciones, como no podía ser de otra forma,  pero llegué a la transición en bastante buen estado –dentro de lo que cabe, entiéndase-. La primera vuelta la completé con una media de algo más de 28 Kms./hora con el freno puesto por lo que pudiera llegar y al final me fui a poco más de 26 en algo más de 6 horas y tres cuartos. Puesto 278.

CARRERA (42 Kms.). Transición en seis minutos y pico para vestirme de atleta –para mí la frontera en el uso del mono se encuentra en el medio ironman; para más distancia, busco la mayor comodidad posible- y a correr…¡un maratón! No empiezo muy animado, la verdad, pero aún no se ha cruzado por mi mente la posibilidad de retirarme. Trato de comer una barrita pero soy incapaz de tragarla, provocándome náuseas, por lo que la descarto; empieza mi habitual calvario estomacal. El circuito de la carrera es de tierra, tres vueltas alrededor del lago y salvo un repechón tremendo de veinte metros, el camino carece de desniveles apreciables –probablemente si me hubierais preguntado el domingo, esas cuestillas no me hubieran parecido  tan despreciables-. Comienzo corriendo a cerca de seis minutos el kilómetro bastante fundido. A medida que pasan los kilómetros, me voy sintiendo algo mejor, comienzo a acelerar y pasar atletas, acercándome a los cinco minutos. Me animo y llega el cuento de la lechera cuando completo el primer giro. Pienso que si llego a la media en estas condiciones, arriesgaré y trataré de correr más rápido hasta que reviente. 

Poco me dura la alegría. En torno al km. 15, me quedo sin fuerzas; nada alarmante, es algo que ocurre a veces cuando practicas ultrafondo; hay que comer y recuperarse. No puedo tragar nada sólido –no es una expresión, realmente no puedo hacer pasar la comida de mi boca a través de la garganta- y tiro de un gel –ya me había tomado dos sobre la bici- e inmediatamente vomito, no solo el gel, sino cantidades ingentes de líquido en plan surtidor.  Un atleta me pregunta que si quiero que avise a alguien. Le digo que no, que confío en seguir. Me ha pasado en alguna ocasión y decidí retirarme pero esta vez –por ahora-, no entra en mis planes. Casi inmediatamente decido seguir adelante caminando lo más rápido posible –algo menos de nueve minutos-, prácticamente desde el kilómetro 16 al 21. Lo cierto es que me siento fatal y voy con una náusea constante que se traduce en  una continua mueca de asco y hartazgo, pero estoy en carrera, y me falta una media.

Tengo decidido que a partir de ahí, intentaré volver a trotar, aunque sea lo que menos me apetece en el mundo. E increíblemente lucho contra todo lo que dentro de mi cuerpo grita que me esté quieto y comienzo a correr, descansando cuestas, alternado kilómetros andando y al trote, pero cuando entro en la última vuelta (km. 28), estoy algo más convencido, sorprendido de que puedo dominar la situación. Tantos kilómetros penando en soledad dan para mucho pensar y recuerdo algo que leí en un libro sobre concentración y meditación y pienso que a un jodío yogui de la India, capaz de controlar cada función de su cuerpo, poco le habría de importar esta incómoda náusea, que este malestar que apenas le haría cosquillas. Trato de alejarme, de centrarme en todo lo que me rodea, en mi mente, en el patético largo en mi zancada y tiro para delante, corriendo cada vez más a menudo y siendo capaz de controlar el malestar de un cuerpo completamente deshidratado, mientras comparto camino con tipos duros que marchan mejor o peor que yo. En los últimos kilómetros lo intento con un trozo de sandía, pero en cuando lo introduzco en la boca, continuas y automáticas arcadas me obligan a desistir. Paro un instante, pero al poco vuelvo a lo mío, a trotar hasta el final, hasta la meta del ironman donde entro bastante garboso con un tiempo de 13 horas y 50 minutos en el puesto 282 con un tiempo final en el maratón de 5 horas y diez minutos;puesto 241 en el parcial, mi mejor segmento, lo que da idea de lo mal que puede marchar la gente.  El tiempo final es bastante malo, supongo que si no hubiera tenido los problemas en el maratón, hubiera andado por las 13 horas y si algún día llego con un buen entrenamiento y en unas buenas condiciones climatológicas y de recorrido, podré rondar las 12 horas, tal vez 11  y mucho.Un dato curioso es que solo se retiraron algo más de 20 atletas. A muchos sorprenderá que las cifras de abandono en un ironman sean anormalmente bajas comparadas con las de una simple maratón, por ejemplo, pero la gente que decide correr aquí, en principio sabe dónde se mete, tiene experiencia y sobre todo entrena muchísimo.

Me llama la atención que me emocione menos de lo esperado, sobre todo porque en los dos anteriores pasos por meta, sí me ha ocurrido, imaginado  lo brutal que iba a ser cruzar esa meta. Estoy feliz, tranquilo, pero no exultante.  Sé que el tiempo no es bueno pero no es eso, a mí me sirve, me deja pleno de una satisfacción serena que la mayoría no entenderéis pero que yo anhelaba hace tiempo. Puede que las alegrías más valiosas sean esas, las que no provocan un gran alboroto. Mientras caminaba entre las mesas de los triatletas con un plato de pasta que no pude comer debido al deterioro de mi cuerpo, provocado fundamentalmente por una deshidratación severa –realmente no puede ingerir nada sólido hasta el día siguiente-, sé que no soy uno de ellos, aunque me siento un poco más cerca y sobre todo sé que estoy en el camino.

Como conclusión de toda esta guerra, y aunque antes era bastante escéptico, aprendí que se puede correr no solo en fatiga, sino también seriamente tocado por esa náusea latente que sufrí y que ahora me siento capaz de controlar, que de haberlo sabido antes, no me hubiera alejado de la meta del Ironcat. 

La meta del Northwest Triman también era una forma de quitarle el asterisco a aquella locura del ironman en solitario que se me ocurrió afrontar hace unos años y que ahora percibo como si la hubiera realizado otra persona, incapaz de entender de dónde saqué las fuerzas, el coraje y la ilusión para llevarla a término, y que, complete los que complete, siempre me seguirá pareciendo  el más duro de todos.

Empecé el relato utilizando las historias de Manuel Rivas y acabo con él. También contaba Manuel del naufragio del “Isla”  en un lugar muy cercano al que  me encuentro, junto a la Torre de Hércules – último faro romano, lugar simbólico como pocos en el mundo- y ese episodio lo recordaré siempre porque ocurrió la noche que nací, la del 3 de octubre de 1970, de cómo unos desgraciados marineros pasaron varias horas desollándose contra las rocas. Y pensaba yo cuando leía, que mientras a mí se me concedía el don de la vida, le era arrebatada de forma tan absurda a otros –por entonces, no había medios de salvamento en un gran puerto como La Coruña-.  Aquella noche solo hubo un superviviente: Ramón Seoane. En cada naufragio de la vida, en un juego de niños grandes como viene a ser un ironman o frente a lo que de verdad importa, hay que pelear, pelear hasta el final. Y yo estoy orgulloso de mi pasado domingo porque luché y vencí.











Hace unos días se celebró el 30 aniversario de la publicación del "Born in USA", el disco que siendo un adolescente, me abrió las puertas de  un mundo nuevo y del que volví a compartir en facebook el artículo que escribí en el blog hace unos años. Era muy fácil elegir el estribillo adecuado para este post: "No retreat, no surrender". Con Brian Fallon, el cantante de Gaslight Anthem.

"¡¡YO SOY ESPARTACO!!"

viernes, 13 de junio de 2014

La voz de la ortodoxia


"Sí, es cierto, soy un enemigo del tango; pero del tango como ellos lo entienden. Ellos siguen creyendo en el compadrito, yo no. Creen en el farolito, yo no. Si todo ha cambiado, también debe cambiar la música de Buenos Aires. Somos muchos los que queremos cambiar el tango, pero estos señores que me atacan no lo entienden ni lo van a entender jamás. Yo voy a seguir adelante, a pesar de ellos."
(Astor Piazzolla)

"La ortodoxia, y estoy plenamente seguro de ello, a uno de los que le gusta es a mí, pero yo creo que la ortodoxia debe servir, repito, para invitar a ver nuevas vereas, nuevos caminos y, si esto está hecho con sinceridad y honestidad, siempre sirve para ver nuevas experiencias y los errores sirven para ver nuevas ventanas. Cuando se intentan nuevas cosas, todo no va a salir perfecto, todo no va a salir bien, eso siempre es un riesgo, para mí sería mucho más cómodo el estar cantando siempre la malagueña del Canario. Yo soy una persona que me aburre cantar siempre igual y pienso que la ortodoxia hay que cogerla e inspirarse y desarrollarla para hacer cosas que inviten a hacer nuevo arte. Porque esto es una música viva, esto no es una música de museo, si no estaríamos paraos, estaríamos todavía en la caverna, estaríamos todavía en la fragua, estaríamos todavía en el campo y esto es un arte de profesionales..."  (Enrique Morente)


 "El flamenco está hecho, pero sobre lo hecho se puede seguir creando sin engañar, sin mistificar. ¿Por qué tenemos que hacer todos la soleá exactamente igual, como si fuéramos un disco? Si yo puedo añadirle algo propio, enriquecerla, sin desvirtuar lo que es el cante por soleá, ¿por qué no voy a hacerlo?".    (Camarón)

Y es que la voz de la ortodoxia es esta. A José Menese no es que no le guste la obra de Morente, es que le ofende, le pone enfermo, con problemas se aguanta soltar lo que piensa realmente. El tono y las malas maneras de la sacrosanta ortodoxia; simpre vigilantes los guardianes del templo, siempre por nuestro bien.

martes, 10 de junio de 2014

Las utopías y el totalitarismo


Curioso que el pasado sábado, en sendas entrevistas a Javier Gomá en El Mundo y a Claudio Magris en Público, se incidiera en el mismo tema con idéntica actitud. 

"Quien piense que el ideal deber realizarse completamente cae en el totatilatarismo. Ya le sucedió a Platón, que quiso hacer una ciudad perfecta en Siracusa, confundiendo el ser con el deber ser. Asimismo, una realidad que ignora el ideal, es una realidad muerta, sin progreso moral, conservadora. Entonces el ideal existe, pero como estímulo, como espejismo, como seducción".

(Javier Gomá)

Después de calificar la utopía como "totalizante", diserta: "Todo se tiene que construir trabajosamente, con una mezcla de pasión, pero también de cierto escepticismo, con vistas no a un mundo perfecto, sino simplemente mejor. Es importante que sigamos creyendo que el mundo no solo tiene que ser administrado"

(Claudio Magris)

sábado, 7 de junio de 2014

El aplauso de Solzhenitsyn






Leí  "Archipiélago Gulag" de Aleksandr Solzhenitsyn hace muchos años. Al ser el autor víctima directa, la obra es el fiel y fundado retrato del horror en los campos de concentración estalinistas. Uno de los síntomas de lo extraño y mezquino que puede llegar a ser el hombre son las extrañas estructuras sociales que ha llegado a construir a lo largo de su historia, ese inmenso matadero, según Hegel. Aparte del habitual y tristemente previsible relato de penalidades y sufrimiento, se me quedó grabada una escena, la de un aplauso en un acto del Partido (con mayúsculas, claro), con la que ayer volví a dar por casualidad. Del asfixiante clima que se vivía y se vive en estos mundos, reino de la sospecha, el miedo y la delación -también maravillosamente retratados en "Vida y destino" de Grossman o "Sefarad" de Muñoz Molina-, me atrae lo trágico de esas figuras tan afectas al régimen que trataban de entender en qué habían fallado a la causa,  que en el interior de sus celdas reflexionaban sobre la procedencia del trato inhumano al que eran sometidos, que hasta encontraban razones para su condena. Hasta la tragedia tiene su gracia.

"En 1937, durante una reunión del Partido Comunista en uno de los distritos de Moscú, el secretario local del partido pidió a los asistentes, antes de dar por cerrada la sesión, un aplauso para el camarada Stalin.

Por supuesto, todas las personas presentes se pusieron inmediatamente en pie y comenzaron a ovacionar a quien en aquellos momentos dirigía con sanguinaria mano de hierro no sólo el partido, sino la nación entera.

Pasó un minuto, y los aplausos entusiastas continuaban. Pasaron dos minutos. Pasaron tres.

Traten ustedes de estar aplaudiendo durante tres minutos ininterrumpidamente. Los brazos empiezan a sentir el cansancio y amenazan con no querer responder. Pero en aquella reunión local del partido, nadie quería ser el primero en dejar de aplaudir. Así que pasaron cuatro, cinco minutos.

Lo normal es que hubiera sido el propio secretario local del partido el que hubiera dado la señal para interrumpir la ovación, dejando él mismo de aplaudir. Al fin y al cabo, era él el que había solicitado aquel homenaje al dictador. Pero el pobre hombre acababa de sustituir a otro secretario anterior, que había sido arrestado por la policía política de Stalin, así que no se atrevía a parar, al ver que los demás continuaban aplaudiendo con fervor.

Pasaron seis minutos, siete minutos, ocho minutos. El tiempo se hacía verdaderamente eterno y la gente no es que no sintiera los brazos: es que el dolor era auténticamente insufrible.

Nueve minutos de aplausos, diez minutos... Todos se miraban unos a otros, deseando que alguien pusiera fin a aquella situación ridícula y agotadora, pero sin que nadie se atreviera a dar el primer paso.

Y al cumplirse los once minutos de ovación ininterrumpida, cuando todos estaban ya al borde de la desesperación, por fin el director de una de las fábricas del distrito, que formaba parte del comité local del partido, dejó de aplaudir y se sentó.

Los aplausos cesaron inmediatamente en la sala como por arte de magia. Una vez que alguien se había atrevido a hacer lo que todos estaban deseando, los asistentes reprimieron un suspiro de alivio y ocuparon sus asientos, con lo que la asamblea local del partido se pudo dar oficialmente por cerrada.

Aquella misma noche, ese director de fábrica fue arrestado por el KGB. Le condenaron a diez años de prisión en los campos de concentración del Gulag soviético.

Cuenta Solzhenitsyn que uno de sus captores, al acabar el interrogatorio, se dirigió a ese pobre hombre y le dijo, con toda franqueza: "Nunca seas el primero en dejar de aplaudir".