Un regalo de cumpleaños para una amiga muy especial, para “el peso pluma ganando el título de los
pesados en el Madison.”
(La Susana del texto
no está inspirada en ella. Es ella)
Feliz cumpleaños, Susa.
(Ilustrando su cuadro favorito)
“Naces solo. Mueres
solo. El resto, bien podía ser un lento y denso discurrir entre cañerías, bien
el milagroso fluir de un río entre orillas arboladas”.
Sentado frente a la mesa de su habitación, Alberto hojeaba
las páginas de aquel triste y previsible diario juvenil. Había escrito ese
párrafo unos días después de conocer a
Susana. Antes no hubiera existido segunda opción. Ese segundo camino lo había
aportado ella, lo había marcado su sonrisa. Hasta entonces, él caminaba frente
a escaparates. Tras los cristales, existencias
de neón, pavesas en hogueras de felicidad. Mal encarado y resentido, las rechazaba como falsas, creía que le molestaban pero lo cierto era que
le intimidaban, incluso a veces le
quemaban, aunque sólo fuera esa leve punzada de una chispa. Por ello intuía que detrás de ese asfixiante
círculo de llamas en que también ardía y que se tornaba más impenetrable con el
tiempo, había algo más que se le había escapado. Aunque siempre
acababa por reconocer su vida como cañería atascada, maloliente y sin remedio,
cuando tenía la guardia baja, se sinceraba y sabía que no siempre fue así. Sin
embargo, no era capaz de recordar el día a partir del cual comenzó a pensar de
esa forma o en definitiva a sentirse asustado.
“Las piezas ahora no
encajan. Cuando eres niño, las piezas de lego encajan. A veces hay que apretarlas y es entonces cuando
apenas se nota la fisura. Tan sólidas como bloques fabricados en molde. Te
regalan un barco, si tienes suerte, quizás
un portaviones. Lo construyes cinco, diez
veces. Más tarde mezclas todas las piezas que has ido acumulando con el tiempo
y pasas a probar a caminar solo, pasas a inventar, te olvidas del plano, del
diseño original y exploras y construyes nuevos barcos o extrañas naves aún por
inventar, pendientes aún de nombrar. Pasan los años y se acaban las ideas. Todo
el juego se vuelve aburrido. Crecer es una mierda. El tiempo sólo sirve para
empeorarlo todo. Todas las piezas permanecen rotas o forzadas y apretadas tantas
veces que ya no son capaces de sostener ni muro, ni idea, ni proyecto. Entonces
las metes en una bolsa de supermercado y te olvidas de ellas. Después de estar
años en una caja debajo de tu cama, un día las metes en el maletero del coche
de tu padre porque en su casa hay más sitio. Tal vez por eso él se marchó hace
tantos años de la nuestra”.
La conoció una tarde nadando en la piscina. Aunque cada vez
más esporádicamente, a Alberto todavía le gustaba nadar unos largos. De niño
competía en natación y era de lo poco que no había perdido por el camino. Más
tarde pensó en aquel día, entonces no lo
supo expresar pero más tarde lo escribió. Vio que a través de sus ojos se veía su
corazón y era tan grande, azul y transparente como el agua de la piscina que la
envolvía.
“Las vidas son como folios en blanco. Todos las llenamos de palabras y las
comenzamos a doblar al modo de los aficionados a la papiroflexia. Sí, al
comienzo todos parecemos expertos, miramos como expertos, actuamos con la decisión
que creemos en expertos pero llega un
día en que te das cuenta de que, mientras hay muchos alrededor que han
construido hermosas mariposas o barcos, sombreros o aviones, lo que tú traes
entre manos no tiene visos de convertirse en algo digno de asombro, con cierta
utilidad o ni siquiera de término conocido. Tratas entonces de desdoblar el
folio, alisarlo y comenzar de nuevo pero el tiempo pasa y los intentos cada vez
son más complicados porque el folio se llena de dobleces y es difícil seguir
otro camino. El papel se arruga y es entonces cuando eres consciente de que ya
no podrás conseguir esas superficies que buscas y envidias en tus compañeros.
Cada vez más desanimado, constatas que tú nunca harás nada de mérito. Además de los expertos,
a tu alrededor también ves a los que ya sólo utilizan los folios para arrojarse
bolas de papel que incluso a veces caen en el agua y se empapan. Es entonces
cuando aparecen encargados de la limpieza que pasan a llevárselas a lugares cerrados.
Aparte. Nosotros aquí, vosotross allí. Son folios, vidas que molestan, que estorban.”
Susana también lleva uniforme de empleada pública pero no se
encarga de recoger bolas de papel. Ella
lee los contadores de las casas. En
alguna ocasión la había visto en el portal.
Oculta tras su larga melena lisa y con gesto serio, anotaba las cifras
de cada vivienda. Alberto nunca había tenido muy claro para quién trabajaba, si
lo suyo era el agua, la electricidad o el gas. Al percatarse de la presencia de
un vecino, ella se giraba y saludaba con
gracia, utilizando esas dos palabras gastadas–“¡Buenos días!”- con tanta fuerza
como si por una vez, realmente encarnaran
ese sincero deseo de lo mejor para ti.
“La vida funciona bajo
la dictadura de un ritmo sincopado, lento impasse durante la semana finalmente resuelto por un demoledor y atronador “beat” cada viernes por la tarde, día en que llega la
evasión, en que el alcohol, las drogas o el sexo muerto con chicas que no amas,
que hasta desprecias, te hacen socavar la vida real por unas horas, para
volver una agonizante tarde del domingo s
aún más asqueado y solo”.
Pero esa cadencia vital se había comenzado a alterar en su vida. Arritmias. Unas semanas
después, una noche en un bar, la volvió a ver. Apenas hablaron, no por falta de
interés como era habitual en él cuando se relacionaba con los demás, sino debido
a una impresión nueva. No estaba a la altura. Recordaba todo lo que le contó.
El retrato de un regusto por la vida que ella rebañaba con gula. Cuando pintaba
sus cuadros o estudiaba esa carrera universitaria a distancia que había
decidido acometer a destiempo, cuando leía o cuando ejercía como voluntaria con enfermos mentales.
Mientras intercambiaban teléfonos, Susana le dijo pizpireta:
-¿A ti no te gusta mucho hablar, verdad?
“Todos estamos llenos
de dobleces, de secretos y mentiras. Hablamos y hablamos unos con otros como en
tercera persona, tratando de presentar a un yo irreal sobre el escenario. Palabras, labios en
movimientos, miradas nerviosas y
asustadas, deseos y sobre todo miedo. El
pánico gobierna las vidas. El perspicaz y el paciente puede ver partes
del otro lado del muro o al menos el
muro, por sofisticado que sea”.
Al caminar a casa de madrugada, con su percepción potenciada y distorsionada
por el alcohol, pensaba que Susana parecía no lucir disfraz ni se atisbaban
paredes tras sus ojos. Le llevaba a su infancia. Tal vez no
hubiera verdad porque ella era de verdad.
Alberto estaba harto de su gente, de sus amigos, de sus conversaciones
estúpidas, de la violencia de sus palabras, preñadas tan a menudo de ideas
racistas, xenófobas, machistas. No solía participar en estas beodas discusiones, cada vez más comunes por la situación
económica del país. Al contrario de lo
que pudiera parecer, su silencio provocaba
el efecto contrario en un espectador ajeno, el de parecer el más peligroso de
todos, el que más cerca estaba de pasar de las palabras a los hechos, de la
pose a la acción. Recordaba a Enrique, a su único y verdadero amigo, recordaba el día que se marchó a Canadá, cuando le abrazó
y le tiró fuerte del pelo sonriendo mientras le decía a la oreja: “Siempre
Juntos, Bobby Jean”. Ambos sabían que era una mentira, que sólo era el deseo de buena suerte. Sin embargo, ahora pensaba si Enrique se encontraríaí tan perdido
como él y no lograba entender cómo había acabado rodeado por toda la gente que
ambos despreciaban.
Durante las últimas semanas había conocido a algunos de los
amigos de Susana. Rápidamente se percató del cariño que le tenían
todos los que la rodeaban. Era el que ella despedía y que le regresaba rebotado
y multiplicado. Y pensó que ella hacía mejor a todos, que era de esas extrañas personas que rara
vez conocemos y que actúan de pegamento cuando las cosas o las personas se
rompen. “La gente está muy sola, Alberto”
le decía contándole historias de su trabajo. Aunque se pasara un fin de
semana completo sentada en la camilla de su cuarto de estar estudiando, ella
nunca estaba sola. Cuando trabajaba le gustaba dejar notas en los buzones de
los que quería y de la gente sola y con problemas a los que sabría que una
sencilla frase serviría para hacerles sonreír durante un instante, para
alegrarle un día tan largo como todo un ríoi Aquel día, en el buzón de Alberto había una nota que decía: “Besos,
tigretón”
“Tal vez todo había
sido una cuenta atrás para darme de bruces con la mejor persona que he conocido
y la fecha del lanzamiento había llegado. Tres, dos, uno…”
-¡ALBERTO! Gritó desde el otro
lado de la puerta su hermana. Son tus colegas. Dicen que llevas días sin
contestar al teléfono, ¿Que si marchas al Cali?
- - No - contestó quedo, casi para sí.
Cerró el cuaderno y buscó la ese en la agenda del teléfono.
9 comentarios:
Gracias Atalanta, ¡¡¡¡me ha encantado!!!!
Cada vez que lo leo me emociono y ya he perdido la cuenta de las veces que lo he hecho...Besos tigretón!!!!!
Ay tigretoooooonnnnn.
Felicidades Susa
aayyyyyy Kamikaze ... pero que rebien t'ha quedao'!!!
El Cali lo han cerrado.
Y FELICIDADES ZAGALAAAA!!!
Precioso.Felicidades Susana.
Gracias a todos!!!!!!!
No creo que se lo haya leído mucha gente. A los que le gustó, especialmente a la protagonista, muchas gracias. El relato trataba de ser un vehículo apresurado que sirviera de regalo de cumpleaños original para una persona excepcional y eso creo que se consiguió.
Seguro que cuando lo vuelva a leer esta noche, haré muchos cambios. Eso es inevitable.
Y no... no soy Alberto.
Abrazote
Bonito relato!!
con regalos así, quién quiere cosas materiales? felicidades a Susana.
Arturo
Gracias, tron. Pues eso digo yo. Empecé así en Reyes y así voy a seguir, con estos regalitos :)
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