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domingo, 22 de noviembre de 2015

Otoñar

   

Un año más se marcha un otoño de nuestra vida, mi estación del año más querida, la del morir y el renacer, la del pudrirse lo muerto para volver a vivir, la de la luz más hermosa y el calor más honesto, la del balance tras la quema del rastrojo, la de la siembra en  tierra empapada, la de la invención íntima de nuevos retos, la del cálculo de sus obstáculos, la de volver a escuchar al tiempo en la voz de los arroyos, la del aviso de nuestro lento pero inaplazable paso por la vida en letras de intermitente luz ocre y amarilla.
 

 








Ocho razones para la querencia por la Sierra de Francia durante las últimas semanas (Camino de las Raíces, Camino de los Prodigios, Camino del Agua, Mogarraz-Miranda): 2 de morcilla, dos de farinato, dos de jamón y dos de boletus (Bar "Fuente la Pila" de Mogarraz). A tener en cuenta en el futuro las tostas de la "Albada" en Miranda del Castañar: morcilla, queso, chorizo y panceta, además del té en La Mandrágora.

 



martes, 23 de julio de 2013

Caminando ligero



En lugar de más, viene a ser menos. Sin estridencias, sin ruido, sin dolor, sin remordimientos ni añoranzas. Sin pasado. Sin prisas, sin luces ni sombras. Lento, suave, fácil y delicado. El arte alejado de los fines de semana. Y era cierto todo lo que las páginas contaban de calma y silencio.  Cuando el trabajo no es trabajo. Cuando cada minuto es una ilusión o un proyecto y sin embargo, a nadie importa el futuro porque nos basta el hoy. Pendiente de que el presente no escape, pendiente de agarrarse fuerte a cada hebra del día. Un bobo mantra cíclico de rostro sonriente. ¿Por qué habrá de ser tan frágil si parece tan poderoso? La felicidad solo es caminar ligero, sin peso.

23 de julio de 2013


We're all walking lightly
We're all walking lightly

Let this moment last
Could become so fast
Keep walking lightly


Al sueco José González lo conocéis todos por esta versión de The Knife. Antes de que le tocara la lotería volando en solitario, Junip era su banda. Este año vuelve de nuevo al redil con nuevo disco
.

jueves, 31 de enero de 2013

Anábasis


La expedición de "Los Diez Mil" viene a ser una de las aventuras contadas más increíbles de la Historia.  Más de diez mil soldados griegos (la mayoría espartanos), se enrolaron como mercenarios en el ejército de Ciro con intención de disputarle el trono persa a su hermano Artajerjes II. En la batalla de Canuxa, cerca de Babilonia, Ciro fue muerto y el ejército griego se convirtió en una unidad perdida en el corazón de un Imperio hostil. Entre aquellos hombres estaba Jenofonte, al que, tras el asesinato traidor de sus caudillos, le tocó asumir el mando en la retirada más épica que se recuerda. Desde cerca de lo que hoy es Bagdad hasta el Mar Negro, a través de montañas y desiertos, del Kurdistán y Armenia, en un trayecto de más de cinco mil kilómetros, golpeados por el frío y el sol, el hambre y el agotamiento además de por el permanente acoso del Ejército Persa, lograron llegar entre gritos de "¡¡Thalatta!!" ("¡¡El mar!!") hasta el mar, hasta su salvación, con gran parte del grueso del ejército aún unido, en lo que se considera un modelo de disciplina en la derrota.

Jenofonte legó a la posteridad ese alucinante relato de tal epopeya que es "Anábasis" (Ascensión). El ateniense Jenofonte era un tipo peculiar, una especie de soldado escritor, de intelectual aventurero. Fue discípulo de Sócrates al que veneraba pero también tenía vocación de hombre de acción, presto a enrolarse en el ejército, en un antecedente, como bien señala Javier Reverte, de Garcilaso, Byron o Cervantes. 

Ahora es el turno de recorrer mi propia larga marcha que comencé ya hace meses y sé que pasarán años hasta que llegue al mar. Despedazar la presa en plaza pública forma parte de la redención. Puede que parezca que hoy es lo más hondo del infierno pero no es así. Mi ascensión comenzó el día que conseguí liberarme del lastre invisible e inexplicable que durante años me impidió superar obstáculos -quizá ahora se entiendan mejor mis crípticas atalantianas-, un laberinto mental en el que estuve atrapado que pudo no tener fin y del que afortunadamente, hace tiempo renací acompañado. Sí, es el infierno, pero la luz, a cada paso, siempre estará más cerca. Las pulgadas siguen estando ahí. 

viernes, 25 de enero de 2013

Habeas Corpus



Siempre conoció las dimensiones de la cárcel. Bastaba contar las rayas. Y ayer esta cárcel medía justa e injustamente cinco años por tres deudas. Todos saben que las peores celdas son las inventadas, las de puertas abiertas. Celdas o madrigueras donde la misantropía comienza por el odio a uno mismo, donde las sueños son tan terribles que jamás se recuerdan. 

Y hoy que por fin dejó de ver donde termina el cielo; hoy, que ya no hay barrotes entre él y yo, comprende que no necesita más que lo que dejó olvidado sobre el jergón. Cuando cuando no significa nada, no es mal negocio cambiar aquellos años por cada nueva hora. Y se hace tarde.

- Vamos a ponernos en marcha y no vamos a parar hasta que lleguemos allí.

- ¿Adónde vamos, tío?

- No lo sé, pero vamos a ir.


viernes, 4 de enero de 2013

Sillería del coro de la Catedral de Ciudad Rodrigo


Cuentan que hay gente que cree que las catedrales son las construcciones humanas más asombrosas, que para sentirse como en el interior de una catedral, solo se puede estar en el interior de una catedral. Eso que cuentan es cierto porque yo soy uno de ellos.

En mi pueblo hay una catedral, una  pequeña, y como en todas las catedrales hay una sillería para el coro. Un coro que podrías pensar demasiado grande y desproporcionado para el tamaño de las naves, alzado casi justo en el centro, lugar del que varios intentos frustrados a lo largo de los siglos trataron de apartar.

La tenues atmósferas de iglesia no son más que sangre,  dolor y oscuridad por doquier, cruces de tortura y muerte, imágenes que tratando de regalar luz y esperanza, retratan bellos cuerpos rotos y rictus que solo forjan corazones inconsolables. Aquí, junto a ellos, una cueva sin techo, un recinto entre rejas, encantado y de inaplazable llamada.  Si entras en el templo, sin duda  será el primer camino que enfilarás.  Tal vez asombrado e impotente tras las rejas, tal vez afortunado si encuentras la puerta abierta para dar ese paso adelante y adentrarte en ese cálido abrazo de luminoso nogal.

Y si por instante toda la luz del resto del templo se desplomara y tan solo pudieras ver y sentir en tus dedos el lecho de los setenta y dos sitiales, no encontrarías razón para creer que te hallas en el interior de iglesia o catedral. Un lugar destinado a cantar la gloria de Dios, cuyo destino es ser puente hasta su morada y en el que sin embargo, solo hay una figura religiosa. Viendo el relieve de San Pedro dudarás sobre la forma de contar de aquellos hombres del pasado. Un enorme santo frontal ordenando la fantasía grotesca o lasciva que se abigarra a sus pies. Tal distinción se le quiso dar tanto al diferente como  al obispo que se postrara  en su asiento, que el destino terminó por jugar burlón a quebrar el excesivo dosel de la extraña presencia en un mundo donde lo extraño es lo normal.

Entrarás e inevitablemente seguirás el paso del niño que te precede, del niño que fuiste y buscarás entre las  misericordias una más sorprendente, una más fuera de lugar, una más divertida. Después, ya más calmado, el ojo atento destilará  escondido duelos de seres contra natura, facciones de esmerados pequeños rostros o el milagro de retratar el movimiento en obras estáticas, tras la agitada lucha entre niños, entre toros y perros, entre Sansón y el león.  Y no puedes ser más que condescendiente con aquellos anónimos entalladores, más dotados o más “torpes”, que se atrevieron a firmar tantas figuras para contarte a ti muchos siglos después: “Yo lo hice”.

Una isla de radiante madera donde treparon animales,  hombres y animales-hombres o aquellas otras figuras que creímos inventadas y que por un instante nos parecieron de seres pasados o extinguidos, sin encontrar razones para separar fantasía y realidad, dragón  y castor,  sirena y león,  grifo y elefante, entre seres con cara de culo y todos esos cerdos.  Y como la vida no es más que lucha continua, la pelea y el duelo entre el bien y el mal apareciendo por todos lados.

 Y todo cuenta, y todos cuentan porque de eso se trata, de enseñar y advertir, de asustar y censurar, de  dar a entender cuándo se habla de vicio o virtud, cuándo de lujuria, envidia o mentira, cuándo de castidad, humildad o fortaleza. Aunque justo en el momento en que se escriben estas pequeñas historias en Ciudad Rodrigo, la Historia está cambiando y de Italia nos llega esa atrevida idea de dejar  a Dios a un lado y valorar en su justa medida al ser humano como creación divina. Los guerreros desnudos anuncian la llegada de otro mundo menos integrista y más libre que nunca cuajará en nuestra España cerril.

Tras los respaldos de los sitiales, delicadas ventanas ciegas tras rejas inventadas, adivinando una vista mucho más allá del hoy y aquí, tal vez el más allá que busca el que  penetra en esta Catedral y en este recinto, el que muestra la  música compuesta para ese fin. Tras la belleza ornamental y floral, elegante pero muerta, no se puede evitar ver nacer otras tantas figuras más ocultas, más pequeñas, menos vistosas y por ello plenas de aún más mérito.

Y detrás de todo, un hombre. Detrás,  Rodrigo Alemán, un ser superior que derrotado venció.  Un hombre que murió con setenta y dos años. ¡Por Dios,  setenta y dos años para crear Toledo, Plasencia y Ciudad Rodrigo! Cada uno de los demás sabemos que ni en mil años podríamos ofrecer algo así a nuestros semejantes. Si este pensamiento te hace sentir pequeño, imagino que al que conoce su don, al que sabe lo extraordinario que se aloja en su interior, le hace sentir gigante y es cuando resultará cansado negociar y plegarse a lo cotidiano y humano.  

Así nació su lucha sin fin.

De ahí postrarse ante un credo renunciando al propio para construir un mensaje de crítica a la religión que no invita sino que amenaza. Quiso vencer a la Iglesia retándola en sus mismas entrañas, denunciando aquellos vicios que ni el arcediano ni el deán podrían dejar de mirar durante el canto. Encontró la verdadera libertad en su obra.

De ahí postrarse ante una sentencia. Al lógico cumplir con lo pactado y después rechazado. Diez mil o trece mil maravedís se antojaban lo mismo: absurdo por lo módico. Pero él ganaba su permiso para continuar con todo aquello que no quiso abandonar. La Chancillería  respaldó a Ciudad Rodrigo y con ello concedió un pequeño milagro, sencillo y austero comparado con sus hermanas mas diferente y único, del mejor final del gótico. Nunca un trozo de eternidad costó menos.

De ahí postrarse ante  una vida entrampada llena de las peores trabas, las sin sentido. Quiso marchar de una forma distinta, engañando a la realidad, transformándose quizás en otro personaje fantástico como los que habitaban sus obras, sin saber si fue real o inventado aquel final, si aquella proporción entre dos libras de carne y cuatro onzas de plumas llegó realmente a funcionar y, cual Dédalo,  pudo escapar de la torre de la catedral de Plasencia donde moraba prisionero.


Tiempo de laudes o vísperas. Hic est chorus. Justo en este lado comenzará la música que hasta hace un instante yacía sin vida sobre  el facistol. Y entonces se operará el encanto y todo se alzará en pie y tras el mar de notas se volverá a escuchar la arrogante voz de Rodrigo gritándole blasfemo al mismo Dios: “¡Ni Dios mismo es capaz de realizar una creación tan hermosa!”


domingo, 16 de diciembre de 2012

Cordada


(Susa)


A veces ocurre. Sientes llegar un final y un principio. Jamás un faro tan brillante: el de que por primera vez en mi vida no desearía volver atrás en el tiempo para hacerlo todo de otro modo. Entonces puede que no te hubiera conocido y no estaría dispuesto a apostar, arriesgarme y perder todo lo que tengo. Asumo todo lo vivido, lo bueno y tanto malo para llegar hasta aquí, para llegar hasta ti, lo único que me basta. 

Hace tiempo escribí que  somos material inflamable y cuando ardemos, los restos del incendio no son más que una masa informe y carbonizada que mancha y molesta. Es difícil volver a caminar después de volar. Han de nacer nuevas alas para entender la verdad del pasado.  Unidas al corazón más puro y limpio que existió, tú tienes esas alas que tan fácilmente me hicieron entender el amor en esencia, el amor cuando solo es verdad.

Las alas de una alegría ya no quebradiza sino tan poderosa que hasta entre los problemas, se muestra orgullosa y arrogante.   Esa  felicidad tan  plena y fuera de lugar conviviendo con la ansiedad. Esa felicidad que debería ser la más real, la siempre unida al pavor a perderla, a perderte. Esa felicidad impregnada de la maldita sensación de tiempo perdido cada instante que no estoy contigo. Esa felicidad que solo puede ser ascensión; ascensión  a la cima más lejana y difícil, la de tratar de no decepcionar y hacer feliz a tu compañera.


Cuentan los hermanos Pou que cordada es un término romántico, una pareja que escala siempre junta, un vínculo indestructible con una intimidad y un conocimiento mutuo muy difícil de lograr. Atarme a ti y enfrentarme a todo con la reconfortante sensación de que nada  podrá hacernos daño si permanecemos juntos hasta el fin.

Me enseñaste que a pesar de todo, no es tan difícil ser feliz, que cada abrazo vale una vida, que  ya no puedo prescindir, condenarme a tu recuerdo. Fundido a tu risa, mi único fin, me mostraste que puede haber un "siempre" y yo quiero ese SIEMPRE a tu lado.

Yo no sé dibujar. Me valgo de palabras y palabras para contar lo que tú haces con una imagen.

Aluvión atalantiano para contar que soy muy feliz y que me caso... en una montaña, claro.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Honor obliga


Un relato escrito hace unos meses y más bien dirigido a la gente del pueblo ya que toma como punto de partida sucedidos en Ciudad Rodrigo durante la Guerra de la Independencia. El problema de ajustarse a diez folios en que debes prescindir de descripciones y diálogos.  Si algún foráneo se anima a leerlo y todavía no conoce uno de los pueblos más bonitos de España, me presto servirle de guía para enseñarle los lugares donde se desarrolla la historia. A propósito, ya mismo marchamos a otro sitio especial, el que ya muchos sabéis que es mi ciudad favorita, al oeste del oeste. Nos vemos.

"HONOR OBLIGA"


Al sentir  frescor en los labios, abrió los ojos. Por un momento pensó que fuera su madre la que le ofrecía agua, aquella que ahora añoraba de igual forma que tantos otros cuya muerte había presenciado durante los últimos días. La muerte nos iguala a todos. La guerra como su brutal antesala también.  Cuentan que en la guerra los dolores desaparecen. Obrando cual bálsamo, el pánico durante el combate, el pundonor por seguir existiendo sana muelas y lumbagos. Hace milagros, el cojo corre, el hueso funde, el ciego ve. De la misma forma, el comportamiento de  muchos moribundos sigue un mismo patrón, esa llamada desesperada a la madre intentando buscar el amor innegociable y absoluto, la fuente de vida más pura a las puertas de la muerte.

Pero no era ella la que sostenía el cuenco. Le costó reconocer los ojos del edecán francés. Sin su caballo le parecía fuera de lugar. Habían pasado más de dos años  desde aquellos días de Junio de 1808 posteriores a la espoleta del levantamiento de Madrid. A las puertas del Palacio Episcopal una multitud inquieta aguardaba entonces la salida de los emisarios del Ejército de Napoleón. Un jefe del Estado Mayor y dos oficiales traían cartas para Ciudad Rodrigo del General Loisson solicitando el paso de su ejército por la ciudad en su camino a Salamanca con un ultimátum amenazante: “Desdichado pueblo si obliga al ejército francés y le pone en la dura necesidad de pisar su suelo como enemigo”.

Recordó el rumor del pueblo agolpado esperando la salida de “los franchutes”. En los ojos, en las palabras sin voz, la  locura incubando, esa que debía resultarnos extraña y asustar y que sin embargo, aquellos días parecía tan normal y esperada. Rostros serios, crispados, llenos de la furia contenida previa al banquete de sangre y horror que se avecinaba. Las noticias eran demandadas con urgencia al viajero que llegaba desde cualquier punto de España, contando lo que todos temían y al mismo tiempo querían escuchar.

Historias reales o fabuladas durante los últimos meses  habían secado la yesca, presta para prender un incendio. Sólo faltaba un golpe sobre el pedernal para que un país entero ardiera en el infierno.  Los tres oficiales franceses montaron a caballo. A la dignidad inherente al militar de carrera, se unía el orgullo consciente del uniforme que había conquistado Europa. Ni los gritos aislados de los integrantes  más exaltados del gentío que atestaba la pequeña plaza, consiguieron alterar el porte de los soldados.

Enrique, después de varios años viviendo apartado y dedicado al estudio en Salamanca,  había vuelto a vestir el uniforme militar acudiendo al llamamiento de los últimos reclutamientos de la plaza. Aquel día las tropas españolas respondían de la seguridad de los mensajeros. Sin pensarlo demasiado, sujetó las riendas del caballo del francés y los acompañó calle abajo  fuera de las murallas por la Puerta de la Colada.  En su corta despedida, no solo sus palabras, sobre todo los ojos del francés expresaron agradecimiento y respeto. Hoy, dos años después, el respeto seguía siendo el mismo, junto a la compasión y  la aceptación del absurdo destino que envuelve al hombre y al soldado. Precaria existencia del soldado vencedor que se sabe  fútil, a cada paso más cerca de su derrota y muerte.

Cuando aquel día el edecán galopaba junto a sus compañeros con su respuesta al encuentro de sus tropas,  aún escuchaba  los gritos y el clamor de Ciudad Rodrigo. La carta de la Junta de Gobierno y la serenidad de los ojos de Enrique le convencieron de la determinación real de entregar a las águilas imperiales únicamente “cadáveres, cenizas y ruinas”. Aquel fatal augurio se consuma hoy, 10 de Julio de 1810. Esta hermosa ciudad no es más que montones de cascotes sepultando cadáveres y cuerpos aún con vida entre innumerables llamas incontroladas.

Soldados. Extraño sino el de personas atrapadas en un deber que sabían el más poderoso e incuestionable y que probablemente les llevaría a una muerte prematura en algún campo de nombre impronunciable,  frente a murallas lejanas o hundiéndose en el fondo de un oscuro océano implacable. El honor impedía a un oficial otra alternativa que la de morir por una patria, una religión, un rey que bien podía ser, que probablemente siempre fuera un rico hijo de la gran puta.

Durante el cautiverio de Tolón  Enrique convivió con soldados realistas y  guardias revolucionarios que defendían otras ideas. No es que los soldados entendieran demasiado los motivos por los que les enviaban al matadero. Aparte del poder y la ambición, nunca fue capaz de comprender razones de más peso. Eso era asunto de los peces gordos. Aquellos extranjeros le transmitieron la imagen de una España ignorante y valiente dominada por un clero fanático. Enrique se acabó cuestionando sus propios principios y ya de vuelta, acabó leyendo y contactando con los ambientes ilustrados de Salamanca, tan extraños y marginales. No era mala gente aquella. Los tachaban de peligrosos,  subversivos y traidores pero él bien sabía que aquellos débiles y locuaces maestros o escritores pretendían lo mejor para esta España ingrata.

Cuando las banderas francesas penetraron en España como aliados en su camino a Portugal, una secreta esperanza se albergó en su interior, la de que España, por una vez y sin la sangre que pagó el país vecino, se subiera al tren de esas ideas que nos contaban revolucionarias pero que parecían tan humanas; ideas  perseguidas por la iglesia y que paradójicamente se antojaban tan cristianas. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, ¿acaso no podía traer más que bien al ser humano?

Poco duraron sus esperanzas. Ya era difícil casar que ilusiones como la soberanía nacional, los derechos del hombre o la separación de poderes  se sembraran por Europa al ritmo que marcaban los cascos del caballo de un emperador ególatra.  Pronto los rumores, las historias y  noticias  se extendieron por doquier. El ejército francés era de ocupación y se comportaba como tal, esquilmaba y mataba como cualquier otra tropa del pasado, tenía el mismo rostro del horror que mana desde nuestras fuentes de tiempo más lejanas, indiferente a uniformes o idiomas, representando una vez más ese drama atávico que para el hombre es la guerra.

Cuando el 2 de Mayo todo estalló en Madrid, a nadie extrañó. Enrique llegó a pensar que esos conatos de sublevación, esas revueltas del pueblo podrían emplearse en conseguir una forma de gobierno más justa, en la que todos los españoles pasáramos a ser ciudadanos en lugar de súbditos. Incluso quiso ver en la elección de la Junta de Gobierno de Ciudad Rodrigo, creada para hacer frente “al francés” y compuesta de hombres de toda clase y condición, una pequeña recreación de unas cortes que encarnaran la soberanía del pueblo, con verdadera legitimación para el ejercicio del poder. Por qué no un primer paso para un futuro mejor y más justo.

Sin embargo, poco después una forma de hastío comenzó a turbar su espíritu. Aquel día de Junio de 1808 una cantidad ingente de personas abarrotaba las calles de la ciudad. Los bandos  de reclutamiento habían llenado  Ciudad Rodrigo de personas de los arrabales y los pueblos de alrededor. Esa tarde pareció que el asfixiante calor fundió a  los que atestaban las calles en un todo informe y monstruoso, despojándoles de su cualidad de individuos responsables y cristianos, convirtiéndoles en una masa irracional y justiciera, cuando la justicia sólo se identifica con el derramamiento de sangre, con un sacrificio ancestral purificador.

Eran las cuatro de la tarde cuando Enrique llegó abriéndose paso a empujones entre la multitud enloquecida, justo en el instante en que mostraban la cabeza del gobernador  en el balcón del palacio. Que se sepa que el pueblo español descuartiza al contemporizador, al sospechoso de patriotismo tibio. No fue  la única mirada horrorizada la suya. Se frenó en seco ante el golpe de lo ya irreparable, apartó la vista y  recordó las cabezas de los gallos arrojadas en la puerta del comerciante francés unas noches antes, presagio de lo que estaba por suceder, de la que probablemente hubiera significado también su muerte a esas horas. No, aquello no era camino de nada bueno. La naturaleza humana sin freno, empeñada en la autodestrucción, siglo a siglo.

La sangre vertida siempre exige más sangre para redimirse, para pagar precios. Y los precios siempre se acaban pagando. Hoy, casi dos años después, puede que hayamos comenzado a saldar nuestras deudas. Las calles que ya no son calles, manan sangre y fuego para aplacar el odio que se alimenta de sí mismo y entonces,  poder volver a encarnarse y crecer en ejércitos y proclamas distintas. Nunca hay batalla con las suficientes bajas para que no se pueda volver a recomponer otro ejército a cuyo frente siempre cabalga la carcajada de la muerte.
Tras el asesinato del Gobernador Ariza, Enrique se encargaba de la formación acelerada de las milicias urbanas. Les enseñaba a todos aquellos hombres inflamados de afán de venganza y arrojo, que la infantería en la guerra lucha con serenidad y disciplina, que todo eso que ardía en su interior no les serviría de nada frente a un ejército bien entrenado como el francés, que eso probablemente les llevaría antes de lo previsto, a una  muerte segura. Debían confiar en la profesionalidad y sentido de  organización de sus mandos. Sin embargo, ¿por qué él no podía confiar en el buen juicio de sus superiores, en aquellos  que regían tan desacertadamente el destino de una España atolondrada, fuera de camino e intolerante durante tanto tiempo?

 La naturaleza del hombre es la de la metamorfosis continua. No hay principios ni valores inamovibles porque todos deben ceder ante lo único que tiene un verdadero hombre como cierto, su honor. La única base sólida, el índice de la dignidad en cada revuelta de la vida.  Ello te proporciona un suelo firme sobre el que asentar los pies pero también muy a menudo,  resquemor y amargura. Es hora de reconocerlo, a veces jode pelear sin razones. Tiempos en que la artillería es trascendental, el trueno que apaga la voz de molestos pensamientos y dudas,  la resignación del infante avanzando al paso mientras el campo es barrido por balas y metralla, rogando por un día más de suerte, los gritos dementes de la alocada carga de caballería. El truco consiste en aturdir y ensordecer para no preguntarse por qué nuestra naturaleza se encuentra a tanta distancia de nuestra existencia.

Entre las llamas y el humo, hoy veía carreras atropelladas y sin rumbo, escuchaba hablar  francés y  muchos gritos, estos sin seña de identidad ni patria. El castellano había desparecido de las calles. Estos gritos de clemencia u horror, apenas hace tres meses eran  de alegría, tan inflamados de furia y fervor. Las guerras. Todos los ejércitos marchan a cada guerra alegres y con brío, henchidos de esas palabras sagradas: Dios, Patria, Rey. Esas palabras que maldice, siempre puertas adentro, el que ha participado en una batalla y tiene la suerte de regresar.
De pronto vio pasar la bandera francesa y volvió a pensar en  lo que hace bien poco significó para él. Pensó en el día en que soñó que aquella bandera traería para el mundo el final de esos gritos, los del horror y la guerra. Que incluso sería el principio del final de todas las guerras. Miró el elegante uniforme del oficial francés, mientras oía una frase tiernamente mentirosa que le animaba y mentía, contándole su fortuna, que salvaría la vida.  Sonrió y no contestó, era consciente de que si no le había matado la metralla, el aire enrarecido y enfermo del hospital lo haría. Ningún soldado quería marchar allí, de sobra sabía que no era en la propia batalla sino en la repugnante acumulación insana de sus salas, donde se producían las mayores bajas del ejército.

Sabía que había llegado más lejos que con otras heridas, que estaba más cerca que nunca del otro lado porque no le importaba gran cosa cruzar.  El dolor había cedido. Francisca, la razón que le había arrastrado hasta Ciudad Rodrigo, ya no estaba allí. Recordó  esos días de antaño en que todavía bajaban al río, y en cómo sentía el milagro de que, echados en la hierba, tan solo su voz en la oscuridad  fuera capaz de abrazarlo por completo, con todos sus temores y esperanzas. Más tarde, ya  solo bajó al río a talar los árboles de la alameda que servirían para el reforzamiento de las defensas.

Con el tiempo, sus sueños junto a ella comenzaron a tornar en solo miedo. Hasta que todo acabó durante los cuatro días  de pertinaz  bombardeo  que asoló la ciudad. No solo los soldados y voluntarios de la milicia, también la población  se afanaba en apagar los fragmentos de las terribles bombas incendiarias que estallaban por las calles, incluidos esos niños que para siempre perderían su mirada infantil. Mala suerte vivir en el filo. Su cara, esa cara que solo podía tener la nariz respingona que casara con su risa desbocada y contagiosa, había desaparecido para siempre entre las ruinas.

 Una pena no por esperada, deja de ser menos pena. Ahí  llegó la sed. La sed implacable  que le había acompañado hasta hoy,  la física y sorprendente por desconocida, que provocan las lágrimas continuas. La otra sed, la más íntima y profunda, la de un parte de ti que ya marchó y que nunca volvería.

Sobre el papel, con Francisca había desaparecido el vínculo que le unía a  la ciudad y sin embargo, sentía que nuevos lazos habían nacido para  ya nunca separarlo de Ciudad Rodrigo, ese pequeño fuerte que  por unos días,  retaba a Napoleón para tratar de influir en la suerte de países enteros. Cuentan cuentos y hazañas en guerras, de victorias en Austerlitz o Marengo. Apenas ayer eran los mirobrigenses los que tenían la llave, precisamente frente a Massena, artífice de una de esas grandes victorias.  Eres el protagonista de la Historia de los libros y después de más de dos meses de asedio,  todos eran conscientes de que esa gloria ganada en el campo de batalla es una gran mentira.  Brno no era nada más que un nombre extraño, ajeno, sonoro  que seguro habitaba tanta gente inocente como en Ciudad Rodrigo, una ciudad preñada de palacios y pasado, ahora calcinado. Pero, ¿quién es inocente? Mejor, ¿quién es el culpable cuando a veces a todos les ciega el empeño en combatir y morir como poseídos?

Sintió que ya se había convertido en mirobrigense, y sintió como un mirobrigense al entender que todo estaba a punto de finalizar cuando unos días antes, en uno de los carros con cadáveres, se adivinaban los cuerpos sin vida de uno de los símbolos de la resistencia, el del entrañable ciego “Tío José” y  su inseparable perrillo Sabino, cazados en las afueras cuando llevaban a cabo alguna de sus arriesgadas tareas de enlaces e información.  

También fue un duro golpe ver marchar otra noche a Don Julián con sus lanceros, los cascos de los caballos cubiertos por telas para aprovechar la sorpresa en su tentativa de romper el ya asfixiante cerco francés. Una tarea a la altura de un personaje valiente y de talla real. Por una vez, esos tintes legendarios que fue adquiriendo su figura, quizá fueran merecidos.  Aunque nadie las sabe ciertas, gustamos de esas historias de seres indestructibles, de alguien en quién confiar y ampararnos. Por eso fue tan triste verlos abandonar la ciudad para no volver a escuchar sus locos relatos de emboscadas y encuentros con los dragones franceses.

Cuando el alrededor se desmorona, cuando el equilibrio de todo es tan precario, comienzas a interiorizar las cosas triviales como las esenciales en la vida, las únicas importantes. Los mandos arengaban, la Iglesia martilleaba sermones para que no se olvidara la justificación de nuestra lucha, para no flaquear.  Esas mayúsculas que no te pueden hacer olvidar que una rendición jamás es gloriosa, pero cuando apesta el olor a hierro de la sangre, percibes que lo único que importa son las minúsculas  de tu vida. Cuando se aproximaba la batalla, te hacen valorar cada día como si fuera un gran regalo y sientes que cada beso o cada risa podrían hacerte reventar de gusto. Todo, hasta el hecho más menudo y absurdo, el simple y precioso silencio, adquiere un significado tan pleno que asusta. Asusta porque sientes morir, quieres vivir y te duele dudar. Piensas en los días que no vivirás y esa suerte de nostalgia del futuro duele más que la verdadera.

Los días previos al ataque definitivo Enrique se asomaba con vistas a poniente,  a Portugal y disfrutaba la maravillosa puesta de sol entre nubes amoratadas.  Veía las baterías ocultas en el Teso de San Francisco y cómo las tropas se movían  cada día más cerca.  Habían pasado más de setenta días de asedio y sabía que restaba poco para el final. Nuestros cañones hacía tiempo que no conseguían mantener la respuesta frente al poderoso tren de artillería francés.  Se habían acercado demasiado. Trincheras, galerías, hoyos, minas. Las dos brechas eran prácticamente indefendibles y el temor de la población al saqueo a sangre y fuego se palpaba en cada palabra, en cada mirada.

Las esquivas palabras de los despachos de Welington ya no significaban nada. Hace días que todos los mirobrigenses sabían que se había condenado esa puerta. Era tiempo de cumplir con nuestro destino, que no era otro que el de la inmolación completa.

A veces Enrique, cuando estaba apostado, conseguía abstraerse de lo que le rodeaba, fijándose en los detalles de un mundo que continuaba su curso natural, ajeno a la batalla. Y miraba las flores que poblaban aquí y allá las partes del glacis aún no calcinadas o la infinita llanura de campos al frente,  las malvas, los pimpájaros, el hinojo que hace tanto tiempo le era imposible oler. Algún loco vencejo que  aún volaba entre las balas de cañón, los indestructibles insectos, esos pequeños zapateros anaranjados tan bonitos que  subían entre sus dedos cuando estaba recostado sobre el parapeto. Su vida era la de cualquier inicio de verano, tan ajena a la tragedia de los hombres. Esas pequeñas criaturas no son la imagen y semejanza de Dios. Tal vez esta mancha es la condena de los hombres. Su capacidad para razonar de poco les sirvió para vivir, quizá sí para morir. Puede que el sentido del honor sea lo único que les diferencia de los animales y en algún punto del camino el hombre debió entender mal su deber, empleándose con furor en luchar por causas ajenas y absurdas.

Hoy por la mañana vio desde el frente de la catedral, entre alivio y pena, aparecer a los primeros granaderos franceses a través de la brecha y  cómo el Gobernador Herrasti les estaba esperando para capitular. Percibió la figura del Mariscal Massena, -¿o sería Ney?-, como insólitamente cercana, casi tanto como la del oficial que ahora se encontraba postrado junto a Enrique. Esa primera imagen que formas de alguien por lo que te cuentan o lees, es poderosa, difícil que retroceda; más aún la del Mariscal, un ser de libros y grabados, y sin embargo, le pareció un simple hombre. Le hubiera gustado poder ver algún día al mismísimo Emperador en persona y humanizarlo,  preguntarle sobre sus razones y remordimientos. Puede que fuera como todos, condenados desde nacimiento con la marca de los iguales y hermanos, a golpearnos hasta el no existir.

De pronto, todo se volvió negro. Si tenía los ojos abiertos,  ¿por qué  parecía que los había cerrado? Un instante después el edecán sí que le cerró los ojos preguntándose si él también tendría el temple para morir cómo se le exige una oficial cuando le llegase su hora. 

lunes, 3 de diciembre de 2012

Blood on Blood



Viendo el vídeo de Gutter Twins empecé a tirar del hilo y surgió un relatillo al que habría que seguir dándole vueltas para dejarlo medio aparente pero que ya quedó atrás. A otra cosa.

"Blood on Blood"


Tal que si utilizara un monitor, como si una cámara lo hubiera grabado, aún veía de lejos aquellos chicos pertrechados de palos y barras descendiendo el terraplén a la carrera totalmente fuera de sí, arrojando piedras, tropezando,  rodando por el suelo incluso, mientras se acercaban  a otro grupo más reducido que hasta entonces caminaba inconsciente y tranquilo por el descampado. Y volvió a ver sus miradas extrañadas un instante antes de  comprender e intentar escapar.

Entre los grupos enfrentados en ridículos bailes anárquicos llenos de golpes al vacío y pasos  inseguros que son las peleas de barrio, una pareja destacaba por lo idéntico de sus contendientes. No era solo la misma camiseta negra y  los cuerpos tan similares. Era ese algo inaprensible, esa forma de sostener cada uno una vida que todos reconocemos en el  otro, que sabemos  tan parecida y sin embargo tan única. Esa forma de poner en movimiento cada cuerpo que a ellos apenas los diferenciaba. Aquella lucha era la de  un chico golpeando con saña la imagen de su espejo.

Cuando el monitor imaginado desapareció y volví  a replegarme en mí mismo, ya ni siquiera quise recordar el motivo de la pelea. Solo pensaba que mis motivos eran otros, que golpeando sería capaz de apagar el fuego que se escondía en un lugar difícil de localizar, alojado en una mancha entre mi pecho y la parte de atrás de mi cabeza desde la noche que oí  describir a mí hermano cómo le metió mano a Laura.

Aquel día nació una forma de angustia desconocida, un amago de asfixia, lo mismo que la de un pez fuera del agua, un boquear inesperado e incurable. Aquel certero puñetazo en el rostro de mi hermano no fue el líquido refrigerante que buscaba para apagar el incendio de mi interior. El calor no solo siguió allí sino que arrastró otro tras de sí, el que hasta hace poco no conocía y que, de un tiempo acá,  me era tan familiar: el de la culpa. El de la culpa que ya sabía  solo se cura con el perdón o el castigo. Por no hablar de otro dolor más fácil y comprensible, el de mi mano rota, que a estas horas por fin comenzaba a ceder.

Fue una tarde complicada en casa con una de esas broncas que no defraudan expectativas; son tan fuertes como era previsible. Después de un acuerdo impuesto, madre nos obligó a estar juntos en la habitación. Sin mirarnos, sin hablar. Mientras yo ponía  un disco,   tratamos de buscar la forma menos incómoda de ocupar un espacio que nunca había parecido tan pequeño. Casi al mismo tiempo, ambos decidimos echarnos en la cama de lado, con la cabeza incorporada sobre la pared y los pies colgando.

La canción empezó a sonar y  no pude evitar volver a pensar en Laura. Pronto sería verano,  bajaríamos al río y volvería a verla en biquini. Volvería a intentar adivinar el fin de las curvas y huecos tras cada recodo de su ser, sabiendo que al otro lado no había más que otra curva y otro hueco. Las gotas repartidas y extrañas sobre toda su piel, unos minutos antes de que el sol las convirtiera en  recuerdo apropiándose de toda ella, entibiando su agradecido cuerpo.

Y yo empecé a cantar despacio, lento, olvidándome apenas un instante de dónde estaba y de qué había ocurrido aquel día tan largo y lleno de esperas. De pronto me sorprendió escuchar a mi hermano cantar y recordé todo lo que quería olvidar, pero por primera vez, eso no me hizo sentir mal ni triste. Volví  a cantar algo más alto, siguiendo mi hermano el camino, ya dándome cuenta de que  todo ese peso que sentía desde hace semanas se me estaba escapando.  Hasta que acometí a gritos el último estribillo sin él achantarse, descubriendo que con cada grito y cada carcajada todo lo que me había parecido importante, perdía toda su importancia.
*****
Años después, esta canción se me sigue haciendo corta, pero es curioso recordarla siempre tan larga esa tarde. Aquella canción duró más de lo que dura una canción de rock and roll porque siguió sonando hasta mucho después de que mi madre golpeara la puerta y gritara con  el enfado más alegre de la Historia que bajáramos la música y dejáramos de dar voces, que parecía que estábamos locos.

Aún sigue sonando y a veces ocurre. La cámara vuelve  a aparecer. Un plano cenital de dos chicos casi idénticos tirados en una cama con la misma camiseta negra de Extremoduro, dos chicos cantando y riendo, uno con un ojo amoratado y casi cerrado, el otro con un mano escayolada.

Y entonces pienso que en esa imagen está todo lo que he sido capaz de aprender en la vida. 

sábado, 24 de noviembre de 2012

Tu otro corazón


Mientras corres, tu corazón poco a poco se convertirá en más grande,
Mientras pedaleas, tu corazón se hará fuerte para en cada latido, enviar más y más lejos cada gota de sangre,
Mientras nadas, tu corazón se frenará porque hace tiempo que no necesita volar como antes,
Mientras jadeas la montaña, tu sangre aprenderá a abrirse camino inventando vías y vasos, abrazando lejanos músculos que nunca imaginó

Mas no basta.

Mientras corres, mientras pedaleas, mientras nadas, mientras jadeas la montaña, necesitarás ese otro corazón,  esa otra sangre  que será la que te llevará más lejos aún, hasta esas metas con las que se sueña cada noche de invierno.

martes, 9 de octubre de 2012

La luz que brilla a tu alrededor


Bajo la luz poderosa e implacable de las salas del hospital, tan falsa como brillante,  reina la única luz, puede que la única legítima, la del recién nacido, la del  parido a la vida, la de la vida misma, la que reverbera en el estuario de Lisboa, la que quiebra las hojas de los tupidos árboles sobre  cabezas  de ojos cerrados en tardes de primavera.
 
Hospital como espacios y pasillos iluminados en madrugadas  vacías y despiertas. La agonía y la esperanza. Vidas separadas por suelos y tabiques. En el instante en el que muere un anciano, en otro planta, a pocos metros, nace una niña arropada por la alegría más pura y sencilla, la del amor no pensado que jamás exige.
 
Esa gran colmena de estancias donde tantas veces se viene  a morir y donde pocas veces se muere. Frente a la muerte y el verdadero dolor  que carece de consuelo, el  único sentimiento que hace hermanos a los hombres, el del miedo a la marcha, el de la pelea por seguir siendo, una madre pare. Una madre da a luz. No puede haber palabras menos impostoras, expresión más certera que esa niña, que ese hijo cegando con su luz todo en derredor.
 
Tras las puertas de ese pequeño mundo de hierro y hormigón, donde se nace y se muere, un comienzo o un nuevo comienzo. Tratar de conservar esa luz que poco a poco, golpe a golpe, año a año, se irá apagando hasta el día que, cenicientos, toque regresar.
 
Para empezar, hay que terminar. Para vencer, hay que temer. Para vivir, hay que morir. Y vivir, no es más que morir día a día. 
 
"What is the light that you have shining all around you?"
 

viernes, 5 de octubre de 2012

"Maneras de vivir" (Cincuenta años de Manolín)


Para ir calentando la llegada del cincuenta aniversario del bar más jaramuguil.

“MANERAS DE VIVIR” (50 AÑOS DE MANOLÍN)

1963
Luna de noche de Reyes,
noche entre sueño y mentira
Aquellos trucos de magia,
juegos  de cartas de Manolín,
los que me hicieron sonreír
en mediodías de verano
de la mano de mi padre.
Bajo aquel Ayuntamiento
desplomado, deslomando
aquella tarde de carnaval.

Manolín, nombre sencillo.
Básico, sólido, es rock
frente al peor paleto,
el que rastrea lo moderno.

Hay veces que cambiando de ciudad
un día, un invierno, una vida,
en todas, otros Manolo, Tere, Chago
en todas, otro Manolín.

Noches eternas de humo y riffs,
disparates, remordimientos
besos y risas, atento Alexanco

1963,
Richards echa a rodar piedras
2013, cincuenta años.
Cauces de cantos rodados
Tiempos distintos, gentes distintas.
Todos atados por canciones,
versos con la fuerza de remos
que nos bastan, suficientes
para navegar la vida.
Forajidos de la realidad.

Tiempos distintos, máscaras distintas.
Todos marcados por nombres
brillando en camisetas
devaluadas de algodón
que significan tanto
para quien quiera entender,
para quien quiera escuchar.

El rock me hizo diferente,
Me hizo sentir diferente.
Nunca seremos números uno,
vence el que dicta las normas.
Tan cómodos en nuestra piel,
interpretando el papel,
nuestras maneras de vivir
en la puerta del Manolín.

Garajes de cuero negro
Gritamos: “¡NOS BASTA EL DOS!”
Elijo el otro lado
2013, cincuenta años
Cuando el pasado cuenta,
es tiempo de guardar la llama

1963,
En lo alto de las listas
olvidados campeones de ultramar
pero todos recuerdan el dos
“Loui, Loui”, ¡Iguana, muérdela!
Otros cincuenta años de lunas,
una luna más, una noche más
Una noche sin ti,
otra noche en el Manolín. 


domingo, 26 de agosto de 2012

Cuando el destino no es más que deuda (III)



El liquen, apenas una manta quebradiza sobre la roca. Imprevisible, formas y colores derramados. Hermoso por extraño, repugnante hasta lo atractivo. Cuando la apariencia de lo enfermo es esencia de vida. Firme donde dijeron no ha lugar.  Le basta escarcha, le basta sol, le basta sal.  Le basta. Soportando lunas heladas, soles que a cambio de una vida imposible, peleada y regalada,  siempre ofrecen un día más. 

No me deslumbra ni el sonido de platos y cubiertos en las mediodías de verano, ni los neones cada noche advirtiendo de qué no puedes prescindir para ser feliz. La higuera me enseña, la higuera extendiendo sus raíces tras la humedad, desangrando tuberías tras la vida. 

Bajo nuestras carnes, amorfas o escuetas,  magras o desbordadas, el mismo saco de huesos. Mis posibilidades no son las mismas pero yo creo que mis posibilidades son las mismas. 

Tener es no tener. Renunciar a todo lo que no sea combustible para seguir, todo lo que no sea carga que me empuje a aprender en el trail más largo, cuya última pancarta dice "muerte". Los motores de búsqueda siguen intactos,  en su versión  más versátil y mejorada. Sin naves para regresar, no hay opción. Un alga y un hongo. Ella y yo.  La velocidad no puede ser más que crucero. La que marque un bajo. Mejor la que marquen dos bajos. Se ruega volumen ártico.