"Cada vez me conmueve más lo que sucede a mí alrededor. La pobreza de mi propio país, de América Latina y de otros países del mundo. He visto con mis propios ojos la huella del horror de una matanza de judíos en Varsovia, el pánico de la Bomba, el golpe mortal causado por la guerra que desintegra al hombre y a todo lo que de él surge y nace. Pero también he visto lo que el amor puede hacer, lo que la verdadera libertad puede hacer, lo que la fuerza y el poderío del hombre feliz pueden hacer. Por todo esto y porque anhelo la paz, es que la madera y las cuerdas de un guitarra me hacen falta para desahogar algo triste o alegre. Alguna estrofa que abra el corazón como una herida o algún verso que quisiera nos diera vuelta de adentro hacia afuera para ver el mundo con ojos nuevos"
(Víctor Jara).
Hace unos días un tribunal de Estados Unidos condenó a uno de los autores de la ejecución de Víctor Jara al pago de una indeminización millonaria a la familia de la víctima. Su tortura y muerte fue especialmente miserable y repugnante, ya que antes de jugar la ruleta rusa con su cabeza hasta que se disparó el primer disparo y acribillarlo después, le machacaron los dedos a culatazos para que no volviera a tocar la guitarra. De nuevo la "sobrada fuerza bruta" que reconoce Unamuno a Millán Astray.
Este texto de Jara encontrado por casualidad y la noticia de la condena me hicieron pensar en nuestro Billy el niño, torturador con delitos prescritos. Qué difícil se me hace a mí, como ser humano y ciudadano, aceptar una institución como la prescripción para un delito tan execrable; qué será entonces para una víctima aceptar el razonamiento jurídico, la conmoción de llegar a cruzarte por la calle con alguien que tuvo sobre ti derecho de vida y muerte, poder para ejercer dolor sin medida, del que efectivamente hizo uso, y que jamás pagó por ello. Es entonces cuando pienso y entiendo "La muerte y la doncella" de Polansky, basada en un obra de teatro, si no recuerdo mal.