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lunes, 11 de enero de 2010

Un emperador ante la muerte


Estos días visité a mi tía en la residencia de ancianos. Siempre que me paso por estos lugares me afecta, no lo puedo evitar. Supongo que cuando haya ido veinte veces, estaré acostumbrado y ni lo pensaré, ¿Cómo eran aquellas palabras de León Felipe acerca de que para enterrar cualquiera mejor que el enterrador? Sin embargo, por ahora, el hecho de estar en una sala donde todos están dormidos, con la mirada perdida o simplemente inconscientes, te hace pensar en todas sus miserias y sueños que quedaron ya muy atrás. En vía muerta, esperando la hora de la comida o esperando el final.
A ello se une que mi abuela se ha ido a vivir a casa de mis padres porque con noventa y cinco años, simplemente se le acabó la batería. Trabajadora incansable desde niña en fincas (verdaderas historias de "Los santos inocentes"), en tiempos en los que se trabajaba de verdad y de pronto la mujer, antaño todo nervio, no dice más que está cansada y no puede hacer nada. En su día ya traté el tema aquí así que no voy a insistir.
A cuenta de ello, hoy recordé un fragmento de "Memorias de Adriano" que quiero compartir, un maravilloso libro de Marguerite Yourcenar sobre el emperador hispano. Ahora que tan en boga está la novela histórica y a cuyo amparo se publica tanta basura, ahí tenéis un libro grande. Lo leí hace más de veinte años. Joder, a veces se me olvida que voy a cumplir cuarenta y que hay cosas que hice hace más de veinte años. Me parece demasiado. Este libro no se puede entender bien a los dieciséis años. Lo voy a volver a leer. Espero que os guste.

Como es un fragmento largo de dos páginas, os dejo una canción larga para que la pongáis mientras leéis. Snow Patrol, grupo escocés (otro más... un día voy a preparar una entrada sobre Escocia). El grupo es una mierdilla pero el estribillo se pega aunque les falta algo de sangre, de mala leche. Pongo el vídeo porque refleja muy bien lo que me pasó cuando yo escuché por primera vez esta canción en Benicassim. No los conocía y me dejó asombrado ver a todos los guiris (en Benicassim mayoría) en una carpa medio vacía (estaban empezando), cantando a voz en grito el estribillo. En el vídeo la banda alucina. Se pega, pero ya dijo, flojos, flojos, moñas, moñas. Eso sí, a muchos os va a encantar... porque sois unos moñas :)
Esta entrada para Kela, que se queja de que mis entradas son muy largas. Como decía el Vizconde de Valmont: "No puedo evitarlo".
"Querido Marco:

He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia. El examen debía hacerse en ayunas; habíamos convenido en encontrarnos en las primeras horas del día. Me tendí sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la desccripción del cuerpo de un hombre que envejece y se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Digamos solamente que tosí, respiré y contuve el aliento conforme a las indicaciones de Hermógenes, alarmado a pesar suyo por el rápido progreso de la enfermedad, y pronto a descargar el peso de la culpa en el joven Iollas, que me atendió durante su ausencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo. Haya paz... Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios. Pero ya no cuento, como Hermógenes finge contar, con las virtudes maravillosas de las plantas y el dosaje exacto de las sales minerales que ha ido a buscar a Oriente. Este hombre, tan sutil sin embargo, abundó en vagas fórmulas de aliento, demasiado triviales para engañar a nadie. Sabe muy bien cuánto detesto esta clase de impostura, pero no en vano ha ejercido la medicina durante más de treinta años. Perdono a este buen servidor su esfuerzo por disimularme la muerte. Hermógenes es sabio, y tiene también la sabiduría de la prudencia; su probidad excede con mucho a la de un vulgar médico de palacio. Tendré la suerte de ser el mejor atendido de los enfermos. Pero nada puede exceder de los límites prescritos; mis piertnas hinchadas ya no me sostienen durante las largas ceremonias romanas; me sofoco; y tengo sesenta años.

No te llames sin embargo a engaño: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como la esperanza, y sin duda mucho más penosas. De engañarme, preferiría el camino de la confianza; no perdería más por ello, y sufriría menos. Este término tan próximo no es necesariamente inmediato; todavía me recojo cada noche con la esperanza de llegar a la mañana. Dentro de los límites infranqueables de que hablaba, puedo defender mi posición palmo a palmo, y aun recobrar algunas pulgadas del terreno perdido. Pero de todos modos he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mi a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por una hacha caledonia o atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les ofrecían, y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón. Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte."