jueves, 31 de julio de 2014

KO en Gredos Infinite Run



Primera retirada del año. Después de la inseguridad generada por mi escaso entrenamiento, en  anteriores líneas de salida como la Travesía Upstream de Valladolid y la dura marcha ciclista del Canal de Castilla,  tocó estrellarme en la cita que encaraba más tranquilo. Ciertamente un ultratrail en una prueba mucho más dura, pero había entrenado algo más y sobre todo, conozco  qué se ha de ofrecer para vencerlo.  

El recorrido era 120 kms con 12.860 metros acumulados - 6.430 de desnivel positivo-, pero, después de penar mis  buenas horas de montaña, decidí retirarme en el Km. 54.

Es cierto que la carrera resultó  bastante más dura y complicada de lo que pensaba, a lo que se unió un calor excesivo que mi cuerpo no acaba de tolerar, pero de todas maneras,  no sé muy bien qué ocurrió. Empezar a encontrarme mal en torno al km. 30, sin haber llevado un ritmo fuerte, me deja un poco perplejo.

Cada día tengo más claro que  mis problemas de estómago y por tanto, casi todas mis retiradas –ya no tan pocas-, están provocadas por deshidrataciones en días de mucho calor, sobre todo teniendo en cuenta mi  prodigiosa capacidad de sudoración.  Los síntomas están claros: sequedad de las mucosas –apenas puedo tragar o escupir-, acompañado de una náusea latente, más o menos acusada, y un progresivo estado de debilidad y fatiga.  Después he pensado que era la primera vez que no llevaba bebida isotónica sino solo agua, tirando en avituallamientos más de coca cola; tal vez influyó en mi rápido deterioro. Aunque francamente, si se trata de extraer conclusiones válidas para el futuro, me planteo no competir en carreras largas durante estos meses de julio o agosto. 

Sin embargo, guardo buen recuerdo  del sábado, de las algo más de once horas en carrera. Fundamentalmente por la compañía y en menor medida, por descubrir  parajes que tengo bien cerca de casa y no conocía, para visitar en carrera o de paseo. 

En la salida a las seis de la mañana en Béjar éramos pocos los participantes: 36 en total. Yo nunca miro lista de inscritos y he aquí que esa mañana me llevé un sorpresón de los grandes por lo bueno e inesperado que fue el abrazo con Asís, atleta de San Sebastián y sobre todo muy buena gente. Y es que arrastrando miserias en caminos de montaña, mientras se conquistan caras medallas de “finishers”, también se ganan amigos. Pasar la jornada entera con él, poniéndonos al día, y saludar a Silvia a última hora, fue un regalo inesperado. Además, toda nuestra carrera también la hicimos en compañía de Máximo, simpático canario de “Bichillo Runner”, tipo duro no alejado de nuestra filosofía popular, fiable y afable, con el que seguro seguiré en contacto y no tardaremos en coincidir en alguna otra aventura.

De la carrera, poco que contar. La primera subida, la de mayor desnivel, desde Béjar hasta el Calvitero, algo más de 1.400 metros de desnivel en poco más de 10 kilometros, la hicimos a buen ritmo en cerca de dos horas y media. Después se desciende hacia las preciosas Lagunas del Trampal y dejándolas a un lado, continuamos el técnico descenso  hasta un sendero llano y sombreado de unos 7 kilómetros, que nos lleva hasta Puerto Castilla (Km. 27).

Tras una extraña vuelta por pistas, con ya el sol pegando fuerte, en la primera ascensión llego algo destacado a la cima pero ya no puedo negar la evidencia: me siento mal. Paro a esperar  y decido tomarme un gel. 

Hay una zona de ligero descenso donde Asís comanda el grupo caminando ligero, pero noto que me estoy obligando a seguir un ritmo con el que no debería tener problemas. En el avituallamiento, un pequeño refugio de montaña, veo que no voy nada bien, ya no sé bien qué comer. Pregunto por el siguiente avituallamiento. Me dicen que se encuentra en el km. 50 –realmente en el km. 54-, en Guijo de Santa Bárbara. Toca ascender una pronunciada subida aunque no demasiado larga; parece más de lo que es, sobre todo bajo el sol. Llego arriba con mis compañeros, pero mientras me reprocho íntimamente no disfrutar de los espectaculares parajes que recorrermos, ya voy rumiando la posibilidad de retirarme en Guijo. Mal asunto, esas tempranas fisuras mentales en una carrera que se completa en bastante más de veinte horas,  implican ya  casi la condena.

Tras un paso por una pradera de traicionera hierba llena de huecos que atravesamos muy despacio y donde echo de menos bastones, se sube a un pequeño collado desde el que se debe descender hasta Guijo. Es una pequeña cuesta sin gran desnivel , pero, a pesar de ascender lentamente, voy fuera de punto, fatigado  y ya vencido, decidido a abandonar. Me quedo en Guijo. La posibilidad de dormir en casa con mis chicas frente a una carrera que ya está claro se va a marchar a bastante más de las 24 horas,  cuando de salida albergaba la esperanza de que, creyendo que el terreno no era muy técnico, no tener que tirar de la noche entera, me acaba de matar o salvar, según se mire.

Al llegar a la cima, Guijo se vislumbra lejísimos, al final de una infinita garganta que iré recorriendo lentamente en un largo descenso, algo más pronunciado y complicado al inicio. He dejado ir a mis compañeros y a algún corredor más que me adelanta. Ya solo trato de pasar el trámite y llegar. A medida que descendemos sube la temperatura de forma brusca, con algún tramo asfixiante. Valiéndome de los regatillos que caen hasta el torrente que recorre el fondo del valle, intento beber todo lo que puedo pero no evito sentir a menudo la boca completamente seca, como en pocas ocasiones me ha ocurrido. 

El descenso se me hace eterno pero cada paso resta. Varias veces siento ganas de salirme del camino para darme el baño en alguna tentadora poza de agua clara y fría pero, para mi estado, me supone demasiado tiempo y esfuerzo llegar hasta ellas. Al final –imagino que habré tardado alrededor de dos horas en el descenso total- cuando camino con algo más de brío  y me encuentro ya cerca del pueblo, doy con una poza justo al lado del camino. Sin pensarlo demasiado, hago lo que nunca he hecho en mis cientos y cientos de kilómetros de montaña. Ante la mirada curiosa de unos críos, un tipo con dorsal, zapatillas, gorra y completamente vestido se lanza de cabeza al agua, doy un par de brazadas y estoy de nuevo en marcha completamente empapado. Uno de los mejores baños de mi vida. Poco tardé en secarme, el tiempo en llegar al pueblo, golpeado por un calor que seguro rondaba o superaba los 40 grados a las seis de la tarde. 

Allí me encuentro con mis compañeros, además de un grupo de atletas que han llegado poco antes.  Unos cuantos deciden retirarse de carrera, incluido Asís, que  operado en diciembre de menisco y apuntado a Tor de Géants, creyó que Gredos Infinite Run era una carrera más suave para ir entrando en forma.  A Máximo lo veo bien, muy entero y animado. Decide seguir adelante para terminar con algo más de 27 horas. Es uno de los quince corredores (una chica) que consiguió terminar.

Hasta que “Carlos Ultrarun”, trazador de la carrera, nos viene a recoger para devolvernos a Béjar  un par de horas después, nos da tiempo a darnos un agradable baño en la piscina del pueblo y tomar un par de cervezas junto a Jesús de “Tierra Trágame” y otro chaval cuyo nombre no recuerdo, soldado en Toledo. 

Fue un buen día y además dormí en mi cama. Reconozco que he perdido algo de la llama, del espíritu que me alimentaba antaño, que soy más blando. Hora de recuperar –excepto en la espalda por la mochila, apenas he tenido agujetas, lo que es señal de que no andaba tan mal de forma para ese desnivel-, y plantear nuevos objetivos: por ahora  un par de maratones de montaña para los próximos meses y meditar la decisión de apuntarme a carreras de más de cien kilómetros, sobre todo en meses de mucho calor, mi verdadero talón de Aquiles. 

Hora de recordar a Rilke, de tenerlo presente, con dorsal o sin él: “Sobreponerse lo es todo”.

“¡¡YO SOY ESPARTACO!!”










 

viernes, 25 de julio de 2014

Jodío potro




Es una mañana de mediados de septiembre y aunque sabe que no hace frío, se engaña y trata de combatir sus nervios poniéndoles otro nombre: llamándolos frío.


La escena es extraña. Se trata de una gran sala a la que una serie de peculiares objetos proporciona personalidad: un potro, un plinto,  un caballo, dos gruesas cuerdas suspendidas a medio metro del suelo; también colgada del techo,  una escalera dispuesta de forma horizontal,  paralela al suelo, además de un puñado de bancos y colchonetas.  Es un gimnasio.


Un grupo de muchachos de pintoresca indumentaria, que va desde el chándal a la equipación de  fútbol, de la simple camiseta interior a los habituales vaqueros de cada día, aguarda expectante. Se distribuye en tres filas partiendo de la pared de un fondo.  Frente a cada fila, un espacio de sala vacío de unos diez metros. Tras el espacio: el potro, la colchoneta o el plinto.


El chico con la camiseta del Athletic de Bilbao se encuentra casi al final de una de las filas. Sintiéndose obligado, sonríe algo nervioso a algún comentario, pero tiene la mirada perdida, algo ajeno a lo que sucede y siendo consciente de que al fin llegó el momento que tanto ha temido durante toda la semana.


La última esperanza, la de que el maestro les ofreciera un balón de fútbol  salvador para que salieran a jugar al patio durante la hora de gimnasia, se ha esfumado y vuelve a estar allí, delante del potro un año después.


Con pura y amarga añoranza recuerda que hace dos años lo saltaba decidido y con confianza pero algo cambió el curso pasado. El primer día de gimnasia, hace justo un año,  no estaba nervioso. Sabía que todo iba a salir bien.  Sin embargo, algo ocurrió; tal vez el potro estaba demasiado alto, la carrera fue algo errática, en la medida que puede serlo en un recorrido de apenas tres segundos, pero no lo consiguió y llegó el pánico. La confianza desapareció y ya fue incapaz de superarlo durante el resto del año.


Los primeros chicos empiezan a saltar con confianza, riendo, alardeando; están disfrutando y el chico del final de la fila los envidia con rabia, con la rabia que alimenta el sentimiento de impotencia que arrastra lo imposible . Suelen ser los que también más se dejan notar en clase. En un razonamiento infantil y absurdo, el chico ha interiorizado que si tienes buenas notas, nunca serás capaz de hacer gran cosa con lo del deporte, nunca podrás jugar bien al fútbol o superar el plinto.


Las risas le sacan de su ensimismamiento, le advierten que algún camarada tampoco especialmente dotado, tiene problemas en alguno de los ejercicios o simplemente se ha quedado clavado delante del aparato. El maestro, autoritario, le indica la razón de su fallo en una exposición teórica ya gastada, que ambas partes reconocen obligada pero inútil.


El chico del Bilbao siente alivio. Al menos, aunque no salte, no será de los peores de la clase. Cierta suciedad le inunda, es ese sentimiento de vergüenza que más tarde sabrá que los alemanes llaman schadenfreude, esa alegría vergonzante que nos convierte en algo miserables. 


La fila se acaba y llega su turno. Un momento antes de iniciar la carrera, cree que puede suceder algo extraordinario, como que se suspenda la clase o que el profesor se lo piense mejor y cambie de actividad, pero nada sucede. Quiere correr rápido y decidido antes de llegar a la rampa pero siente que algo que no entiende tira de él…

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Quería escribir algo sobre aquellas clases de educación física de mi infancia, aquellas clases de gimnasia, que ni eran clases, ni eran de gimnasia.  Obró de percutor descubrir en  el pasillo de mi viejo colegio, el día que lo visité con motivo de las Elecciones Europeas, el que estoy por asegurar era el mismo potro de hace más de treinta años, el mismo jodío potro. Se conoce que es cierto lo de que antes se hacían las cosas para que duraran más. 


Hace un par de años, le dediqué un artículo a Don Luis, un maestro de aquella escuela, al que considero el mejor profesor que he tenido en mi vida. Responsable de mucho de lo que soy, de que aún hoy siga estudiando porque simplemente me gusta. Hoy, partiendo de la veneración al maestro, una de las figuras más infravaloradas de nuestra sociedad, vuelvo a aquellos años en un tono bien distinto.


Sé que la educación física era considerada como menos que nada, como casi una intrusa dentro de la enseñanza seria, sé que los responsables de las clases carecían de formación, pero aún me pregunto si nadie se paró a pensar qué sentido tenía la representación de aquella farsa, bien fuera en forma de partido de fútbol, bien en algo semejante a una escena como la que he descrito.


Ningún alumno  mejoraba o aprendía, nada contribuía al desarrollo físico o a la adquisición de algún tipo de destreza y menos aún se podía vislumbrar algo de lo bueno que entraña el deporte, cara a  convertirse en un saludable hábito de futuro.


Me costó muchos años saber que el deporte no se me daba mal y sobre todo, que me gustaba  de verdad; es algo que tuve que entender por mí mismo ya que tampoco mis siguientes entrenadores supieron sacar lo que yo llevaba dentro. 


Aquella mañana de elecciones fantaseé con recorrer a toda velocidad el largo pasillo central de San Francisco y saltarlo de una santa vez, liquidando para siempre todos aquellos fantasmas y agobios elevados sobre los cimientos de un gran sinsentido que un niño de doce años era incapaz de analizar con frialdad y tino.

miércoles, 23 de julio de 2014

GP Canal de Castilla, la yihad ciclista contra la dictadura de la maneta integrada


Supe de esta prueba hace un par de años. Más de doscientos kms., más de cincuenta de caminos, tomando como eje o motivo central de la prueba el Canal de Castilla y un reclamo: LA ROUBAIX CASTELLANA. 

Ese párrafo es droga dura  para un jaramugo en periodo de desintoxicación, más si el festejo es cerca de casa, una de las condiciones que más valoro últimamente.

Había que probar y tratar de encontrar algo de lo que se prometía; buscar algo de la esencia del deporte popular que muchos anhelamos, y que a menudo nos defrauda por el exceso de afán por la competición dentro de un mundo en el que, excepto cuatro figuras, todos somos una banda de aficionadillos, aunque a alguno le cueste admitirlo. 

Respecto al ciclismo, supongo que algún año volveré  a alguna marcha cerca de casa en el Sierra de Béjar o la Estrella, pero hay mucho dentro de ese mundillo que no me acaba de convencer, sobre todo en el tema actitud. Por ejemplo, tengo muy claro que nunca volveré a una Quebrantahuesos, aunque una de las cosas más bonitas que se pueden hacer sobre una bici es la ascensión al Portalet; a día de hoy preferiría hacerla en solitario, con amigos, o con futuros amigos. 

Pero, como iba contando, por la información y fama que me llegaba de la carrera, además de alguna referencia muy válida, GP Canal de Castilla parecía diferente, unido además el estímulo de conocer una zona cercana para mí desconocida.

Y he aquí, que todas mis expectativas fueron ampliamente superadas. 

Ya el ambiente me pareció diferente de entrada, cuando llegamos a primera hora  acompañados de otros miembros del equipo Biciteca: Sergio, Hugo, Manu y Dori Ruano; un honor compartir maillot con toda una campeona del mundo y España.

Manu, ya en vías de convertirse en una suerte de  iluminado gurú en el mundo del pedal –tiene hasta las trazas-,  traba conversación con unos y otros y me van llegando primeros retazos de conversaciones sobre ciclismo, que más tarde, durante el desarrollo de la carrera, me confirmarán el curioso pelaje de muchos de los ciclistas que hoy parten de Medina de Rioseco. 

Separo dos grupos a los participantes. Por un lado los de siempre, los de  la bici de carbono y el mucho correr –yo soy de los primeros, no de los segundos-,  por otro, unos tipos raros a los que cariñosamente rápidamente identifico como talibanes que son fácilmente reconocibles antes de escucharlos por su montura o  atuendo, resumible en una lista no cerrada de caracteres básicos: uso de bicis antiguas; muchos de esos hierros pesan el doble que mi bici, algunos de ellos cargados además con guardabarros, portabultos, alguna alforja, incluso algún curioso portabotes en el manillar, con ligero bote de metal claro. El verdadero talibán suele llevar un maillot antiguo, que recuerda a míticas fotos en blanco y negro en ascensiones de tierra, lo menos transpirable y más alejado del tejido técnico posible. Algunos no llevan culottes sino pantalones cortos más bien de calle –no sé si con badana-, incluso zapatillas de caminar normales. A estas alturas de la descripción, ya resultará obvio, pero efectivamente, un talibán no se depila. Por otro lado, sus conversaciones giran sobre  marchas y concentraciones ciclistas fuera de las comunes,  sino de un circuito paralelo de bicis clásicas. Como una pareja que llevo al lado va charlando de pruebas en Europa, le pregunto a uno de ellos si han corrido la “París-Roubaix” y me responde que no, que no existe de bicis antiguas, que sí ha hecho el Tour de Flandes con el trasto sobre el que pedalea, lo que me causa bastante más admiración que un “Top Ten” en Quebrantahuesos.

En cambio mi bici llama la atención por el lado malo, por lo buena que es. Una Cervelo P2 resulta demasiado ligera, vistosa y hasta cara para el cariz de la prueba. Además la llevo tal cual, sin ninguna modificación para adaptarme a las especiales características del recorrido, salvo cinta aislante cubriendo parte del cuadro para prevenir el daño que puedan hacer las piedras que salten del camino. Ni siquiera he puesto ruedas un poco más anchas o con algo de dibujo.

Respecto a la carrera, se conoce que la organización se ha vuelto más sensata y va sentando la cabeza lo que no sé si es buen o mal síntoma. Los 230 kilómetros originales se han transformado en 162, con algo más de 50 de caminos, con los que ya se queda uno a gusto, eso sí.

Llevaba algo más de un mes sin montar en bici, desde el Ironman, así que tenía muy claro que saldría tranquilo, a la expectativa de cómo respondía mi cuerpo y cómo me veía en los tramos de tierra con la bicicleta, sin descartar retirarme si veía que no me desenvolvía como debiera.

A pesar de que los primeros cuarenta kilómetros se desarrollan como marcha neutralizada, me sorprendió que, para mi gusto, quizá se iba algo más rápido de lo que yo deseaba, sobre todo a la vista de mi inseguro estado de forma, así que decidí integrarme en un grupo trasera que me llevaba como yo quería. 

Tuvimos suerte con el tiempo ya que amaneció nublado y no hizo nada de calor. En general, el recorrido de carreteras discurre entre dorados y agostados campos de cereal castellano, salpicados de pequeños bosques de galería junto a cursos de agua,  del ocasional amarillo del girasol, del morado del tomillo. Hechizados por las espectaculares montañas de fácil atracción, me llama la atención cómo me costó encontrar la fascinación por el punto de fuga de una carretera infinita, por el horizonte limpio de  la inclemente meseta, por esos duros y pequeños pueblos reacios a desaparecer,  reunidos junto a sus viejas iglesias, recios y resistentes como sus habitantes, hechos al viento, al sol y al hielo. Hoy más que nunca me siento hijo de Castilla, pero me costó encontrar mis señas de identidad. 

Alrededor del kilómetro noventa entramos en el primer tramo de caminos. Durante la marcha me explicaron que lo que llaman sirgas son los caminos que discurren junto al canal, que en origen fueron utilizados por las gentes  para transportar mercancías en burros y mulos. 

Sé que la primera toma de contacto con los caminos es importante. Entramos con precaución y circulamos despacio. Tal y como recomendaba la organización, llevamos muy hinchadas las ruedas para prevenir pinchazos, aunque con tanta piedra, parece imposible librarte. De hecho, empezamos a adelantar a ciclistas reparando. Con el tiempo, nos comienzan a adelantar a toda velocidad participantes más bregados en el asunto, con  peores bicis, pero mejor preparadas. Y como el que no quiere la cosa, comenzamos a acelerar, llegando una velocidad bastante digna. Especialmente en el segundo tramo importante, de casi quince kilómetros, acabo detrás de Manu circulando a en torno los treinta kilómetros por hora, hecho ya al tembleque, pendiente siempre de los baches más pronunciados, doloridos los brazos y agradeciendo ser de los que llevan dos cintas en el manillar. Salimos al asfalto excitados,  con una gran sonrisa en la cara comentando lo alucinante de la inesperada experiencia. 

Alrededor del Km. 100 subimos en grupo el Alto de Autilla, una pequeña tachuela con buen asfalto que se hace algo de más de dura por el molesto aire en contra que, excepto en los tramos de tierra, nos seguirá castigando hasta meta.

Arriba esperamos a Sergio, que ha tenido que hacer una inaplazable parada “técnica”. Sergio es montañero y nunca ha hecho esta distancia en bici; valiente, no ha elegido mala cita para debutar. Desde aquí hasta meta le echará coraje para terminar.

Hugo es el más fuerte de todos y se encarga de conducirnos en esa dura tarea que es bregar con los interminables kilómetros de las rectas de carretera castellanas contra el viento. Me empiezo a notar cansado, renuncio a dar más relevos y tiro de mi primer gel. En esta última parte es cuando se concentran la mayor parte de caminos A medida que nos acercamos a meta, la lluvia que ya había aparecido esporádicamente, comienza a arreciar. 

Ya hace tiempo que los tramos de tierra los afrontamos con seguridad y convicción, pero el agua va deteriorando el estado de los caminos y hay que ir con tiento. La carrera se convierte en algo muy distinto  en un tramo con repechos de tierra arcillosa de unos ocho kilómetros. La bici patina continuamente, las ruedas se bloquean por la acumulación de tierra junto al cuadro y la horquilla, el emisor del cuentakilómetros queda sellado por el barro, no consigo enganchar las calas, tengo mi primer y único pinchazo. En fin, una batalla de las de contar, sobre todo por ir con una bici de carretera.

Al final, todos conseguimos salir vivos y encaramos el último tramo de trece kilómetros y medio hasta meta junto al canal, con más piedras, muchos charcos pero piso más estable. Superamos los charcos a toda velocidad, rezando para que en alguno de ellos no haya un hueco u obstáculo demasiado grande y alguno clavemos la rueda. En una de ellos, Hugo se va al suelo por la acumulación de barro. Bueno, en GP Castilla, al menos había que tener un pinchazo y una caída y ya hemos cumplido.

El Canal de Castilla es una obra de ingeniería promovida por ilustrados españoles en el S XVIII para ser utilizada como vía de comunicación y transporte entre la meseta castellana y leonesa. Tratando de fomentar el desarrollo de la zona, fue utilizada para la navegación, el regadío, la pesca o como fuerza hidráulica. No conocía nada del paraje y de verdad que estos últimos kilómetros, bajo los árboles de su ribera, castigados por una lluvia torrencial que proporcionaba a la estampa un halo aún más romántico, con unos locos ciclistas en el papel de intrusos. Me sorprendió la belleza del paseo junto a la vía de agua jalonada de esclusas. Como que ya he decidido organizar alguna jaramugada para recorrerlo corriendo en algún reto que se irá definiendo con algo de información. 

Magnífico final para una prueba de la que me gustó todo, hasta el hecho de que no haya clasificaciones ni premios. Tras esperar a Sergio en meta, entramos en meta sonriendo, como no podía ser menos y pensando en volver, aunque esta vez con mi vieja Razesa, con mi abandonado maillot del Ariostea.

“¡¡YO SOY ESPARTACO!!”