Mostrando entradas con la etiqueta ultrafondo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta ultrafondo. Mostrar todas las entradas

viernes, 15 de mayo de 2015

Fiasco en Vallecas, la no crónica de los 100 de Madrid



Antes de ponerme a escribir algo de la Despeadura Ilustrada o de lo que ocurra mañana en el Ultratrail de Hurdes, me juramenté para ofrecer algo sobre mi malograda aventura en los 100 kms. de Vallecas, celebrados un ya lejano 8 de marzo.

Lo cierto es  que no  me apetecía escribir nada, no por que me retirara, sino porque la verdad es que apenas me motivaba, ni exponer mi propia visión, ni disertar sobre una carrera cuya realidad o características me parecen un horror, algo que ya sabía de antemano.

¿Por qué me inscribí entonces? Bien, la respuesta es fácil, me apetecía  un gran primer reto a principios de año, correr unos cien en fecha temprana, sin calor ,y lo que tenía claro es que, para variar, me enfrentaría al reto entrenado, suponiendo que si llegaba preparado, mis armas serían suficientes para cumplir con el exigente reto, despejando así mis propias dudas sobre mi capacidad mental actual para afrontar grandes distancias.

De ahí que me inventara un reto, el "Desafío Run and Roll: 10 maratones en 10 semanas", que completé, que me costó un huevo, más por hacerse prácticamente en solitario y con mal tiempo, del que estoy muy orgulloso y al que ya dedicaré un capítulo específico.

Pero algo fallaba  en mi razonamiento, el que yo pensaba sólido eslabón "entrenamiento = éxito" quebró; porque sí, tenía el entrenamiento, pero una vez más se demostró que en ultrafondo lo más importante es la voluntad, la dureza mental, la ilusión o decisión de la que yo carecía.

Desde el sábado, el día anterior a la carrrera en que llegué a Madrid, creo que ya me sentí en parte derrotado. ¿Qué coño pintaba yo allí? Cada día más de pueblo, más de campo, más de monte, es bajarme del autobús en Madrid y sentir que se me cae encima un mundo de ruido, calor y lío, todo lo contrario de lo que yo entiendo por buena vida. Aunque fuera la primera vez en que iba a Madrid descartando visitar museos, conciertos o clásicas tournées capitalinas para evitar cansarme en exceso, lo cierto es que el sábado mi estado se describiría entre harto y agotado.

Al día siguiente, en la previa del inicio de la carrera a las siete de la mañana, mientras aguardaba en un anejo del estadio del Rayo, sentado en una sala de espera rodeado por los participantes, alguno de los cuales saludé, me volvía preguntar qué hacía yo allí. No estaba nervioso, estaba en simple "modo off", añorando estados ansiosos de antaño, ya consciente de que cada ocasión me cuesta más ponerme un dorsal, y que si además lo hago en una carrera de 100 kilómetros dando vueltas a Madrid, una carrera que no me llama una higa, mal vamos.

Me acababan de contar  que el recorrido era duro, con lo que veo que será complicado acabar en las 11 horas que te dan de margen. Dan el pistoletazo de salida de noche para encarar una larga subida de casi dos kilómetros y antes de llegar arriba, he decidido que haré un maratón y me iré para casa. Y así fue, hice una mierda de maratón sobre el asfalto de Madrid, rodeado de coches, de gente que nos miraba sin saber muy  bien qué hacíamos y me volví al pueblo; ni por asomo me tentó la idea de llegar a los 100, medio andando medio corriendo en un entorno tan naturalmente hostil para tal actividad.

Tal vez elegí mal, tal vez debería haberme apuntado a una prueba de montaña, en línea, nunca un circuito en el que se pasara por meta, nunca urbano, un lugar al que creo jamás volveré, a no ser para correr un maratón con mi hermano.

Algo he sacado en claro, grandes distancias, las justas, carreras, cada día menos. Me gusta el deporte pero ya no necesito ponerme un dorsal.

Bien, despues de la Despeadura Ilustrada de hace un par de semanas de la que ya daremos cuenta, hoy a las cinco de la mañana partimos en el I Ultratrail de las Hurdes, que me apetece muchísimo más que cualquier carrera, incluido los dos ironman a los que estoy apuntado este año, y que a día de hoy, hubiera descartado por completo -en este caso, también por falta de tiempo para entrenar-, pero bueno, los intentaremos completar, o al menos la natación y la bici. Ya se verá.

Como canta Alabama Shakes en ese pepinazo de canción que acaban de estrenar, "I dont wanna fight", y es que en Vallecas no quería luchar.

"¡¡YO SOY ESPARTACO!!"


viernes, 29 de agosto de 2014

Reflexiones al pie de la Verracada Nui por Camino Torres

(Las fotos son de Manu)


Siempre ocurre, es lo normal. Más allá de los cincuenta kilómetros comienza la verdadera fatiga, la disminución del rendimiento y sobre todo, los dolores; variados, intermitentes al comienzo, controlables, casi insignificantes;  persistentes, constantes, ya imposibles de ignorar, después.


Hay un bonito verbo en desuso: despearse o aspearse  cuyo significado viene a ser el de maltratarse los pies por haber caminado mucho. El ultrafondo o el desbordado afán por despearse, tan en boga hoy en día,  bien podría ser buena excusa para recuperar la palabra, muestra de ese valioso patrimonio inmaterial de un pueblo, el de nuestro lenguaje, maltratado tan a menudo (ahí ya proyecto yo una “Despeadura Ilustrada”  siguiendo las andanzas del ejército napoleónico por nuestras tierras en formato tres etapas en tres días, incluida una etapa nocturna el viernes noche).


Y es que aunque se llamen de otra forma, despeaduras hay muchas, cada día más, y yo ya llevo unas cuantas, tal vez demasiadas, porque algo de mí se perdió entre tantos caminos y montañas. Como iba contando, a partir de los cincuenta kilómetros, lo que te lleva hasta el final, aparte del hábito del cuerpo conseguido a través de largas horas de entrenamiento que atenúan todas las incómodas secuelas,  es tu voluntad, tu temple, tu compromiso con el reto; ese compromiso que  hace cualquier distancia o montaña salvable. 


Esa gran dureza mental, a pesar de mis insuficientes entrenamientos para pruebas de ultrafondo de extrema dureza, me han llevado a muchas metas. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, albergo dudas. Dudas sobre el sentido de seguir en un trayecto donde correr, a cada paso se torna más complicado, dudas sobre mi capacidad para soportar el espeso y lento transcurso de las horas, puede que hasta noches enteras de combate frente a mis pensamientos, porfiando continuamente frente a la tentación de marcharme a casa. 


Para hacer ultrafondo se requiere espíritu, un intangible difícil de definir que puede que con las metas y los años tienda a diluirse.  A día de hoy, no reconozco a esa persona que fue capaz de completar el descomunal reto del Tor des Geants. Antes de mi primera retirada, fuera carrera o reto, me sentía algo así como lanzado en el interior de una cápsula, dentro de un pasillo con muros y techo completamente sellado, cuya única vía posible era la de avanzar hacia delante. Hoy, de reojo, de continuo, advierto una puerta que a cada rato me parece más fácil de abrir, la de retirarme y terminar, la de mi cama, la de mi familia.
 

Más aún, tratando de acotar y objetivar mi relación con el deporte, esas dudas han derivado en la casi certeza de que en este momento no tengo yo la cabeza para enfrentarme a distancias cercanas a los 100 kilómetros. No sé si es algo definitivo, como cuando abandoné el baloncesto, o se trata de un periodo transitorio, pero algo cambió. Hoy por hoy, creo que la verdadera distancia en la que me siento cómodo son los 70-80 kilómetros, o lo que viene siendo una jornada laboral, como dice Quini. Y tras esta larga introducción, mucho de mi inconclusa aventura en la Verracada, se explica por estas dudas o por soslayar la fragilidad de mi innegable nueva condición. 


Precisamente venía de retirarme en Gredos Infinite Run. Tras mi regreso, aseguré a Susana que no volvería a correr distancias tan largas (120 kilómetros), y menos en verano, si no me hallaba totalmente convencido y entrenado.  Por ello, es comprensible el merecido correctivo del que me hice acreedor, cuando Susana tuvo que venir a buscarme a Alba de Yeltes. No era capaz de entender que apenas 10 días después de mis solemnes y trascendentes palabras sobre mi nueva forma de hacer deporte, volviera a embarcarme en las mismas, ante la irresistible oferta del CiegoSabino.  Para Susana –también para nosotros, reconozcámoslo-, cosas de hombres, inefable misterio.


La Verracada Nui es una jaramugada clásica, invento de hace unos años. Tenía dos modalidades: bien recorrer a pie, corriendo y andando, los 90 kilómetros que hay desde el verraco de Ciudad Rodrigo al de Salamanca, bien hacer el trayecto ida y vuelta en bicicleta. Este año proponía recorrerse por el Camino Torres, alrededor de 110 kilómetros.


Me retiré casi al final, por la inexorable fuerza de los hechos, en Alba de Yeltes (Km. 83) –fruto de una severa deshidratación por estar varias horas sin líquido bajo el sol de mediodía-, lo que tampoco deja demasiado margen a la interpretación: no se siguió porque no se podía y punto; la fuerza mayor excusa. Pero lo verdaderamente relevante no es mi retirada sino mi tentativa de retirada en San Muñoz (Km. 55), no porque estuviera especialmente mal, sino porque simplemente estaba harto. Hasta allí, había disfrutado de la mayor parte del recorrido, pero, ya dolorido, me costaba encontrarle sentido a la agonía que se avecinaba. 


Manu, distrayéndome, animándome, me cameló y sutilmente me condujo lo suficiente para que siguiera adelante solo un poco más, y de ese modo, cerrarme las vías de escape, la posibilidad de retirada hasta Alba, ya al lado de Ciudad Rodrigo, donde mucho se tenía que torcer la cosa para no tirar hasta el verraquín. Bien, me dije, seguiré adelante hasta el final, solo para escribir una crónica en la que anuncie el fin de mi relación con las distancias de tres dígitos.  Por ello, tal vez lamenté más el hecho de no concluir la aventura, porque hubiera representado mejor final a muchos años de inolvidables –para mí, claro- aventuras, sea punto y aparte, o punto y final. 


No, me tocó irme a casa destrozado, ducharme y tirarme en el sofá para no parar de beber líquido durante treinta horas. Sin embargo, la magia de esta historia, de mucho de nuestra loca afición,  algo que jamás entenderá el profano porque, de primeras, nunca imagina lo mal que nos llegamos a encontrar, es el buen recuerdo que atesoro desde unas horas después, de un día que, en principio, debería haber sido un día de mierda, y sin embargo, regresa como una experiencia audaz en común, pura y limpia, encarnado en una imagen: la de tres tipos exhaustos bajo un sol de agosto a mediodía,  tres tipos detenidos en medio de una pista, sin visos de que conduzca a ninguna parte, tres tipos  encorvados con sus manos apoyadas en sus piernas, casi sobre las rodillas, tratando de buscar cierto alivio en esa postura, de  dar esquinazo a esa pertinaz malestar, a alguno de sus miedos. Tres tipos machacados que, inexplicablemente, se miran y sonríen. 


Porque destilando de esa Verracada, no me queda ni fatiga ni hartazgo, sino que me restan doce horas cubriendo esa suerte de vacío que trato de retratar y que antes no sentía, algo de la negrura de mi íntimo tira y afloja, con los lazos de lo que siempre fue la amistad, la misma de cuando éramos críos jugando, la de adultos disfrazando de serio lo que sigue siendo un  exigente juego; lazos que formarán un suave  capullo de seda para albergar todo lo malo que hay dentro. Si llegas a meta, entonces sí, entonces la metamorfosis se completa y nace el abrazo, la risa, la medalla, la mariposa. Si no llegas, como es mi caso, y todo se queda en un ensayo de nido estanco, al menos entiendes por qué lo hiciste una vez más.


Y ese día de agosto esos hilos y lazos se fueron tejiendo desde  una Plaza Mayor de Salamanca increíblemente vacía a las cinco de la mañana, propiedad no más que de  tres mirobrigenses con trazas de corredor;  se fueron hilando desde las tres primeras horas  de carrera, embozados por una noche iluminada, nunca menos noche por la mayor luna del año y la continua caída de estrellas, deslizándose rápido por campos resecos esmaltados de reses, girasoles o  trigos, hacia un horizonte agostado siempre limpio, con montañas muy al fondo, donde a medida que nuestros cuerpos se iban agotando, paradójicamente nuestra mirada descansaba libre de obstáculos, con la inevitable puntada-putada final, la de siempre, en forma de cuestas que no esperábamos y que claro, nunca eran la última, invernadero kilométrico de jaras y encinas, donde marchamos solos, cada uno en su propio mundo, pero siempre unidos por el hilo de la solidaridad y por tener en cuenta al compañero que se queda, que no anda, que no tiene agua. Porque hacerlo tú está bien, pero si no arribamos los tres que partimos, nunca es lo mismo. Tal vez la próxima vez, tal vez la próxima.

"¡¡YO SOY ESPARTACO!!"





 Si es que es hablarme de 100 kms....





martes, 3 de septiembre de 2013

Anillo Vindio, la luz en la agonía

En el camino. Hace unos días alcancé mi maratón cincuenta, más por inercia que por empeño o convicción. Estoy muy lejos de aquel Atalanta de 1996; también mi relación con el deporte es muy distinta, también mis motivos. Llevo años buscando algo y tal vez haya llegado a un lugar importante. Elegí el Boedo como número 50 porque para mí es un símbolo de lo que más me gusta en este deporte de locos; poco más que un puñado de chalados que cada año repiten un par de vueltas por un desierto campo castellano, sin encanto aparente. El asfalto y sobre todo las grandes carreras ya no me dicen nada. Sé que mi lugar es el gran fondo y es la naturaleza, es la montaña, es la ausencia de ruido, es lo simple y sencillo, es lo duro. Porque todo lo bueno que puedes esperar de esta vida no está muy lejos, lo encontrarás dentro de ti. Me costó comprender que lo mejores estímulos no necesitan grandes nombres en titulares.



Y del Anillo Vindio me gustaba todo desde el principio. Yo elijo el reto, yo elijo la compañía. Un reto de exigencia extrema en ese país encantado y diminuto, agreste, salvaje e imponente que es Picos de Europa.  Una compañía que era reencontrarme con amigos y conocer a otros que de buena cuenta sé, serán igual o mejores. Reforzar y crear vínculos en una de esas experiencias cuyo recuerdo ya jamás se desprende. Una carrera sin dorsal. Me aplico y trato de encontrar las diferencias entre una carrera y  la aventura de este fin de semana y francamente no las encuentro. Cuando eres un corredor que no lucha por puestos o victorias, sino tantas veces, solo por sobrevivir, no veo diferencia entre el reto inventado de nuestro Anillo Vindio y una carrera con dorsales y normas.





Aquí las normas las ponernos nosotros y lo mismo que escucho con escepticismo esas historias de corredores populares haciendo trampas, ya que no soy capaz de comprender la recompensa de engañarse a sí mismos, aquí nuestras normas son intocables y aún de haberlo hecho en solitario, no se me alcanza sentido alguno a decir que lo hice, si no fue en la forma en que ocurrió. No necesito puestos de control para vigilarme. Cuando te mueves en estas ligas, la victoria es simple: llegar al final.

Mis experiencias previas en Picos de Europa (Travesera, Desafío Cantabria o la clásica excursión montañera con la novia), aparte de la fascinación por un entorno mágico, me dejaron muy claro que nos enfrentábamos a un recorrido de dureza superlativa. Los alrededor de 114 kilómetros, en principio no intimidan demasiado si no le colocas el apellido de los más de 8.000 metros de desnivel positivo, por no mencionar la dificultad técnica de alguno de sus tramos, que obligan a marchar muy lentamente y con mucho tiento. Un recorrido que en etapas, sí ha completado mucha gente pero que en su modalidad "non stop" o “del tirón”, han conseguido pocos, muy pocos.





Teníamos prevista la salida a las diez de la noche pero la cena de conjura y los preparativos se alargaron más de la cuenta, con lo que el inicio se demoró algo más de una hora. Pasadas las once, comenzamos el temible Anillo Vindio quince corredores desde Poncebos corriendo de noche por la Ruta del Cares dirección  Caín. El precioso recorrido, habitualmente lleno de caminantes, lucía desolado a esas horas. Gestionamos las curvas entre pared y precipicio relajados pero alertas, al ser conscientes de que marchamos corriendo junto al abismo, entonces oculto.

Bruscamente se acaba el aperitivo. Comienza propiamente el  verdadero Anillo, comienza el desnivel con el exigente ascenso de la Canal del Trea. Subiendo por un precioso bosque a un ritmo que a mí me parece excesivo para la tela que queda por cortar, me empiezo a preocupar ya que  debido a la humedad, comienzo a sudar a chorro -los que me conocéis, ya os imagináis-. Mucho calor, la espalda bajo la mochila me arde. He cenado demasiado, demasiado cerca del inicio;  unos espaghetis al cabrales y un cachopo (algo así como un sanjacobo de filetes). Todo estaba tan rico que me he prometido repetir el domingo a mediodía si consigo terminar, pero ahora me está matando. El menú resulta demasiado indigesto. Bebo agua e isotónico para tratar de contrarrestar la deshidratación en camino, pero me duele el estómago. A estas horas todo son dudas. La meta se encuentra tan lejana, son tantos los obstáculos a superar, que voy un poco bajo de moral, avistando malos síntomas por todos lados y pensando en cuánto duraré.

A medida que pasamos el bosque y llegamos arriba, aparece el frío. Primeras vistas a la luz de la luna de las imponentes siluetas de montañas que nos rodean. Instantes para la tregua y el reagrupamiento,  momentos que nos obligan a apagar todos nuestros frontales y apenas por unos segundos, recordar nuestras razones para aguardar noches en vela.

El frío aumenta. Me molesta y me alegra al mismo tiempo. Prefiero ir temblando en manga corta porque el deterioro de mi cuerpo se ralentizará, me permitirá ir mucho más allá. Cuando llegamos arriba, comienza a llover y hemos de tirar de chubasquero. Llegamos al Refugio de Vega de Ario dudando en varias ocasiones sobre la senda correcta que nos conducirá  a Lagos. Aunque no son chaparrones, la lluvia se vuelve más intensa. Aparte de la molestia en carrera, nos preocupa el estado del terreno si el tiempo continúa  en esas condiciones durante el fin de semana. En el descenso la gente con gafas lo pasará muy mal por la lluvia y se irá quedando atrás. Manu, a pesar de cambiar de pilas, además tiene problemas con el frontal, con lo que el ligero descenso se le hace muy penoso, sobre todo por la agobiante sensación de estar ralentizando al grupo. Llegamos a Lagos y de allí enlazaremos con una pista que ya corriendo, nos conducirá a la furgoneta de Rober, al que pillamos dormido y que nos dice que llevamos algo de adelanto. Kilómetro 23.



No para de llover. Estoy completamente empapado, de pies a cabeza, pero decido no cambiarme. Aunque hace frío, sé que en marcha no tendré problema. Sin embargo, la parada se prolonga más de lo conveniente y aunque Maika me deja unos pantalones impermeables, ya no puedo parar de temblar. Sigo pensando que un error que cometemos a menudo en estos proyectos y que deberíamos mantener algo más controlado,  es el de parar más de lo necesario, una sangría de tiempo al que no veo ninguna utilidad, sobre todo en determinadas circunstancias.

Aquí se quedan Marce, Javi, Maika y Manu, estos últimos agobiados por la sensación de ser un lastre para el grupo al no ser capaces de bajar con garantías, con continuas caídas, considerando además con buen tino –porque casi siempre ocurre así-, que a medida que sigamos ascendiendo, las condiciones irán a mucho peor. Además el siguiente punto de asistencia, Posada de Valdeón, dista alrededor de 12 horas y parece demasiado tiempo para enredarse, caso de que persista el mal tiempo. Una pena, porque las ganas de seguir chocan con la prudencia y la responsabilidad que te obligan a parar. Sé que a Manu le cuesta tomar la decisión pero parece lo más acertado. Enamorado de la montaña y los retos, tiene una deuda pendiente con "Picos",  en la que espero volver a acompañarle.

Fui uno de los que acabé el Anillo pero mi lucha interior es continua, una lucha que comienza casi desde el inicio. Ya no afronto este tipo de carreras al modo alocado que solía. Ahora he de encontrar motivos para seguir, casi a cada momento. Congelado y pensando que nada mejorará, pienso en mi cama y en mi niña y me digo qué bien estaría amarrado a su cuerpecito calentito. En grandes distancias siempre me digo y cuento a quien me quiera escuchar, que siempre hay que pensar lo peor, que las buenas expectativas golpean como el peor de los desfallecimientos cuando no se ven cumplidas, que es casi siempre. Sin embargo, he aquí que por una vez,  las montañas fueron clementes. Después de pagar peaje, el alto precio de una noche congelado por el frío tras muchas horas bajo la  lluvia, la recompensa llegó con el amanecer más mágico de mi vida por lo antinatural que pareció todo, como una secuencia programada, un telón elevándose para que comenzara la función: dejar de llover, desaparecer la nubes, elevarse el sol, aparecer la majestuosa Aguja de Enol. Todo a un tiempo.






Acercarse a La Forcadona fueron momentos de paz, de alegría serena, de haber cumplido, de merecerlo. Mientras Unai y Óscar nos explican e  ilustran sobre la maravilla que nos rodea, indicándonos los nombres de collados y picos casi a cada golpe de vista, el sol comienza a templarnos y todo pinta mejor.

















A medida que nos acercamos al paso de La Forcadona, confirmamos que habrá problemas por la abundancia de nieve y sobre todo, por su estado, tan helada que impide marchar con seguridad. LLegando al collado, el desnivel es más pronunciado y simplemente marchamos acojonados. Los montañeros de verdad, la gente con más experiencia, nos marca el camino a los más novatos en estas artes. Lenta, suavemente, ayudándonos de los bastones, subimos paso a paso con la precaria seguridad que te dan unas zapatillas, siempre a punto de deslizarse y tratando de evitar mirar dónde acabarías si perdieras pie. Hace unos años mi actitud era más inconsciente en estos episodios. Lo hacía y punto, sin preocuparme demasiado. Ahora sí siento el miedo a darme una buen hostia, a algún accidente grave o irreparable, aunque procuro controlarlo. En cada paso estoy tenso pero confiado; pero más que sobre la inestable superficie helada, parezco apoyarme en la confianza que me inspiran las voces y consejos de Paco o Óscar que sé nunca me van a defraudar, en una suerte de extraña relación padre -hijo.









Al fin llegamos arriba y tras lidiar en el descenso con algún otro paso complicado entre rimayas, decidimos almorzar en un collado –no recuerdo el nombre-, al sol, charlando, como si mismamente hubiéramos decidido salir aquella mañana a caminar un rato. Se está bien; tras la dura noche y la tensión en los neveros, se nos nota contentos, relajados, locuaces. Nos cuesta volver a ponernos en marcha después de haber continuado tejiendo esos lazos entre extraños que siempre continuarán vivos, porque siempre recordaremos que hicimos el Anillo Vindio juntos.


Después del recreo, continuaremos "cresteando" hasta que afrontemos un largo descenso, corrido a toda velocidad, entre los árboles de un bosque precioso hasta el Refugio de Vegabaño donde realizaremos otra buena parada técnica para comer un bocadillo de tortilla “petrificada” que a mí me sentará bien. Después de otra pequeña subida –aunque no sea cierto, todo se antoja pequeño respecto a lo que resta por delante-, kilómetros de pistas cuesta abajo hasta Posada de Valdeón. No me noto bien, a lo que se añade que la colocación de mochila y botes me va dando problemas mientras corro lo que me cabrea; es algo que nunca preparo ni entreno y que siempre lamento cuando ya no hay remedio. Ir molesto y agobiado por estos temas, no es más que una absurda forma de perder energía y socavar los ánimos.

 



Posada de Valdeón creo que es poco más del kilómetro sesenta. Allí tenemos a Rober con un completo avituallamiento. Cuando llego, me planteo retirarme, pero hay algo que me motiva a seguir. Nada más salir, afrontaremos la subida a Collado Jermoso. Hace años que le tengo ganas, más desde que vi la excursión de Zapatero con Calleja. Aunque sabía que la ascensíón será muy dura, si las imágenes de una pantalla prometían, qué será la realidad. Además, por primera vez, me cambio completamente de ropa. Todavía llevaba los pies mojados y parece que le sienta fenomenal a mi cuerpo. Aquí se reincorporan al grupo Javi y Maika que nos habían abandonado en Lagos, además de Jandro. Nos deja Manu, de Ciudad Rodrigo, algo tocado pero sobre todo temeroso de lo que queda y prudente por su escaso entrenamiento. Es joven, con poca experiencia en ultrafondo, dueño de una clase innata que le sobra por arrobas y sobre todo poosedor de la fuerza más importante, la que da la ilusión arrebatadora, esa capacidad de soñar que en Picos de Europa se le metió en vena, en una experiencia nueva para él, que seguro le marcará.






Dos kilómetros de carretera antes de afrontar la ascensión a Collado Jermoso. No decepciona. Ascensión larga, exigente, variada, con alguna parte difícil. Llegamos justo antes de que comience nuestra segunda noche. Una hora mágica para un lugar mágico.Nombre bien elegido, a fe mía. Uno de esos sitios que ya quedaron escritos a fuego en mi interior y que algún día compartiré con los que más quiero.














Una reparadora cerveza y afrontaremos el delicado camino hasta Cabaña Verónica. Unai avisaba sobre la conveniencia de hacerlo de día porque hay zonas con difícil elección de la ruta. Unai, en euskera, significa "vaquero", y de ello ejerció durante toda la aventura. Sin él, no habría sido posible o todo hubiera sido más complicado. Privilegio conocer tan buena gente, sencilla y rica a la vez, con tanto que compartir.  

Llega la noche, llega el frío en forma de aire. Tantas horas de marcha van pesando lo suyo. Hay que marchar con tiento. No hay grandes desniveles, pero la ruta no es clara entre zonas de grandes superficies sembradas de intimidantes “jous”, fosas oscuras que intranquilizan. Varias rectificaciones en el itinerario y conseguimos enfilar propiamente el tramo entre grietas hasta Cabaña Verónica, el peculiar refugio formado por la cúpula antiaérea de un portaaviones norteamericano. Las numerosos huecos y el riesgo de caídas nos hacen permanecer alerta por lo que, aunque ha comenzado la segunda noche, no hay peligro de quedarse dormido. Nos encontramos a más de dos mil trescientos metros, sopla fuerte el viento, hace frío, pero hemos culminado otra importante etapa. Ahora resta un largo camino sin problemas de orientación y pista hasta Refugio Aliva y Vegas de Sotres.



El camino y la pista son un alivio para el cuerpo mas una cruz para el espíritu, en último término, el verdadero responsable en la decisión de continuar dando un paso tras otro. Es difícil de explicar, pero en terrenos fáciles, se complica la íntima lucha en la que cada uno marchamos enredados. Normalmente es un tramo que deberíamos haber realizado corriendo, devorando rápidamente varios kilómetros pero estamos agotados o nuestra predisposición no es la más adecuada. Además, la salida a la pista, que viene a ser como una incipiente muestra de civilización, sirve para publicar nuestros partes de estado, los que servirán de base para decidir si seguimos adelante o no. Dentro del grupo hay gente con problemas serios. La pista es monótona, es fácil cerrar los ojos y quedarse dormido. Valentín suele sufrir este problema durante las segundas noches; varias veces lo tengo que animar y avisar, no sea que se me vuelque por el arcén, lo que, al fin y al cabo, es agradable motivo de chanza. Pero lo peor no es eso, lo peor es un dolor de rodilla que lo viene martirizando desde la subida a Collado Jermoso y que le obligará a retirarse en Vegas. Me duele más que a él porque viene de una racha mala malísima, de varias operaciones, una de menisco en su otra rodilla. Sé que es importante para él este reto, como lo fue para mí el Ultra de Bandoleros a principios de año, sé que se tiene que demostrar algo que solo él entiende, demostrarse que está de vuelta, que el hambre continúa intacta. Se retirará con 94 kilómetros  por un problema físico que le incapacita absolutamente para seguir. Creo que se tiene que quedar con ello, con los casi cien kilómetros más duros que puede haber hecho en su vida, un hombre tan  bregado como él; que los ha disfrutado y sufrido por igual y que es ultrafondista hasta el tuétano. Él es un tio sensato y serio y sé que esa prueba le sirve de sobra. Sabe cuál fue la respuesta. 

Bajando por la pista a buen ritmo pero caminando, también hablo con el CiegoSabino, que ya me avisó en la cima de Collado Jermoso de que se retiraría porque no quería retrasar al grupo. Sé que ir a cola debe ser complicado porque parece que todo es peor de lo que realmente es. En realidad, su retraso no se fue más allá de diez minutos en la cima pero es entendible,  porque probablemente todo iría a más. Las ascensiones de Picos de Europa no le van nada. Son largas y muy pronunciadas. Le notó luchar y sufrir desde el inicio, desde el Canal del Trea, bregando con un ritmo un punto por encima del que él llevaría. Pero él es  un luchador como nunca conocí. Disfruta esta afición tardía con fruición y siempre pelea hasta el fin. Para mí es un ejemplo de lucha y coraje inspirador que nunca olvidaré.  Estas dos bajas me apenan profundamente, ya tan cerca del final.

Yo por mi parte sigo enredado en mi pelea. En las horas que nos conducen a Vegas de Sotres, decido continuar y retirarme varias veces. Trato de racionalizar, de entender mi estado, mi agotamiento o mi ánimo a la luz de mi experiencia. Sé que puedo ir más allá, que aparte de un dolor general, latente y disperso, no tengo ninguna avería seria. Sé que si me retiro, volveré e este instante cientos de veces a lo largo de mi vida, a preguntarme por qué no seguí, por que no luché con todas mis fuerzas para conseguir el reto. Me sé el manual de instrucciones completo. Sé cómo enfrentarme a mi mismo y sin embargo, la tentación sigue ahí. Puedo seguir, pero mi estado torna a exhausto cuando Unai me confirma que hasta Poncebos, a este ritmo, restan entre doce y trece horas,  más de tres horas a sumar a mi absurda estimación.  Lo cierto es que era un cálculo lógico y fácil pero tal vez quería evitar enfrentarme a la realidad porque asustaba. 

En principio, Rober nos iba a esperar con la furgoneta en Sotres, ya pasado Jidiellu, con solo Urriellu como gran escollo para meta. Más tarde decidimos que podría acercarse también a Vegas de Sotres, antes de Jidiellu. Íntimamente, como Hernán Cortés quemando sus naves, deseaba que no hubieran decidido o podido llegar; así no habría posibilidad de retirada pero allí están todos, animando de nuevo. Dudo de verdad qué hacer. Pienso en Valentín y Agus que se retiran por necesidad y que darían todo por encontrarse en mi situación, como bien me apunta Valentín, pero quizá lo que más me empuja a seguir es un asunto menos sentimental o elevado, sino más prosaico. Aquí también se retiran Javi y Jandro, que tiene problemas con un tobillo, así que tal vez somos demasiados para la furgoneta y conseguir una plaza para dormir va a ser caro, así que decido  continuar. Como siempre, tardamos demasiado. Preparado hace rato, me siento en la furgoneta, durmiéndome inmediatamente, cinco, diez minutos, hasta que me despiertan para partir. Animados como en cada despedida, como en cada encuentro, aguarda la temible subida a Jidiellu que ya conozco y que en Travesera hace un par de años, bajo un calor del demonio a las tres de la tarde y completamente “apajarado”, me golpeó como pocas montañas lo han hecho. Aquel día, en la cima me hicieron una foto y parecía tener quince años más de edad. A esas alturas solo somos seis: Egoitz, Unai, Óscar, Paco, Maika y yo. Lo de Maika es caso aparte. Fue una pena que no completara el Anillo porque fuerza tenía de sobra. Lo dejó en Lagos debido a las dificultades de visión por la lluvia y se reincorporó en Posada de  Valdeón. Siempre la he visto muy entera, poniéndonos firmes en más de una ocasión,  le auguro muchos éxitos cuando decida competir con asiduidad.

Jidiellu. Es mi tercera vez, la primera de noche. El recorrido que nos resta hasta el final lo conozco porque lo hice con los Bandoleros de Chelis y compañia el año pasado. Esa ascensión, fresco, de inicio, me reconcilió con la tortura de la Travesera, pero esta tercera volvió a poner las cosas en su sitio. Jidiellu es una canal vertical, duro como la madre que lo parió , que de noche parece serlo aún más. No sé si es que no acertamos con las tenues curvas que tratan de suavizarlo, pero sobre todo de la última parte, guardo un recuerdo de ascensión a lo bruto, todo tieso, una de esas cuestas de desriñonarse, con frío, pero sudando. Hasta Egoitz, el pobre, que ha ido los dos días con la marcha reductora, lo vi harto, hartísimo. Es el cansancio, es el no dormir.

Llegamos arriba, al pequeño pradito que ya me es familiar y que tanto gustito da. Comienza a amanecer. La luz, la cima, el descenso animan.Larga y clara bajada por buen camino hasta el Casetón de Andara, donde noto que ya no tengo las plantas de los pies para muchas alegrías. Aunque no se queja, Paco marcha con la rodilla tocada de un accidente de escalada. Mientras esperamos que se haga un pequeño chaperón, soy consciente de que ya tengo instalada en la cabeza la habitual nube negra cuando llevas tantas horas de esfuerzo sin dormir. Esta vez no he tenido muchas "visiones" o espejismos. Solo cuando veo venir a Paco y Maika, me pregunto de dónde ha salido el perro blanco que les acompaña.  En realidad no es más que una enorme piedra. Ya voy al ralentí, pienso, decido, calculo a nivel elemental. De aquí hasta el final, a peor. Lo previsible, lo habitual.

Sotres. El último avituallamiento. Allí están nuestros amigos haciendo guardia. Aunque la subida a Urriellu me asusta, estoy contento; de una manera u otra, esto  está hecho. Tengo el Anillo en el bolsillo, un reto al que le tenía ganas desde hace años, y que atesoraré como uno de mis conquistas más duras.

Chapa y pintura y para arriba. Son tres horas de ascensión aunque no tan exigente como el maldito Jidiellu. Quizá la parte que se me hizo más dura fue el principio. No era propiamente agotamiento físico. Sufrí una especie de  desconexión temporal. Sabía que iba a subir pero tanto tiempo por delante -alrededor de tres horas- se me hacía muy cuesta arriba, nunca mejora dicho. Además, tras comer en el avituallamiento, me entró más sueño del normal y comencé a subir a un paso lento, deliberado, desmotivado, con ganas de llegar pero sin capacidad de lucha, harto, muy harto. Me apropié de un ritmo tranquilo pero decidí no seguir a Egoitz y Maika, que me precedían. Una impostergable parada para evacuar tras unos helechos, parece que me sentó bien. Gané algo más de vidilla hasta que me volví a enganchar al grupo y continuamos, entre turistas, hasta el Refugio de Urriellu. El Naranjo de Bulnes estaba oculto por las nubes, lo que era una verdadera pena, pero he aquí, que como otras veces en esta excursión bendecida por la suerte, el cielo se abrió y se nos mostró entre abrumador y fuera de lugar.

El trayecto hasta el Refugio de Cabrones son subidas y bajadas, en un terreno no excesivamente duro, pero con tramos técnicos, lo mismo que la primera parte del largo del descenso final hasta Bulnes, con un par de tramos con cuerdas, que francamente no son lo mío. Lo mío es el machaque sin, a esas alturas, acertar a mucho más. Cada vez tengo más claro que marcho medio dormido. Ausente, tardo en interpretar las palabras de los que me rodean.









LLegamos a una pradera. De ahí a Bulnes, un sendero ciertamente "pestoso" que el año pasado evitamos aprovechándonos del canchal que corre paralelo en una de las experiencias más alucinantes y divertidas que he vivido yo en esto del monte. Esta vez, no sé si porque no entré en el tramo adecuado,  aquello no se deslizaba igual, con lo que no pude aprovecharme de la atracción, lo que sí hicieron Paco y Maika, gente más montañera y técnica.

Hace rato que Egoitz, se ha marchado por su cuenta, con una o dos velocidades más tanto subiendo como bajando. Nos espera medio dormido en Bulnes. De ahí a Poncebos, de ahí al final, apenas cinco kilómetros, apenas un suspiro por una calzada de piedras atestada de turistas.

Estamos en Poncebos, estamos en el final, poco antes de las siete de la tarde con algo más de 43 y horas y 40 minutos. Conseguimos completar el recorrido cinco atletas: Los gudaris de Euskadi nos dieron una paliza en toda regla, con Egoitz a la cabeza, un joven élite alejado del engreimiento unido a alguno de sus compañeros, al que martirizamos con nuestro ritmo popular, Unai, nuestro particular rastreador indio de Picos, al que también ralentizamos el ritmo, que no solo nos guió, sino que nos ilustró y transmitió su inmenso amor por esas montañas que vienen siendo casi el patio de su casa. y Óscar, el entrañable tipo que todos conocemos, tan curtido y unido al monte, que cualquier día se convertirá en piedra, al que creo todavía le faltaría otro anillo para contar todas sus historias. Del resto del mundo, Paco, de Málaga, el hombre tranquilo, transmitiendo paz y seguridad en cada gesto, al que percibes más duro que el pedernal desde la serenidad que da la sabiduría, y al que agradeces cada consejo en situaciones difíciles, digno hijo de Superpaco.


Está hecho, estoy feliz,  machacado, pero sonriente. Ya no hay quien me lo quite. De eso se trata, de llegar a lo más hondo para conseguir lo más alto. Probablemente lo más duro de mi extenso curriculum, tras Tor des Géants, claro.  Por ejemplo, el Ultra Trail del Mont Blanc, se queda en una broma, comparado con el Anillo. Mientras algún amigo me felicita, diciéndome lo duro que soy, sé que en realidad mi fortaleza está llena de fisuras; sí, he llegado hasta aquí, pero no puedo dejar de tener presente que perfectamente podría no haber sucedido así. Quizá por ello valoro más lo conseguido, porque tengo mi enemigo, pero también tengo mis armas, la forma de tapar las vías de agua que da el oficio y esta vez vencí yo.

Al escribir la crónica, miraba las fotos y pensaba que ellas nunca transmiten la verdad. Son la realidad distorsionada. Aunque vea mi rostro agotado, no soy capaz de aproximarme mínimamente a aquellas sensaciones de nuevo. Las fotos son divertidas, relajadas. Me inspiran a mí y probablemente al que no participó para tratar de intentarlo. La esencia de estas locuras no se puede rastrear en las fotos. Practicar ultrafondo es tensar la cuerda, caminar al borde, sabiendo con certeza que llegará el momento en que te sentirás vencido. Dejando de lado tu nivel, la forma en que encares esos difíciles momentos, te revelarán tu naturaleza, tu temple.

La experiencia es conocer las reacciones de tu cuerpo y sobre todo tu fuerza de ánimo, la experiencia te hará saber que si insistes, que si no te rindes, la oscuridad dará paso a la luz en forma de cima, de paisaje, de nuevas fuerzas, de simple broma,  y todo volverá a su lugar. El tiempo me ha enseñado que casi no hay dolores o molestias insoportables o irreparables. Sabes que tras infinitos recodos, al final del camino se encuentra la luz del recuerdo, que como en todas las experiencias únicas, quemará poderosa los primeros días, brillará más tenue pero inextinguible, después. Sigo empeñado en ello, en dominar el proceso, en hacerlo serenamente, sin ruido, sin alarmas o urgencia, en silencio. Es un viaje interior. Insisto, todo lo que necesitas está dentro de ti, y no hay lugar como la montaña, no hay prueba como el esfuerzo total, para conocerte a ti mismo.

Sobre todo un "gracias" final  muy especial, a Rober, que se desvive por nosotros para tener esos trabajados puntos de asistencia que tanto nos alegran la vida. No es solo la ayuda. Sin él, sin su ánimo y compañía, todo esto sería muy distinto.


P.S. Hay más fotos en facebook. A ver si en unos días -el viernes acabo los exámenes-, publico otra crónica pendiente, la de mi cincuenta maratón. Un recuerdo especial para Silvia y Asís, que por lesión de última hora, solo nos pudieron acompañar en la cena. En la próxima os esperamos.


"¡¡YO SOY ESPARTACO!!"