sábado, 17 de junio de 2017

Lo que bien acaba



Aunque hoy solo pienso en modo Historia del Arte, por cuestiones administrativas no me permitieron presentar el año pasado el trabajo de fin de grado en Derecho. No lo decía pero lo soñaba; soñaba con la matrícula de honor que al final he conseguido y que, aunque sea más de veinte años después de cuando debió ser,  sigue reconfortando. 

Sí, la vida te lleva por caminos raros, ya lo cantaba Quique González. A lo largo de estos años me he preguntado miles de veces por qué dejé de presentarme a los exámenes de Derecho cuando, después de un expediente brillante, me faltaba poco para terminar.  La respuesta me la dio un el filósofo Richard Bernstein en una entrevista cuando, citando a Whitehead, describía el proceso educativo como varias etapas en las que se sucedía la pasión o romance en la base, el enamorarse de un materia, para seguir con la búsqueda de la precisión a través del estudio y la generalización final.

Yo, a pesar de ser un enamorado de los libros desde niño, nunca amé lo que estudiaba, equivocándome por completo en mi elección de carrera, la que si me paro a pensar, por falta de carácter, no fue tal. Cuando el ambiente o cierto desarraigo interno me hicieron errar el camino, no conseguí encontrar razones para retomarlo, porque simplemente carecía de ilusión. Si Abril decide estudiar, espero servir de mal ejemplo, algo similar a lo que también le ocurrió a su madre con Bellas Artes.

Es curioso que el verdadero detonante para ponerme a ello tantos años después, fuera una pulsión, esta sí constante y arrebatadora, por estudiar algo que me gustase de verdad, en principio no más que por el placer de aprender. Si casi siempre tengo en las manos libros raros, por qué no dedicar esa energía a descubrir guiado y, ya de puestos, conseguir nuevos retos y metas.

Como cuando decidía apuntarme a triatlones o ultras de dureza extrema, todo eso sonaba muy bien tirado en el sofá o en la cama, mas ponerse manos a la obra es algo más complejo. Estudiar es muy similar a entrenar, se ha de acostumbrar a unos cuerpo y mente reticentes, se ha de crear un nuevo hábito.

El contacto inicial fue algo decepcionante porque aquellas cinco asignaturas pendientes, al pasar al Grado, se habían convertido en muchas más y porque la UNED es más dura de lo que fue Salamanca. Por ello me costó recuperar el ritmo crucero de las buenas notas de antaño que aspiro a mantener constante hasta el final de Historia del Arte.

Tenía claro que el trabajo de fin de grado sería sobre Historia o Filosofía, materias que me apasionan, de lo que, por cierto, podía haberme dado cuenta cuando me tocó estudiarlas para encauzar por ahí mis esfuerzos.

Ya lo comenté cuando lo presenté: el estudio y la recopilación de información para la confección del trabajo ha sido la experiencia académica más estimulante de mi vida, aunque plasmar por escrito el fruto de mi trabajo y mis ideas en cincuenta folios en poco más de una semana resultó algo ciertamente estresante.

La matrícula de honor con la oferta de trabajar en la tesis viene a ser algo así como cerrar una puerta como es debido, es liberarme de cierto lastre espiritual , es dejarme engañar, tal que si el tiempo no hubiera pasado desde aquella otra matrícula de honor con la que cerré el anterior ciclo educativo en COU,  es casi creer por un instante que en la vida transcurrida no hubo peajes y dispusiera de toda la libertad para elegir mi futuro.

Ahora tengo que decidir el camino, benditamente mediatizado por familia y trabajo: bajar el ritmo con Arte, o lanzarme a saco con esta carrera para terminar cuanto antes. Un par de semanas para elegir. Lo que sí tengo claro es que el doctorado, antes o después, aguarda, porque, al fin, es seguir los raíles que conducen a mí mismo, es actuar conforme a mi naturaleza, es no apartarme de lo que soy y para lo que nací, para estudiar, para aprender.

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