domingo, 22 de abril de 2018

Día del Libro: reivindicar las extremaduras del Reino



Disfruto escribiendo artículos sobre libros, bibliotecas, educación y temas similares porque te sientes obligado a tirar de otros autores, material de alto octanaje, lo que al final contribuye a proporcionar a lo escrito mayor lustre del habitual en un aficionado a pergeñar esporádicos artículos de opinión de temática cultural.
Tenía unos cuantos fragmentos sobre el tema que me gustaban  pero no acababa de ver claro cómo encajarlos, sobre todo el fijar un punto de partida a partir del cual otorgar un sentido o dirección, enlazando con Ciudad Rodrigo.
Entre notas perdidas, encontré algo curioso, dos citas espejo de dos autores ilustres de ambos lados de la frontera, uno español, otro portugués. Dice Unamuno: “La única manera de ser universal es ser local”. Dice Miguel Torga: “Lo universal es lo local sin fronteras”
A continuación tiro de una extraña y radical reivindicación de lo local a cargo de Heidegger en la que afirma  que a la vista de la experiencia e historia humana, todo lo esencial y todo lo grande tiene su origen en el hecho de que el hombre tiene un hogar y está enraizado en una tradición.
La reivindicación de la raíz, la invocación de lo mamado, de una cultura en su acepción de modos de vida, de lo concreto como indispensable puente para la abstracción, para la articulación del concepto hombre a partir de su relación con los demás y con el mundo, como imprescindible cimiento para expresar la idea del hombre en el tiempo.
Hoy vivimos tiempos de celebración de lo cercano, de lo local, pero la reivindicación en algún punto del camino se pervirtió para  ir transformándose en una incipiente etapa histórica cuya dinámica es la de lo local entendido como excluyente, como principio  que desconoce la alteridad, el ponerse en el lugar del otro, el construir con el otro, el buscar acercarse a más, el abrir fronteras, el borrarlas. Se trata de un periodo político centrado en el individuo y en los que define como suyos, que apartan al no identificado, que aspira a multiplicar muros y estados.
Me pregunto por los libros a los que tienen acceso hoy los jóvenes, que son todos los libros, que son casi todos los jóvenes en este país, me pregunto por la razón por la que a mí los libros me transformaron en un espíritu profundamente antinacionalista y escéptico sobre casi cualquier gran causa o doctrina.
Puede que sea porque entiendo a Kierkegaard cuando escribe que la vida se vive hacia delante pero solo se entiende hacia atrás Y es que cuando empleas mucho de tu tiempo estudiando  las formas de habitar el pasado, asumes las razones de lo ajustado del diagnóstico de Hegel al calificar a la Historia como un inmenso matadero, adviertes los peligros cíclicos, que con distinto traje, son los mismos de siempre.
De ahí que entienda como La Rochelle que se es humano en la medida que hacemos trampa a nuestros dogmas, solo si somos capaces de cuestionarnos nuestras convicciones. Es por eso que me asustan los credos y las banderas entendidas como fuente de agresión y agravio.
Y aquí me saltan dos referentes personales, constantes en mi vida, admirables por vida y obra, el Camus que decía que amaba demasiado a su país para ser nacionalista y ese faro que debiera ser del pensamiento universal, Montaigne, cuya divisa era la de esperar para juzgar a saber más.
Y es que hoy veo tantos maestros, tantas tribunas remando en sentido contrario que me pregunto qué pudo fallar en este mundo donde con tanta alegría se celebra la fragmentación y la división, donde el grito, la intolerancia y la irresponsabilidad alejan tanto de la otra acepción del término cultura: conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar un juicio crítico.
Hoy que nuestra sociedad se encuentra teóricamente más informada y educada que nunca, por qué ese adocenamiento, ese someterse a la causa con mayúsculas y suprimir el sereno discernimiento.  Hay que reconocer que ejercer el juicio crítico resulta incómodo porque te obligas a escucharlo todo y a todos, para al final no ser capaz de enfundarte un uniforme que jamás sería de tu talla, pero es lo que nos hace humanos, el continuo cuestionamiento interno.
El lema de la UNED es una hermosa cita en latín del Libro de la sabiduría: “De las cosas que se mueven, la sabiduría es la que más se mueve”. La sabiduría no se esconde, se ofrece en los libros, tiende a hacer desaparecer fronteras, tiende a hacernos transparentes, a reconocernos en el semejante desde la diferencia.
Nosotros vivimos junto a una frontera, una de las más antiguas de Europa, una absurda raya imaginada en el suelo trazada en lejanas estancias por hombres con fusiles en las manos, que solo nos proporcionó a lo largo de los siglos muerte y destrucción. Vecinos a la fuerza,  entre la ignorancia y el desprecio, hoy parece que cada día nos sentimos algo más cerca, multiplicándose las vías de colaboración institucional, el puro acercamiento humano y la mutua comprensión no ya de pueblos hermanos sino de un mismo pueblo.
El intercambio de conocimiento de nuestras culturas, el fruto que son sus libros, han de convertirse en la base, en los sillares, la educación, en el plano de situación sobre el que se diseñe el progreso. Siempre que menciono progreso me vienen a la mente  palabras que tengo grabadas a fuego, radicales palabras que le sirvieron a su autor, Tomás y Valiente, para que le metieran una bala en la cabeza: “Edificar con la razón, la experiencia histórica y la tolerancia como instrumentos”.
Kant decía que un hombre es lo que la educación hace de él, por eso duele el desprecio de tantos por los libros, porque es una triste oportunidad perdida, porque no pueden quedarse reservadas a material para las élites, que por eso mismo seguirán siendo élites, porque nos acercan a explicarnos qué somos, esa dimensión espiritual no verbalizable porque como decía el famoso verso de Hölderlin, “poéticamente se reside en la tierra”, o como decía Picasso,  que el arte es una mentira que nos acerca a la verdad o cuando Umberto Eco respondía a la pregunta de por qué necesitamos la cultura: “para hacer comprensible el infinito”.
Hay una cita de Borges que da fe de la maravilla del vivir, del imposible afán de capturar lo irrepetible, de la milagrosa aventura de participar en el mágico proceso que es la vida fugaz: “Nada se edifica sobre piedra, todo sobre arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena”
Los que escribimos sabemos que detrás de nuestra afición no hay una mera inclinación sino que se trata de  verdadero mandato íntimo, que soporta el doloroso latigazo de Kafka cuando sentencia que un libro tiene que ser un hacha que abra un agujero en el mar helado de nuestro interior o  como cuando David Grossman  explica que si no lo escribe, no lo entiende. Es la cita con nuestros fantasmas, esos que todos escondemos, a los que se convoca a través del arte o las páginas de libros escritos por gente más lúcida o más valiente que nosotros.
Tras caminar por este plano casi metafísico, geografía sin límites, toca descender de nuevo al mundo real y volver a caminar por tierras dibujadas con  líneas y mapas. Existía un antiguo concepto medieval asociado a una realidad muy concreta, la de la Reconquista, un concepto  que la lengua castellana perdió con el tiempo, el de las “extremaduras” del reino, zonas alejadas, de inestable dominio y fronteras difusas, concepto móvil sobre el que se pretendía ejercer un control más teórico que real.
Me pregunto si no será tiempo de reivindicar esas zonas donde la frontera se pierde engañada por las gentes que siendo de aquí o de allí, solo saben ser. Una parte del reino envuelta en la bruma de la indefinición jurídica, política, cultural. Si no será el paso previo para borrar las fronteras, nunca para crearlas.
Termino no con la cita de un escritor o filósofo como hasta ahora, sino con la de un científico, Carl Sagan, cuya trascendente definición del hombre exhibe alto vuelo poético: “Los seres humanos están  hechos de los mismos materiales que las estrellas, y siendo conscientes son una forma de que el cosmos se conozca a sí mismo”.
Conocerse, aprender a vivir, aprender a morir, poco más que eso ofrecen los libros. Edificar como si fuera piedra la arena.




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