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martes, 19 de junio de 2012

Habitaciones en llamas

Apretada agenda de fin de semana en Madrid. El sábado, teatro. Especial y por partida doble.

En el teatro me gusta sentarme en las primeras filas, muy cerca del escenario. Pierdo menos detalle y a pie de obra –nunca mejor dicho-, percibes claro el brillo de ese extraño arte que, resultándome en principio tan  ajeno, siento tan milagroso y embriagador. Bien,  si el sábado hubiera utilizado medidor de intensidad de luz, quizá me podría haber abrasado.
 Asistimos a dos montajes, el primero en el espacio denominado “La casa de la portera”, siguiendo la recomendación de Joaquín y Marga.  “Iván Off”, una adaptación de  Chejov. La obra se desarrolla en dos habitaciones de lo que efectivamente, en tiempos, fue la casa de la portera de un antiguo edifico céntrico de Madrid.

La extraña ubicación no responde más que al empeño de trabajar y buscar soluciones imaginativas destinadas a hacer frente a época de vacas flacas y el limitado acceso a otros espacios.
os actores y el texto son brillantes, condición indispensable para que la magia y el engaño no se desvanezcan  pero lo que convierte realmente la experiencia en tan especial es la cercanía.  Veintidós espectadores rodeando las dos habitaciones donde se desarrolla la acción, tras sucesivos cambios de ubicación y en las que, en ocasiones, se interpela al propio espectador.    

Precisamente hace pocos meses leí un volumen de cuentos comentados de Chejov.  Al principio no me convencían y no acaba de entender su grandeza. Sin embargo, acabé enamorado para siempre del autor ruso, de la sencillez con la que disecciona la naturaleza humana. Recuerdo alguna noche en que, en la cama, tras leer alguno de los cuentos más sencillos, me decía a mí mismo: “Joder, este perro, ¿cómo puede contar tanto y de forma tan pura, con tan poquito? El teatro no lo conozco, la verdad.

Ene esta obra Chejov retrata las miserias esa clase acomodada en Rusia que, venida a menos, literalmente “se aburre”. El autor es despiadado con todos los personajes, comenzando por  los más frívolos e irresponsables, la mayoría. Pero sorprendentemente también ridiculiza al crítico, orgulloso y pagado de sí mismo, que constantemente denuncia los vicios de una casta con las horas contadas y ni siquiera es más comprensivo con el atormentado protagonista que reconoce la inutilidad y lo pernicioso de su existencia pero que tampoco hace tampoco nada para remediarlo, una especie de estúpido Hamlet ocioso.
Tras dos horas de implicación emocional en la historia, salimos noqueados por la experiencia al insano calor de las calles de Madrid.

He de ser honesto, cuando íbamos de camino de Fuencarral para ver otra obra después de cenar y teniendo en cuenta lo expresado, me decía que iba a ser muy complicado competir con la  sesión previa. La semana anterior me había encontrado en Ciudad Rodrigo con Luis Ferreras, un amiguete del baloncesto que hace años se fue a vivir a Madrid y del que sabía dirigía y escribía teatro. Precisamente me dijo que acababan de estrenar, así que aprovechando visita a la capital, no nos lo podíamos perder. Sabía que era una sala de teatro alternativo y yo, que con la edad me hago más clásico – o tal vez mejor sería decir cascarrabias-, tenía un poco de miedo de que la cosa fuera un poco rara o demasiado moderna para mi actual actitud – la definición de “Performance” de Juanjo Sáez me perseguía: “sale alguien desnudo, hay un perro y nadie entiende nada”-.
En fin, para no extender demasiado. Sinceramente me sorprendió y encantó. La historia se desarrolla a lo largo de varias etapas históricas, teniendo siempre como protagonistas a una pareja de enamorados. Retrato de cómo las circunstancias políticas, económicas o sociales impiden la consecución de su amor. Todas esas pequeñas y trascendentales historias que hay tras los grandes procesos  que se ventilan en los libros de Historia con mayúsculas o en el día a día de los periódicos con unos párrafos. Atrapados en una España marcada por la tragedia  desde hace demasiado tiempo,  hasta en un hipotético futuro, finalmente resuelto para bien. Sirviéndose de las emociones, se vislumbra con claridad el mensaje de denuncia y llamada de atención al mismo tiempo.  

También era una sala pequeña, junto al escenario donde actuaban los dos actores, Raúl y Mónica. Los dos están muy bien. A Mónica,  hermana de Ferreras, la conocía de vista del pueblo y por eso quizá, como soporte de la tensión dramática de la obra, me impactó más. Me pareció que estaba brillante, convincente y que manejaba con solvencia todos los recursos para transmitir la intensidad de los sentimientos de un personaje atrapado y fuera de lugar. Además imagino aún más complicado sostener una obra con solo dos personajes. Gran responsabilidad que a veces se podría intuir paralilzante.
Después estuvimos con ellos tomando unas cervezas y me quedo con lo que nos contaba Mónica del oficio, con esa pasión desbordante de alguien valiente para elegir vocaciones, de alguien que habla de forma torrencial sobre qué es actuar, alimentarse del vínculo con su pareja en el escenario, de alguien que relata problemas y sin embargo cómo compensa  elegir caminos que te enriquecen y llenan por completo.

Ambas obras tienen ese nexo común de lo cercano. A veces tienes la impresión de que podrías tocar, caminar entre los actores, abrazarlos, consolarlos, pedirles que reaccionen, como uno más entre ellos. Sientes arder las vidas al chocar unas con otras en el interior de una pequeña habitación y comprendes lógica esa combustión, en la que hasta puedes llegar a compartir lágrimas con los actores. Ciertamente es increíble y estoy agradecido por mantener esa capacidad para deslumbrarme ante composiciones tan diminutas y gigantes a la vez, las de valor real, las que no se ajustan a escala de medida.
A pesar del persistente mantra motivado por el general telón de fondo actual, la cultura  saldrá adelante porque siempre habrá gente, iba a decir dispuesta, pero quizá la expresión más ajustada sea “que necesita expresar”. Desde chavales necesitamos escuchar historias. Es  una necesidad vital. Cuando somos críos, son mentiras; eso nos lo dicen después. Cuando somos mayores, seguimos preguntándonos por qué si todas son mentira, reconocemos tanto de nosotros mismos entre sus líneas.  La cultura es inherente al ser humano. No cabe apartarla y dejarla atrás, para seguir adelante.


No os cuento más de un aprovechado fin de semana en Madrid porque esto se alarga demasiado. Prado –ya lo he visitado muchas veces aunque es distinto con pintora-,  concierto de románticos del country en la onda de Hank Williams y del rockabilly –fauna peculiar de verdad- o la gran idea de las librerías de Lavapiés, repletas de libros, todos interesantes, que ojeas mientras te tomas un café.

En fin, soy un  enamorado de Ciudad Rodrigo pero aún así, de vez en cuando hay que meter en vena todo eso que llena tanto y que te pierdes al estar fuera de las ciudades monstruo, aquellas donde los raros siempre son menos raros.

Dudaba qué música compartir. Como últimamente estoy oyendo mucho blues añejo, una de las esencias del rock, y el sábado entendí lo que presencié como asistir a la simple esencia de un arte ya milenario como el teatro, se podía trazar una especie de forzado paralelismo. Os dejo una canción de Son House, epítome de aquellos tipos que se arrastraban por el sur a principios del XX. De manual, ya sabéis: Mississippi, religión, mala vida, asesinatos, cárcel. Maestro de la técnica del cuello de botella, incluso se dice que fue él y no el diablo el que le enseñó a tocar la guitarra a Robert Johnson.  Además la musculosa versión  de ese gran apasionado y erudito en estos palos nunca suficientemente valorados, que es Jack White, al mando de “White Stripes”, mientras aporrea Meg. "Death Letter Blues"
P.S. Para los madrileños o aquellos que planeer escapada al foro, hacedle un hueco, no os arrepentiréis: “Iván Off” en C/ Abades, 24  y “Antes de la lluvia” en la Sala Nudo, C/ Palma, 18.

Vale.