Bajo la luz poderosa e implacable de las salas del hospital, tan falsa como brillante, reina la única luz, puede que la única legítima, la del recién nacido, la del parido a la vida, la de la vida misma, la que reverbera en el estuario de Lisboa, la que quiebra las hojas de los tupidos árboles sobre cabezas de ojos cerrados en tardes de primavera.
Hospital como espacios y pasillos iluminados en madrugadas vacías y despiertas. La agonía y la esperanza.
Vidas separadas por suelos y tabiques. En el instante en el que muere un
anciano, en otro planta, a pocos metros, nace una niña arropada por la alegría
más pura y sencilla, la del amor no pensado que jamás exige.
Esa gran colmena de estancias donde tantas veces se viene a morir y donde pocas veces se muere. Frente a
la muerte y el verdadero dolor que
carece de consuelo, el único sentimiento
que hace hermanos a los hombres, el del miedo a la marcha, el de la pelea por
seguir siendo, una madre pare. Una madre da a luz. No puede haber palabras menos
impostoras, expresión más certera que esa niña, que ese hijo cegando con su luz
todo en derredor.
Tras las puertas de ese pequeño mundo de hierro y hormigón,
donde se nace y se muere, un comienzo o un nuevo comienzo. Tratar de conservar
esa luz que poco a poco, golpe a golpe, año a año, se irá apagando hasta el día
que, cenicientos, toque regresar.
Para empezar, hay que terminar. Para vencer, hay que temer.
Para vivir, hay que morir. Y vivir, no es más que morir día a día.
"What is the light that you have shining all around you?"