viernes, 31 de julio de 2015

Pájaro de presa


Natalie Prass es una de las revelaciones del año. A la sombra Mathew E. White, uno de los tipos más interesantes de la escena musical actual, factura un precioso disco de inspiración soul y maridaje entre pop y arreglos orquestales, propios de aquellas factoría de éxitos que era Brill Building. Si te gustan los discos "bonitos", dale una oportunidad, en serio. Imposible que el colorista vídeo no recuerde a aquel tontorrón y delicioso vídeo, el de "1234" de la canadiense Leslie Feist.

Editors es una banda inglesa que tiene alguna canción buena y puede que hasta un disco medio bueno, pero no han acabado de hacer algo redondo -lo que see confirma por el anticipo de su próximo disco-. Puede que también influya el hecho de que no me caigan demasiado bien, ya que es ese tipo de bandas "serias" que transmiten algo de antipatía por la importancia que se dan,  eso qué sé yo que resultaba cargante en Simple Minds o en los mismos U2 -lo que se manifiesta sobre todo al hacerse viejo, ellos y yo-. Pero hay canciones que me gustan, lo reconozco.

miércoles, 29 de julio de 2015

Princesas




Canciones sobre pobres buenas chicas malas. 

De Sabina, creo que ya lo he escrito en alguna ocasión, a este hombre le he escuchado alguna de las mejores canciones en castellano que he oído en mi vida, conviviendo con mediocridades que no parecen del mismo autor. 

Los Secretos tienen un puñado de pequeños grandes éxitos inapelables aunque alguno de los más celebrados me parecen sonrojantes lamentos de desamor adolescente -admitamos, eso sí, que se trata de una de las emociones más puras a sentir en la vida-. En tiempos practicantes casi en solitario en este país -hoy se estila algo más- del género que mira al rock luminoso de  vieja escuela americana con raigambre country, basta revisar los modelos que eligen en su reciente disco de versiones, "Algo prestado".



sábado, 25 de julio de 2015

De repente Abril (V), porque la razón sigue ahí





(Se reitera ADVERTENCIA: Material inflamable. Si te exasperan los niños o aún peor, los padres hablando de niños, sentimiento muy comprensible y razonable por otra parte, mejor no sigas leyendo)


Hace un par de semanas acudí a un médico por mi lesión de rodilla, el que me preguntó por algunos datos personales. Una de las preguntas era si tenía hijos, y he aquí lo bueno, mi primer impulso fue contestar que no, como siempre hice durante toda mi vida. Rectifiqué a tiempo y, sonriendo –y éste de qué se ríe, debió pensar el hombre-, dije: “Sí, una niña”. Me faltó preguntarle:” ¿No le parece increíble?”, como si fuera algo excepcional en la vida.  Pero tal vez a mí me lo siga pareciendo, que no acabe de encajar en el papel de padre. 


Algo más de un año pegado a Abril, un año a través de Abril, un año en el que el tiempo se encadenó a esos pequeños pies que hoy no paran de acá para allá y se aceleró hasta la velocidad que marca el fugaz cambio de su cuerpo.


Etapas que quedaron atrás, las de la vida misma, las que fueron pasando de  poco más que un bulto palpitante a  un cuerpo  sonriente agitándose de espaldas sobre la cama, después  al increíblemente vivaz gateo  y al periodo en el que ahora nos encontramos, el de un pequeño cuerpo desnudo en pañales que recorre  las habitaciones desgranando sin pausa  un vocabulario de veinte palabras alternado con una jerga propia e incomprensible, un estado que se define por un inestable y precario caminar sin descanso, que nos hace estar continuamente alertas, temerosos de escuchar el sordo ruido que provoca una pequeña pero pesada cabeza contra el suelo, antesala del súbito llanto, impetuoso y sin consuelo. Entonces toca estar ahí y abrazarla, hasta que crezca y ya no se puedan calmar sus dolores,  problemas o cuitas con un protector abrazo paternal.


Ser padre, más que nunca ahora que Abril camina, se podría reducir al papel de  vigilante, a mantenerla cerca y seguir esa vida al detalle, al instante; es estar pendiente de lo que ocurra o pueda ocurrir, distinguir la falsa alarma lanzada por uno de esos trastos generadores de diabólicos sonidos que abundan por casa, del problema real,  lo que provoca un estrés agotador fácil de entender para el padre, difícil para los demás. Dada la obcecación de un niño por investigar  cada rincón, por certificar cada lugar prohibido, se adivinan meses de atención desmedida, años que transcurrirán hasta que ese sinvivir feliz se vaya atenuando a medida que su autonomía deje de ser tutelada, que, con cautelas, sea viable. Siempre amenazante la que se sabe peor calamidad, la casi irreparable a corto plazo: la del sueño o el hambre. Porque como la cosa se tuerza, estás jodido, tú y los demás. No hay posibilidad de escape, estés donde estés, te toca apechugar, aguantar y atenuar los daños y molestias que cause a los que haya a tu alrededor, especialmente complicado si el compañero, amigo o convidado de circunstancia no soporta los críos. 


Cuestión de carácter, de su carácter. Es simpática, se ríe a menudo pero también se enfada y grita, rechaza con contundencia o violencia lo que no quiere o lo que quería hasta que ya no lo quiere. Yo trato de racionalizar, entender que evidentemente los niños no tienen la capacidad para controlar sus emociones, pero no puedo negar que me acojono y no puedo evitar pensar en esos críos problemáticos, carne de programas sensacionalistas, de esos que no paran de romper cosas o hasta padres cuando son adolescentes.


Cuestión de carácter, de nuestro carácter. De cómo ha influido en mi forma de ver la vida, de fijar prioridades y elegir, de cambiar mi concepto de sacrificio o el de aceptar, de enseñarme mucho que me había perdido y jamás habría entendido; por eso, como ya he escrito en alguna ocasión, cuando veo críos pequeños con padres por la calle, me fijo en todos y sonrío, cuando antes para mí eran invisibles ambos. También veo ese cambio en mis padres para los que Abril se convirtió en una luz que no cesa,  iluminando, a veces pienso que en exceso, existencias y hogares. Félix de Azúa dice que su hija le descubrió la inocencia, que hasta entonces no la entendía, y yo ahora lo comprendo  y sé que me queda mucho por aprender a medida que Abril vaya creciendo.


Adquiere conocimientos y destrezas casi a diario y, algo importante, es consciente de ello, sobre todo del efecto que causa alrededor, buscando reconocimiento tras cada logro, emanando cierta insana vanidad. Hay que admitirlo, a esas edades, los niños son como monillos de feria que cumplen con su papel con entrega ante el entusiasmo de la entregada audiencia.


Catálogo de simples gestos en los que llama la atención que se vuelva pilla, bromista, que ofrezca y niegue después para reírse de ti, que te hace preguntarte si lo del sentido del humor, si la inclinación al juego y la chanza, es innato o se aprende.  Medias sonrisas que dicen mucho más que las sonrisas. También interactúa con otras imágenes,  pone caras ridículas o imita gestos absurdos, se pone mimosa y abraza con cariño (más a su madre) y bien sabéis u os aseguro, que esa ternura desarma. O el asombro,  su propio asombro ante el mundo y la vida, un gesto de manual, el de la mano compartiendo lo extraordinario y el “¡oh!” de rigor ante el mugido de una vaca o el vuelo de una mariposa.


Y caminar, erguirse, uno de los procesos que más se esperan, claro. Abril no fue precoz en ese tema. Me contaba algún padre que lo peor era el desriñonarse sujetando a los críos hasta que comienzan a andar. No sé, no ocurrió especialmente así con Abril, ya que creo que empezó cuando le tocaba, cuando estaba preparada, después de meses de loco gateo, de que sus piernas y su confianza fueran lo suficientemente fuertes. En el recuerdo para siempre, esos instantes maravillosos en que una tarde, de pronto, la ves incorporarse y cruzar una habitación sobre sus pies sin caerse, ella y nosotros excitadísimos, y las alboratadas albricias tras el logro. 


Música. Hay unas claves que funcionan con todos los niños, una de ellas es la música. Yo, que soy un convencido melómano desde chaval, que tengo atestada la cabeza con nombres de músicos y sus músicas, puedo apreciar aún mejor lo mágico del efecto que causa en la tierna mente de un niño, en cómo es capaz de alterar estados de ánimo y llegar al fondo de nuestro mismo ser aún no contaminado, demostrado a veces con un repertorio gestual desmedido, cuya espontaneidad se irá perdiendo con la vergüenza y las convenciones que proporciona la educación –al menos en privado-, lo que me hace pensar si no sería maravilloso seguir demostrando de esa forma tan pura la misma pasión que algunos seguimos atesorando. Eso sí, lamentablemente mis conocimientos musicales se han visto enriquecido por nuevas propuestas (“cantajuegos”, “pica pica”, etc), algunas de ellas enfermizamente pegadizas, capaces de perseguirte  y acorralarte durante días enteros.


La de la galleta.  A su madre la conocían en el barrio como “la del bocadillo” y Abril está heredando en casa  el título de “la de la galleta”, dado lo prolongado que puede llegar a ser el tiempo que en sus manos permanezca un trozo ligeramente mordisqueado que a su vez sirva para ir pringando toda la casa, con lo que ya ni os hablo de la merienda, tarea ímproba la de conseguir que ingiera un puñado de cucharadas de papilla de frutas. Ella que siempre ha sido muy activa, ahora que no para de caminar, se nos está quedando algo tirillas. Tema aparte, será por eso que a menudo me termino todos los biberones porque sí, ser padre es una experiencia sorprendente, maravillosa, gratificante y todo lo que queráis, pero le falta un adjetivo más prosaico: es una experiencia cara, incluidas esas extrañas leches de crecimiento, que espero le vengan bien a mi desarrollo.


Una noche de sábado  estaba leyendo en mi mesa del rincón del salón. Sonaba “Nimrod”, una de las Variaciones Enigma de Edward Elgar. En la oscuridad de la habitación Susana bailaba con Abril en sus brazos, riendo las dos. Me pregunté entonces si eso podía ser lo más próximo a la felicidad que había conseguido llegar a estar en mi vida.


Todo sigue su curso natural, es así, y nada hay realmente noticiable o motivo de unas líneas. Pero sigue siendo extraordinario y perdería algo si dejara de asombrarme, si, al acostarme y levantarme, dejara de detenerme unos momentos admirado, mirando a Abril mientras duerme en la cuna. Algo más de un año en los que sentir sus grandes ojos en mí, sigue siendo una buena razón para escribir.

Vale.

miércoles, 22 de julio de 2015

El tren de la costa


Aunque celebráramos otras más, la mejor canción de "Ferpectamete", aquel cachondo debut de los Enemigos, era "El tren de la costa". Años después me enteré de que era una versión de los Sirex, que a su vez era una adaptación de Johnny Burnette Trio, cuya letra parece ser, tiene poco que ver con el original.

La traigo a cuenta de la nueva lectura que Loquillo hace en su último disco, "Código Rocker", donde, acompañado de Nu Niles, recupera sus primeras señas de identidad, las de la ortodoxia rockera, las que descubrí en mi despertar adolescente en "Los tiempos están cambiando", cuando tanto marca todo.

Loquillo toca en Ciudad Rodrigo el 15 de agosto. Qué bueno.
 
 

sábado, 18 de julio de 2015

Heydrich o la perfección del mal civilizado





Un gordo al que le gusta vestir uniformes militares algo estrafalarios, un flaco cojo que no calla, un tipo con gafas y cierta pinta de intrigante roedor, y al frente, un enclenque histriónico con tendencia a caer en el trance que proporciona la iluminación, la simple paranoia o los ataques de ira. Que esta banda no parara de aburrirte con conceptos como misión histórica y espacio vital para el desarrollo de un raza elegida, la suya, destinada a un fin superior, no deja de ser chocante.

Viendo hoy los discursos de Hitler, la primera reacción podría ser el estupor, la siguiente el descojono, carne de buenas parodias (no digamos nada del descacharrante estilo Mussolini). Sin embargo, a estos tipos no los corrieron a gorrazos, sino que se le hizo caso, se les tomó en serio y se les siguió hasta el mismísimo abismo, hasta la destrucción de Europa entera. 

Pero hete aquí, ya enlazando con el artículo anterior del blog sobre Eichmann, un nazi como Dios manda: Reinhard Heydrich,  el protagonista del otro libro al que me refería, “HHhH”, un tipo con buena planta, serio en su “trabajo”, inteligente, seguro  de sí mismo hasta una arrogancia que le costará la vida y, sobre todo, despiadado. 


El libro de Laurent Binet es una peculiar novela histórica, el género que más leía cuando era chaval y que hoy, salvo maravillosas excepciones, suelo evitar. Las razones de mis cautelas las proporciona el autor a lo largo del libro, que aparece como tal, como autor, para describirnos sus motivos para acometer el proyecto, sus dudas al encarar y contarnos cada episodio, pasando por la meticulosa investigación. Soy de la opinión de que, publicándose tanta novela histórica en la actualidad, por fuerza la mayoría debe ser mala, no por  ningún elaborado argumento, sino porque el talento humano es el que es y no damos para más. El atractivo natural de otras épocas y personajes necesariamente ha de chocar con tratamientos poco rigurosos o demasiado temerarios para transmitir la mentalidad de otra época, dejando aparte el tema de que se sepa escribir. Escrúpulos que atormentan a Binet y que comparte con nosotros a cada paso, hasta sobre detalles que parecerían nimios, pero sobre los que no puede estar completamente seguro o cuando toca poner voz a algún personaje real. Escribe: “Inventar un personaje para comprender unos hechos históricos es como falsificar las pruebas”. El resultado final, para mí, es brillante. El libro es entretenidísimo, como uno de aventuras, además de estar lleno de referencias estrictamente históricas, muy interesantes para el curioso.

Laurent Binet nos cuenta como el libro, cuyo planteamiento inicial fue querer contar la aventura de los paracaidistas checoslovacos Josef Gabcik y Jan Kubis, encargados del atentado que conduciría a la muerte de Heydrich,  de  final tremendamente cinematográfico en las calles de Praga, fue derivando en el libro de Heydrich, el número dos de las SS, el que se fue apropiando de la aventura.  Y es que Heydrich es un personaje fascinante, como solo lo pueden ser los más famosos malvados de la literatura y el cine.

Una de las razones por las que el tema de la Segunda Guerra Mundial,  con sus causas y consecuencias, no pierde vigencia a pesar de haber transcurrido tantos años, es la irresoluble reflexión sobre como un pueblo extremadamente culto y civilizado como el alemán, pudo lanzarse a tamaña orgía de sangre y fuego, lo que da pie a dudar si la cultura y la educación constituye esa salvaguarda eficaz frente a la barbarie que suponemos.

Por ejemplo, en toda Europa central el papel de la música en la educación es mucho más importante que en estas tierras, se la considera un elemento esencial en la formación humana. Tomemos a Heydrich, culto, buen deportista que también toca el violín y apasionado melómano. Leamos a Heydrich en la presentación que escribe para el festival de música que se celebra en Praga una noche antes de su atentado, en mayo de 1942, y en el que incluso se tocará una composición de su padre, donde dejando de lado la clásica verborrea fascista, me interesa el gran amor por la música que subyace: “La música es el lenguaje creativo de los que son artistas y melómanos, el medio de expresión de su vida interior. En los tiempos difíciles, aporta el alivio a quien la escucha y lo anima en los tiempos de grandeza y de combate. Pero la música es, por encima de todo, la mayor expresión de la producción cultural de la raza alemana. En este sentido, el festival de música de Praga es un contribución a la excelencia del presente, concebido como el fundamento de una vida musical vigorosa en esta región situada en el corazón del Reich por todos los años venideros”. 

El atentado fue una operación suicida que se podría decir casi acabó en fracaso, pero que, por caminos extraños, el de una  infección probablemente causada por el relleno de los asientos del mercedes descapotable en el que atravesaba las calles de Praga a toda velocidad y sin escolta, consiguió su objetivo, matar el tirano, al verdugo de Praga. Días después, tuvo en Berlín  una despedida  a la altura del prestigio  que el régimen concedía al personaje, los clásicos fastos  que entusiasman a cualquier régimen totalitario cuando se trata de colocar un nuevo dios en su panteón.

Pero la historia, la del libro, no acaba aquí, sino que sigue con las terribles represalias por la muerte de Heydrich, con un nombre de ciudad, Lidice, literalmente borrado del mapa, y continúa hasta que los soldados autores de la muerte de Heydrich, previa traición de un compañero, son acorralados y como se les exige, como en una película, se comportan como héroes, reservando su última bala para ellos mismos.

En el libro de Eichmann olvidé una comentario sobre una cuestión, que ahora me parece un buen cierre para ambos artículos. En los juicios posteriores a la guerra se acuñó un concepto, el de “emigración interior”, según el cual, muchos de los directamente implicados en los actos criminales del régimen nazi, en realidad no estaban de acuerdo con lo que hacían, interiormente se rebelaban contra ello, contra ellos mismos, pero cumplían con el deber que se les exigía.

Hace unas semanas leí una referencia a los diarios de Etty Hillesum, una judía holandesa que, por solidaridad, decidió ir voluntariamente  a Auschwitz, donde pereció poco después. Ella habla de otra idea, “resistencia interior”, para tratar de aislarse y vivir alejándose del loco horror que los rodea. 

Estos dos desdoblamientos inventados, estas dos ficciones que sirvieron a unos para matar y a otros para sobrevivir, jamás podrán colocarse en la misma balanza. Hablando de héroes, uno de los temas que también sobrevuela el libro de Hannah Arendt es el de por qué hubo tan pocos alemanes que resistieran o se rebelaran.  Sirvan estas últimas líneas como homenaje a  esos pocos, entre los que se encontraban los hermanos Scholl o el sargento de la Wehrmacht Anton Schmid. No os diré quiénes son porque si alguien escribe sus nombres en el buscador, será una forma de reconocer su gran valor, de reivindicar su espíritu, de mantenerlos vivos.

Vale.

domingo, 12 de julio de 2015

Eichmann o la banalidad del mal




Los dos libros a que hacía referencia en el anterior artículo eran “Eichmann en Jerusalén” de Hannah Arendt” y “HHhH” de Laurent Binet.  Aun siendo de naturaleza bien distinta, ya que el primero se trata de un ensayo y el segundo de una  novela histórica algo especial, en muchos tramos transitan temática común.

Ambos interesantes, les dedicaré un comentario a cada uno. El hecho de haberlos leído al mismo tiempo, el de Binet, por ser más ligero y ameno, por las noches, cuando ya no tengo la mente para muchos esfuerzos, hace que se mezclen en mi memoria y puede que algo que creo haber leído en un libro, sea, en realidad, del otro.

 

Comenzamos. “Eichmann en Jerusalén” es el informe del proceso que se celebró en Israel en 1961 para juzgar los crímenes del dirigente nazi Adolf Eichmann tras de haber sido secuestrado en Argentina  por los servicios secretos israelíes. Evidentemente la sentencia estaba dictada de antemano: Eichmann fue ahorcado al anochecer del 31 de mayo de 1962. 

Aunque con su grado, lo que vendría a ser un teniente coronel de las SS, no formó propiamente  parte de la cúpula nazi, su papel en el exterminio judío fue tan determinante, que se convirtió en uno de los hombres más buscados del mundo tras la Segunda Guerra Mundial (junto a Bormann, probablemente),  uno de los más nombrados por acusados y víctimas durante los procesos de Nuremberg, adquiriendo su figura proporciones que, a la vista de lo leído, tal vez no mereciera.

La filósofa  Hannah Arendt, a pesar de ser judía y alemana exiliada antes de la guerra, trata de analizar el proceso fría y objetivamente, buscando todas las sombras y puntos débiles de un procedimiento que, tratando de impartir justicia, fue muy cuestionable desde el punto de vista estrictamente jurídico, ya de origen  por la propia competencia o legitimidad del tribunal debido a la vulneración de la soberanía argentina –país que por entonces no estilaba lo de extraditar a ninguno de su refugiados nazis-, o desde el modo de actuación de la propia acusación, centrándose en el relato de episodios de barbarie, olvidando que, técnicamente, lo que se ventilaba era establecer el nexo que vinculaba a nuestro personaje con esas muertes;  y hasta desde el punto de vista moral, sugiriendo la autora ampliar el campo de responsabilidades del holocausto judío. Por ello es tan comprensible la polémica que suscitó la publicación del libro.

También se hace referencia a otro tema delicado, otra herida sangrante en el momento de publicación, los años sesenta,  el de una Alemania increíblemente templada en los juicios a criminales nazis donde se imponen condenas ridículas; además de la escandalosa tolerancia al hecho de que en la política o en la misma judicatura alemana de la época,  se integraran responsables directos en el  aparato nazi o que se hallaron implicados en el mantenimiento y aplicación del ordenamiento nacional socialista. Era tristemente evidente que, tras la guerra, Alemania había decidido no meneallo, pasar página y tratar de olvidar. Tuvo que tomar las riendas la generación que sucedió a la culpable,  a la que, extrañamente, llegó a alcanzar cierto grado de culpabilidad moral, para reparar esta situación, en lo que aún estamos –hace unas semanas se condenó a un contable en Auschwitz-.

Volvamos al hilo, partamos de Eichmann.  Como antes señalaba, los años de posguerra habían agigantado su figura hasta alcanzar proporciones algo legendarias, pero el personaje  no acaba de encajar en la del malvado de película, donde si lo haría Heydrich, el personaje central de “HHhH”. Por ello, uno de los efectos del libro y supongo que del proceso en sí, es la desmitificación o la cierta decepción que produce  enfrentarse a una de las causas inmediatas del mal más puro, a uno de los responsables directos del exterminio de millones de judíos, de no todos, pero puede que de la mayoría. De ahí el subtítulo: “Un informe sobre la banalidad del mal”.

Eichmann se empecinaba: “Jamás he dado muerte a un judío, ni tampoco a un no judío. Nunca di orden de matar a un judío, ni de matar a un no judío”. Es más, Eichmann aseguraba que sus tareas de organización y coordinación habían ayudado a las víctimas, facilitando el encuentro con su destino. Si es preciso hacer algo, más vale hacerlo ordenadamente, ya que él cumplía con su deber, acataba la ley.

Tras el largo interrogatorio policial y los meses de sesiones del proceso, nos queda el retrato de un hombre mediocre, un eficiente burócrata que trata de promocionar en su trabajo por el eficaz desempeño de sus labores, que explica varias veces en el interrogatorio, buscando la comprensión de su interlocutor, el porqué no pasó del grado de teniente coronel, algo imposible en su destino.

Un tipo mezquino, no un sádico, que rechaza ser testigo directo de las consecuencias de sus actos, que no disfruta del asesinato, sino que le causa repulsión. Lo que me recuerda un célebre episodio del máximo dirigente de su organización, los SS, un Himmler que en Minsk llega a desmayarse al presenciar la ejecución de un grupo de judíos para, a continuación, saliendo del paso con soltura, pronunciar unas palabras a sus tropas desde el coche,  en las que manifiesta que ha comprobado de primera mano lo difícil que es la tarea que se les ha encomendado pero que hay un bien superior que lo justifica: el Reich, la Historia o vete tú a saber.

Las labores de Eichmann consistieron sucesivamente en encargarse primero de la emigración, después de la deportación para asentamiento en campos y finalmente la deportación para el exterminio. Y Eichmann era un hombre que hacía muy bien su trabajo; destacó en la primera fase  en su oficina de Viena, cuando montó una especie de cadena burocrática cuyo resultado final era un judío con papeles para salir del país pero despojado de todos sus bienes y derechos durante los trámites previos de cada expediente.

Más tarde su cometido fue la organización del transporte de millones de personas con destino a los campos de concentración, fundamentalmente del Este. Sé que es difícil, pero parémonos a pensar en el holocausto desde un punto de vista exclusivamente técnico. Lo complicado que debería ser obtener unos registros actualizados de todos los judíos existentes en los países ocupados o títeres; primero convocarlos, reunirlos, no detenerlos, después sí, después detenerlos, conseguir medios de transporte, coordinar desde la salida a la llegada de trenes con capacidad suficiente para las cifras previstas y que en el destino se estuviera al tanto para darles acomodo o salida. Piénsese en la gran cantidad de órganos e individuos implicados para llevar a cabo una labor tan compleja  en, no lo olvidemos, un continente en guerra, donde se supone que el esfuerzo de guerra era prioritario, por lo que se entiende aún menos detraer tantos recursos.

En la captación de judíos surgen las primeras sombras, nueva causa de  polémica. La propia colaboración de los consejos judíos de cada país con los que trataba personalmente Eichmann  para que se le proporcionara información fiable sobre el número de judíos, lo que facilitó, sin ninguna duda, el resultado final. Relacionado, el hecho de que, aparte de la rebelión del gueto de Varsovia, apenas existiera revuelta judía alguna durante su largo proceso de eliminación, la sumisión explicada a través del  polémico concepto “mentalidad de gueto”. Desde hace tiempo se venía hablando del ascendiente judío de Eichmann que aquí es puesto en tela de juicio, ya que, al final, parece ser que el supuesto experto en asuntos judíos, basaba sus conocimientos en que se había leído un par de libros sobre el movimiento sionista y comprendía el yiddish, algo ,parece ser, tampoco demasiado complicado para un alemán.

Aquí también surgen otras visiones e interpretaciones del pasado incómodas, porque aparte de la del propio pueblo judío,  se requirió la colaboración de los distintos países con Alemania. Es cuando sale a la luz el antisemitismo reinante en casi toda Europa, por mucho que se quisiera obviar tras la gran tragedia colectiva. Como los hechos demostraron,  hubo países  que pusieron trabas al cumplimiento de estas órdenes, se negaron en redondo, como el maravilloso ejemplo de Dinamarca, se hicieron los suecos –que, por cierto, acogieron a los huidos de Noruega- como los italianos, colaboraron vergonzosamente como el caso francés o polaco, o se mostraron aún más entusiastas en su antisemitismo que los propios alemanes, como los cafres de los rumanos,  cuyos métodos incluso espantaron a los SS,  ya que para éstos, el trabajo se debía hacer con método.  Lo que me lleva a uno de las escenas más espeluznantes de la guerra y puede que de la Historia, la ejecución en Babi Yar, una especie de barranco, hoy cubierto, situado en las afueras de Kiev, donde se calcula que se encuentran enterradas unas cien mil víctimas, donde  los Einsatzgruppen de Heydrich llegaron a matar en dos días a casi cincuenta mil personas a tiros, cuyo resultado da idea de la eficacia de su trabajado método. En el relato de esta terrorífica escena, se cuenta como la víctima, no solo debía colocarse al borde de la fosa sino que  tenía que bajar al fondo de la misma, donde ya reposaban multitud de cadáveres y seguir las instrucciones de un operario que le indicaba cuál era el mejor lugar de ejecución, para apilar de una forma más racional los cadáveres y que cupieran más, lo que da muestra de una frialdad y falta de piedad desoladora.

Desde chaval llevo leyendo libros sobre esta etapa y durante los últimos años, a veces pensaba en si el exterminio, la solución final, fue realmente algo premeditado desde el principio o aquello se les fue de las manos, empujado por las circunstancias, tras ir subiendo cada vez un grado más en  barbarie, impulsado por la propia dinámica de los acontecimientos y las directrices de un grupo de dementes.  Y mira por dónde, es la primera vez que he sabido de una división de opiniones dentro de la historiografía,  polémica que no sé si seguirá vigente en la actualidad, entre los “intencionalistas”  y los “funcionalistas”, según creyeran si existía el fin del exterminio desde el origen o no.
Realmente, excepto en el  Este, donde desde el principio operaban los einsatzgruppen  de que antes hablaba, matando no solo judíos,  la etapa del exterminio duró alrededor de dos años, hasta el otoño de 1944 en que Himmler, creyendo en un delirante razonamiento, que le serviría de baza en las futuras negociaciones con los vencedores,  da órdenes de parar e incluso tratar de borrar las huellas del horror, lo que, curiosamente, le provoca un conflicto íntimo a la mentalidad de burócrata de  Eichmann, no porque odie a los judíos, sino porque lo considera una excepción a la norma, que se adopta indebidamente, al margen del conocimiento del Führer.

También curioso es el hecho de que en toda la labor administrativa, no se hablara abiertamente de exterminio, asesinato y conceptos similares sino que siempre se tirara de eufemismos como reasentamiento  o solución; se entiende que  para tratar de evitar alguna forma de resistencia en los miles de personas intervinientes en el proceso.

La solución final tiene dos hitos o momentos clave:

El primero es  este histórico documento  firmado el 31 de julio de 1941 por Göring que nunca había leído y que,  a primera vista, parece un ordinario y aséptico oficio administrativo:

El Mariscal del Reich de la Gran Alemania a la atención del Jefe de la Policía de Seguridad y del SD SS-Gruppenfhürer Heydrich
Berlín
En cumplimiento de la tarea que le ha sido encomendada por el edicto de 24 de enero de 1939 para resolver la cuestión judía por medio de la migración o de la evacuación de la manera más ventajosa, dadas las condiciones actuales, le encargo que efectúe todos los preparativos, prácticos y financieros, de cara a una solución global de la cuestión judía en el ámbito de influencia alemana en Europa.
En la medida en que las competencias de otras organizaciones centrales sean concernidas, éstas deber ser implicadas.  

A esta orden de Göring, le sucederá otra fecha  clave, la conferencia de subsecretarios de Wannsee, un distrito a las afueras de Berlin, donde se dará cuenta a todos los ministerios implicados en ejecutar estas órdenes. A este reunión asiste Eichmann donde, a la vista de lo allí expuesto, vuelve a insistir en Israel, no solo en el hecho de su estricto cumplimiento de la ley sino también en su papel de buen ciudadano, ya que aquí intervienen varios exponentes de una clase social más elevada  que él respetaba y que ninguna muestra estupor o reservas manifestaron a la hora de adoptar las medidas que se llevarían a la práctica. 

Ayer se conmemoraron veinte años de la matanza de Sbrenica y, analizándola, los factores que intervienen en una tragedia de este tipo vienen a ser los mismos: a la maldad propiamente dicha de unos pocos, suele acompañarle  la cobardía o simple  estupidez de muchos otros. Sobrevolando, el principio de Hanlon: “No atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”.

El siguiente artículo, más corto, sobre “HHhH”, sobre Heydrich y su asesinato.