viernes, 25 de julio de 2014

Jodío potro




Es una mañana de mediados de septiembre y aunque sabe que no hace frío, se engaña y trata de combatir sus nervios poniéndoles otro nombre: llamándolos frío.


La escena es extraña. Se trata de una gran sala a la que una serie de peculiares objetos proporciona personalidad: un potro, un plinto,  un caballo, dos gruesas cuerdas suspendidas a medio metro del suelo; también colgada del techo,  una escalera dispuesta de forma horizontal,  paralela al suelo, además de un puñado de bancos y colchonetas.  Es un gimnasio.


Un grupo de muchachos de pintoresca indumentaria, que va desde el chándal a la equipación de  fútbol, de la simple camiseta interior a los habituales vaqueros de cada día, aguarda expectante. Se distribuye en tres filas partiendo de la pared de un fondo.  Frente a cada fila, un espacio de sala vacío de unos diez metros. Tras el espacio: el potro, la colchoneta o el plinto.


El chico con la camiseta del Athletic de Bilbao se encuentra casi al final de una de las filas. Sintiéndose obligado, sonríe algo nervioso a algún comentario, pero tiene la mirada perdida, algo ajeno a lo que sucede y siendo consciente de que al fin llegó el momento que tanto ha temido durante toda la semana.


La última esperanza, la de que el maestro les ofreciera un balón de fútbol  salvador para que salieran a jugar al patio durante la hora de gimnasia, se ha esfumado y vuelve a estar allí, delante del potro un año después.


Con pura y amarga añoranza recuerda que hace dos años lo saltaba decidido y con confianza pero algo cambió el curso pasado. El primer día de gimnasia, hace justo un año,  no estaba nervioso. Sabía que todo iba a salir bien.  Sin embargo, algo ocurrió; tal vez el potro estaba demasiado alto, la carrera fue algo errática, en la medida que puede serlo en un recorrido de apenas tres segundos, pero no lo consiguió y llegó el pánico. La confianza desapareció y ya fue incapaz de superarlo durante el resto del año.


Los primeros chicos empiezan a saltar con confianza, riendo, alardeando; están disfrutando y el chico del final de la fila los envidia con rabia, con la rabia que alimenta el sentimiento de impotencia que arrastra lo imposible . Suelen ser los que también más se dejan notar en clase. En un razonamiento infantil y absurdo, el chico ha interiorizado que si tienes buenas notas, nunca serás capaz de hacer gran cosa con lo del deporte, nunca podrás jugar bien al fútbol o superar el plinto.


Las risas le sacan de su ensimismamiento, le advierten que algún camarada tampoco especialmente dotado, tiene problemas en alguno de los ejercicios o simplemente se ha quedado clavado delante del aparato. El maestro, autoritario, le indica la razón de su fallo en una exposición teórica ya gastada, que ambas partes reconocen obligada pero inútil.


El chico del Bilbao siente alivio. Al menos, aunque no salte, no será de los peores de la clase. Cierta suciedad le inunda, es ese sentimiento de vergüenza que más tarde sabrá que los alemanes llaman schadenfreude, esa alegría vergonzante que nos convierte en algo miserables. 


La fila se acaba y llega su turno. Un momento antes de iniciar la carrera, cree que puede suceder algo extraordinario, como que se suspenda la clase o que el profesor se lo piense mejor y cambie de actividad, pero nada sucede. Quiere correr rápido y decidido antes de llegar a la rampa pero siente que algo que no entiende tira de él…

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Quería escribir algo sobre aquellas clases de educación física de mi infancia, aquellas clases de gimnasia, que ni eran clases, ni eran de gimnasia.  Obró de percutor descubrir en  el pasillo de mi viejo colegio, el día que lo visité con motivo de las Elecciones Europeas, el que estoy por asegurar era el mismo potro de hace más de treinta años, el mismo jodío potro. Se conoce que es cierto lo de que antes se hacían las cosas para que duraran más. 


Hace un par de años, le dediqué un artículo a Don Luis, un maestro de aquella escuela, al que considero el mejor profesor que he tenido en mi vida. Responsable de mucho de lo que soy, de que aún hoy siga estudiando porque simplemente me gusta. Hoy, partiendo de la veneración al maestro, una de las figuras más infravaloradas de nuestra sociedad, vuelvo a aquellos años en un tono bien distinto.


Sé que la educación física era considerada como menos que nada, como casi una intrusa dentro de la enseñanza seria, sé que los responsables de las clases carecían de formación, pero aún me pregunto si nadie se paró a pensar qué sentido tenía la representación de aquella farsa, bien fuera en forma de partido de fútbol, bien en algo semejante a una escena como la que he descrito.


Ningún alumno  mejoraba o aprendía, nada contribuía al desarrollo físico o a la adquisición de algún tipo de destreza y menos aún se podía vislumbrar algo de lo bueno que entraña el deporte, cara a  convertirse en un saludable hábito de futuro.


Me costó muchos años saber que el deporte no se me daba mal y sobre todo, que me gustaba  de verdad; es algo que tuve que entender por mí mismo ya que tampoco mis siguientes entrenadores supieron sacar lo que yo llevaba dentro. 


Aquella mañana de elecciones fantaseé con recorrer a toda velocidad el largo pasillo central de San Francisco y saltarlo de una santa vez, liquidando para siempre todos aquellos fantasmas y agobios elevados sobre los cimientos de un gran sinsentido que un niño de doce años era incapaz de analizar con frialdad y tino.

3 comentarios:

CiegoSabino dijo...

¡Mira que no aprovechar las clases de "Educación Física"!.

Los días normales a darle patadas al balón, los días de examen: un tres por saltar el potro, un tres por el plinton y un tres por no sé qué otra chorrada. Total un nueve, jajaja. Yo a veces el potro incluso lo saltaba por dentro (siempre fui bastante flexible).

CiegoSabino dijo...

Charlando esta noche en la pesquera salió el tercer elemento: el caballo. Ahí si no andabas ligero te dejabas la rabadilla contra el dichoso chisme.

Atalanta dijo...

El potro sí lo saltaba. El caballo jamás. Solo para los más gamberros :)Simepre fui algo flojo