Camino de Santiago, el lunes a mediodía, mientras yo llegaba a Burgos después de una mañana de viento terrible, mi abuela, casi centenaria, se moría.
En unas semanas publicaré un pequeño libro de relatos. Unos días antes de marchar hacia Roncesvalles, escribí la que decidí sería su última página.
“100 AÑOS, 20 SEMANAS”
Ayer los ojos de mi abuela eran los ojos de la muerte agazapada y sonriente.
El contraído rictus de al que harto, solo le sirve el
alivio del fin, del que hace tiempo sustituyó el miedo por el ansia de no
existir.
Arropada por unas sábanas, ya casi sudario, la miro yacer
cadavérica en la cama.
A un lado, invisible, le tiende la mano la que, soberana,
a todos aguarda.
Al otro, sentada, acaricia su mano Susana.
En el vientre de Susana un diminuto espejo, remedo de la
posición fetal que ofrece el contrahecho cuerpo de mi abuela, presta a partir
de igual forma que llegó.
En silencio, la rúbrica del acuerdo en el que tras saldar
deudas, se firma un nuevo pagaré de plazo indeterminado.
Las veinte semanas de mi hijo, los cien años de mi abuela
son el tiempo en zapatillas de estar en casa.
El principio y el final, la partida y el regreso suceden
lentos, en apenas perceptibles movimientos; el incipiente en el útero, el
languideciente del viejo.
Tras las alambradas de habitaciones blancas siempre
renegridas, en un recinto nunca acorde a la ceremonia, asistimos a la obra
agarrados fuerte a nuestras penas y esperanzas.
Una vez más lo natural se nos antoja crucial. Solo el
desamparo nos une.