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jueves, 26 de julio de 2012

Crónicas de palacio: Capítulo I



Escribo porque me gusta, escribo porque cuando a veces, cuadro lo que cuento con lo que quiero contar, me provoca ese adictivo bienestar tan difícil de explicar, el que  nace de todo aquello que merece la pena, todo aquello que no se puede medir, contar, encajar en frascos o categorías.

Si vendiera líneas, sería franquicia de bajo coste. No merezco precio alto y de lejos se ve que gusto regalar, que prefiero ser asaltado.

Pero he aquí que de forma inesperada, unos párrafos me concedieron un presente. Grande para ser llave, pequeño para ser cosa. 

(José Castillo)

Una llave al pasado, al de un crío que cuando paseaba por la muralla,  con esfuerzo se encaramaba a la tapia de un jardín, reino de mastines que pareciendo tiernos y achuchables, amedrentaban con ladrido fiero.


Entonces pensaba qué sería caminar,  descubrir, atrapar el interior del palacio tan cercano e inalcanzable.


 Muchos años después, he recorrido estancias nobles de la mano del corazón más noble y puro, pétrea fuerza de voluntad en cuerpo menudo, la persona que se cruzó en mi vida en el momento justo. Una llave al futuro.


 Un palacio parece grande para dos personas, más si te deslumbras al traspasar cada quicio; aun tratando de detenerla, la noche transcurre rauda, abrazados al silencio de un patio mágico.

Y entonces piensas que no estaría mal elegir alguna de esas canciones tan importantes en tu vida, esas que el escenario te obliga a elegir con mimo y veneración.

Y llega el amanecer de un sábado enredado en la sinceridad de un lugar que invita a proyectos y confesiones.


Duermes apenas un ratito, abres la que crees ventana y que no es más que otra puerta que traspasas de un salto a otro mundo, el del jardín más hermoso de Ciudad Rodrigo, ya sin aquellos guardias peludos.

Un desayuno, una despedida, un "volveremos".


Gracias a los dueños por ese regalo desmedido e inmerecido, gracias a Carmen y Sheila por todos esos detallas que convirtieron una noche especial en inolvidable. 


La primera canción que sonó en ese patio del Renacimieto es la de ya un clásico moderno, una música extraña que parte del pasado para crear su propio lenguaje. Como  un edificio que se adaptó al presente sin perder la gracia y el donaire que proporciona la aristocracia real, la del ser. A Justin lo vi al día siguiente en otro palacio pero eso es otra historia, otro capítulo.


miércoles, 27 de junio de 2012

Ciudad Rodrigo, Palacio de Ávila y Tiedra

  

Los que me conocéis, ya sabéis que estoy enamorado de mi pueblo, para mi uno de los más bonitos de España. A cuenta de ello, ando dándole vueltas a un proyecto, el de ir enredándome entre sus piedras, en su Historia e historias para usarlo como pie para mis propias historias y sentires. 


Ciudad Rodrigo es la ciudad de los palacios. Os dejo algo escrito sobre la fachada de uno de los que más me gusta desde crío, el Palacio de Ávila y Tiedra, también conocido como del Conde Montarco o de los Castro. Aquí solo me centro en el edificio, más en concreto en su fachada. Además de en el patrimonio artístico, en tantos edificios y rincones plenos de encanto, quiero entrar a fondo en lo sucedido entre murallas para explorar esa rica veta histórica. Todo ello, de llevarse a cabo, ya no aparecerá en el blog, de vocación temática menos local -si acaso se colará algún relato-. No es más que un comienzo, un propósito. 


"Andan los años y ando la plaza. Dicen que el tiempo erosiona  cariños. Ni noches de invierno, ni madrugada de soles.  Mi veneración permanece constante, tan sólida como su porte, sin más duda que el escaso desgaste que quinientos años de asombro consiguieron estrellar contra sus líneas. Esas líneas que parten frente a tus pies o sobre tu cabeza, para perderse, siempre puras, tan allá.

Gigante rectángulo por fachada, reflejado en el limpio espejo rectángulo que es la Plaza del Conde. Rectángulos por ventanas.  Dentro de estas, otros rectángulos y dentro de estos… un seguir, un llamar, un edificio que todo él es tender, querer, crecer.

El rojo color de los  sillares nacidos de la tierra, orgullosos de ser arrancados de las entrañas de ese orden desordenado que es la naturaleza para, moldeados, poder seguir encarnando perfección y armonía, como si el mismo palacio se hubiera alzado de las profundidades sin intervención de la poco fiable mano humana.

Esas pasiones humanas que te parieron y partieron. El afán de poder siempre arrastra la condena del temor a perderlo. Desmoche no parece palabra propia, se antoja vulgar y pedestre, poco ilustre para acompañar todos tus nombres. Si el signo no casa, cómo soportar la propia acción que encarna la voluntad del que un día se sintió invencible. Desmochado  una mañana que parecía como cualquier otra. Sus ambiciones y miserables sueños pasaron. Tú permaneces bello, indiferente a las cicatrices, con el aplomo orgulloso del que perdió piernas y batalla en combate.

Todo elegancia y altivez no se conforma. Al frío y austeridad del Renacimiento se le trata de insuflar vida. Ahí en el rincón de esa puerta tan a desmano, dos seres nacidos en el infinito mar calmo que es su fachada, dos serpientes de torso fuerte, nervios del palacio,  cabalgando sobre el océano, remedando  aquellas terribles serpientes de la Eneida que sedientas de sangre se aproximaban a la costa. Decapitadas, leones por cabezas cercenadas.

Todo perfección distinguida, vuelve a querer más. Y muestra el arte de  labrar la plata. Y se tallan cornisas y ventanas cual orfebre. Ganchillo de flores y ramas con lana que no se  ovilla. Animales inventados como los de aquellos maestros del Románico, aquellos que enseñaron el camino de la maravilla y que inexplicablemente no dejaron sus nombres escritos por doquier. Cuesta hoy comprender cómo el orgullo cedió frente al testimonio de la obra en sí. Enigmática figura la de aquellos maestros perdidos en el tiempo.

Bajo el  escudo de la casa sostenido por ángeles, porque de inspiración divina sería el mecenazgo de esta obra, doy un paso y cruzo la entrada que no podía ser más que  abrazo curvo, tierno y acogedor, rompiendo de nuevo la armonía de la recta  y penetro en un interior cuyas heridas lucen recién restañadas, como saludando su segundo milenio más fuerte y convencido que nunca."

Vale.