viernes, 8 de enero de 2016

Siempre la misma guerra



Terrible e intersante fragmento del diario del soldado francés Nicolás Marcel, detallando su entrada en Salamanca en noviembre de 1812, cuatro meses después de la grave derrota de Arapiles.

"Nuestros dos ejércitos se unieron en las planicies de Alba, pero el grueso del ejército enemigo y sus bagajes estaban ya camino de Ciudad Rodrigo y de nuevo sentimos la rabia de ver cómo se nos escapaban los ingleses. Hacía varios días que la lluvia caía continuamente, los caminos estaban en un estado lamentable. A pesar de todo, una vez que hubimos vuelto y vivaqueado a los pies de los Arapiles, partimos a las siete de la tarde para tomar Salamanca, ya entrada la noche. Atravesamos el campo de batalla en la oscuridad: andábamos sobre los cadáveres, que ya eran esqueletos. Los cráneos rodaban, y los huesos que pisábamos hacían un ruido siniestro al romperse. A las nueve de la mañana estábamos delante de Salamanca pero no pudimos entrar hasta una hora más tarde. No había dejado de llover, estábamos calados hasta los huesos y, de repente, el cielo se aclaró, cesó la lluvia y comenzó a helar. ¡Menuda situación la nuestra!

Salamanca era una ciudad entregada al pillaje. Se abandonaron a manos de los soldados todas las casas donde no había oficiales alojados. La ciudad merecía este castigo. Júzguenlo ustedes mismos: la ciudad llevaba cinco años siendo el almacén de todos nuestros aprovisionamientos, todo lo que llegaba de Francia para el ejército se depositaba en Salamanca, todo el dinero que recibíamos era gasto que se hacía a los mercaderes de esta ciudad y, a pesar de los desolados caminos, ningún ciudadano fue nunca robado ni molestado. En recompensa, los habitantes se comportaron de una forma atroz con nuestros heridos en la batalla de Arapiles, arrancándoles las vendas y dejando las heridas al descubierto, mutilando de manera innoble a otros desgraciados y envenenando a todos los amputados que ingresaban en los hospitales. No había que tener ninguna piedad con tales salvajes. Había allí tiendas inmensas con grandes cantidades de galletas, carne salada y ron, de las que se dejó sacar a cada soldado lo que quisiera. Nuestros hombres no pudieron contenerse, y el desorden y la violencia tomaron proporciones terribles.

Al día siguiente por la mañana, después de una noche de gritos y ruidos producidos a causa del pillaje, fui a ver a mi antigua anfitriona, doña Sinforosa Martel, que estaba casada desde hacía poco con un "donjuan" de la ciudad. Me recibió muy mal y me hizo muchos reproches sobre mi ingratitud, diciéndome que debía haber ido a alojarme a su casa para evitarle la violencia de la soldadesca. Me confesó que había sido víctima de quince o veinte dragones. Estaba, en efecto en un estado lamentable, y ya no podía andar. A pesar de todo, no me dio mucha lástima de ella, porque, aunque me había hecho algunos favores últimamente, ella detestaba a los franceses y no podía ocultar su aversión por nosostros. Un día, después de haber pasado juntos los momentos más dulces, me puso un puñal sobre el pecho diciendo: "Mira cuánto te quiero, para mí eres lo más preciado que tengo, pero si pudiera eliminar a todos los franceses apuñalándote a ti, serías hombre muerto". Sus lamentos no produjeron gran efecto en mí por entonces, y la dejé para ir a ver a su amiga Juana González, que había hecho las delicias de mi camarada Labaith. Esta amable mujer había sabido prever la tormenta y ponerse a salvo acogiendo a un oficial en su casa. Yo no buscaba retomar el contacto con mis antiguas dulcineas, porque tenía en mi alojamiento una pequeña y encantadora morena que, gracias a la promesa que le hice de protegerla de la brutalidad de los soldados, compartía sin problemas mi cama. Era, según ella decía, para estar más segura.

El desorden llegó a ser tal que para pararlo hizo falta sacar todas las tropas de la ciudad. El rey José pasó revista a todo el ejército: tenía allí 90.000 hombres de infantería y 20.000 jinetes, de los cuales los más jóvenes tenían cuatro años de servicio. ¡Qué desastre hubiera resultado para el ejército anglo-portugués si nos hubiera esperado en las planicies de Castilla!"

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