Disfruto escribiendo artículos sobre libros,
bibliotecas, educación y temas similares porque te sientes obligado a tirar de otros
autores, material de alto octanaje, lo que al final contribuye a proporcionar a
lo escrito mayor lustre del habitual en un aficionado a pergeñar esporádicos
artículos de opinión de temática cultural.
Tenía unos cuantos fragmentos sobre el tema que me
gustaban pero no acababa de ver claro cómo
encajarlos, sobre todo el fijar un punto de partida a partir del cual otorgar
un sentido o dirección, enlazando con Ciudad Rodrigo.
Entre notas perdidas, encontré algo curioso, dos
citas espejo de dos autores ilustres de ambos lados de la frontera, uno
español, otro portugués. Dice Unamuno: “La única manera de ser universal es ser
local”. Dice Miguel Torga: “Lo universal es lo local sin fronteras”
A continuación tiro de una extraña y radical
reivindicación de lo local a cargo de Heidegger en la que afirma que a la vista de la experiencia e historia
humana, todo lo esencial y todo lo grande tiene su origen en el hecho de que el
hombre tiene un hogar y está enraizado en una tradición.
La reivindicación de la raíz, la invocación de lo
mamado, de una cultura en su acepción de modos de vida, de lo concreto como
indispensable puente para la abstracción, para la articulación del concepto
hombre a partir de su relación con los demás y con el mundo, como imprescindible
cimiento para expresar la idea del hombre en el tiempo.
Hoy vivimos tiempos de celebración de lo cercano, de
lo local, pero la reivindicación en algún punto del camino se pervirtió
para ir transformándose en una incipiente
etapa histórica cuya dinámica es la de lo local entendido como excluyente, como
principio que desconoce la alteridad, el
ponerse en el lugar del otro, el construir con el otro, el buscar acercarse a
más, el abrir fronteras, el borrarlas. Se trata de un periodo político centrado
en el individuo y en los que define como suyos, que apartan al no identificado,
que aspira a multiplicar muros y estados.
Me pregunto por los libros a los que tienen acceso
hoy los jóvenes, que son todos los libros, que son casi todos los jóvenes en
este país, me pregunto por la razón por la que a mí los libros me transformaron
en un espíritu profundamente antinacionalista y escéptico sobre casi cualquier gran
causa o doctrina.
Puede que sea porque entiendo a Kierkegaard cuando
escribe que la vida se vive hacia delante pero solo se entiende hacia atrás Y
es que cuando empleas mucho de tu tiempo estudiando las formas de habitar el pasado, asumes las
razones de lo ajustado del diagnóstico de Hegel al calificar a la Historia como
un inmenso matadero, adviertes los peligros cíclicos, que con distinto traje, son
los mismos de siempre.
De ahí que entienda como La Rochelle que se es
humano en la medida que hacemos trampa a nuestros dogmas, solo si somos capaces
de cuestionarnos nuestras convicciones. Es por eso que me asustan los credos y
las banderas entendidas como fuente de agresión y agravio.
Y aquí me saltan dos referentes personales,
constantes en mi vida, admirables por vida y obra, el Camus que decía que amaba
demasiado a su país para ser nacionalista y ese faro que debiera ser del
pensamiento universal, Montaigne, cuya divisa era la de esperar para juzgar a
saber más.
Y es que hoy veo tantos maestros, tantas tribunas
remando en sentido contrario que me pregunto qué pudo fallar en este mundo
donde con tanta alegría se celebra la fragmentación y la división, donde el
grito, la intolerancia y la irresponsabilidad alejan tanto de la otra acepción
del término cultura: conjunto de conocimientos que permite a alguien
desarrollar un juicio crítico.
Hoy que nuestra sociedad se encuentra teóricamente más
informada y educada que nunca, por qué ese adocenamiento, ese someterse a la
causa con mayúsculas y suprimir el sereno discernimiento. Hay que reconocer que ejercer el juicio
crítico resulta incómodo porque te obligas a escucharlo todo y a todos, para al
final no ser capaz de enfundarte un uniforme que jamás sería de tu talla, pero
es lo que nos hace humanos, el continuo cuestionamiento interno.
El lema de la UNED es una hermosa cita en latín del
Libro de la sabiduría: “De las cosas que se mueven, la sabiduría es la que más
se mueve”. La sabiduría no se esconde, se ofrece en los libros, tiende a hacer
desaparecer fronteras, tiende a hacernos transparentes, a reconocernos en el
semejante desde la diferencia.
Nosotros vivimos junto a una frontera, una de las
más antiguas de Europa, una absurda raya imaginada en el suelo trazada en
lejanas estancias por hombres con fusiles en las manos, que solo nos
proporcionó a lo largo de los siglos muerte y destrucción. Vecinos a la
fuerza, entre la ignorancia y el
desprecio, hoy parece que cada día nos sentimos algo más cerca, multiplicándose
las vías de colaboración institucional, el puro acercamiento humano y la mutua
comprensión no ya de pueblos hermanos sino de un mismo pueblo.
El intercambio de conocimiento de nuestras culturas,
el fruto que son sus libros, han de convertirse en la base, en los sillares, la
educación, en el plano de situación sobre el que se diseñe el progreso. Siempre
que menciono progreso me vienen a la mente
palabras que tengo grabadas a fuego, radicales palabras que le sirvieron
a su autor, Tomás y Valiente, para que le metieran una bala en la cabeza: “Edificar
con la razón, la experiencia histórica y la tolerancia como instrumentos”.
Kant decía que un hombre es lo que la educación hace
de él, por eso duele el desprecio de tantos por los libros, porque es una
triste oportunidad perdida, porque no pueden quedarse reservadas a material
para las élites, que por eso mismo seguirán siendo élites, porque nos acercan a
explicarnos qué somos, esa dimensión espiritual no verbalizable porque como
decía el famoso verso de Hölderlin, “poéticamente se reside en la tierra”, o
como decía Picasso, que el arte es una
mentira que nos acerca a la verdad o cuando Umberto Eco respondía a la pregunta
de por qué necesitamos la cultura: “para hacer comprensible el infinito”.
Hay una cita de Borges que da fe de la maravilla del
vivir, del imposible afán de capturar lo irrepetible, de la milagrosa aventura
de participar en el mágico proceso que es la vida fugaz: “Nada se edifica sobre
piedra, todo sobre arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra
la arena”
Los que escribimos sabemos que detrás de nuestra
afición no hay una mera inclinación sino que se trata de verdadero mandato íntimo, que soporta el
doloroso latigazo de Kafka cuando sentencia que un libro tiene que ser un hacha
que abra un agujero en el mar helado de nuestro interior o como cuando David Grossman explica que si no lo escribe, no lo entiende.
Es la cita con nuestros fantasmas, esos que todos escondemos, a los que se
convoca a través del arte o las páginas de libros escritos por gente más lúcida
o más valiente que nosotros.
Tras caminar por este plano casi metafísico,
geografía sin límites, toca descender de nuevo al mundo real y volver a caminar
por tierras dibujadas con líneas y mapas.
Existía un antiguo concepto medieval asociado a una realidad muy concreta, la
de la Reconquista, un concepto que la
lengua castellana perdió con el tiempo, el de las “extremaduras” del reino,
zonas alejadas, de inestable dominio y fronteras difusas, concepto móvil sobre
el que se pretendía ejercer un control más teórico que real.
Me pregunto si no será tiempo de reivindicar esas
zonas donde la frontera se pierde engañada por las gentes que siendo de aquí o
de allí, solo saben ser. Una parte del reino envuelta en la bruma de la
indefinición jurídica, política, cultural. Si no será el paso previo para
borrar las fronteras, nunca para crearlas.
Termino no con la cita de un escritor o filósofo como
hasta ahora, sino con la de un científico, Carl Sagan, cuya trascendente
definición del hombre exhibe alto vuelo poético: “Los seres humanos están hechos de los mismos materiales que las
estrellas, y siendo conscientes son una forma de que el cosmos se conozca a sí
mismo”.
Conocerse, aprender a vivir, aprender a morir, poco
más que eso ofrecen los libros. Edificar como si fuera piedra la arena.
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