El martes escuché de un concurso de relatos cortos. Condición, que apareciera Radio Nacional. El resultado.
"Atrapando cielos"
La radio de la cafetería anunciaba que se cumplían veinte
años desde la bomba del Sixto. Veinte
años. Adrián estaba sentado con los
brazos sobre la misma mesa de mármol de entonces. Mágicamente, la misma hora de
la mañana en que todo cambió. “En el Buenos Aires a las nueve”, recordó
mientras miraba tras el ventanal, el rectángulo de cielo que se recortaba entre
los edificios. Hasta el cielo era del mismo gris sucio y traidor.
La voz de la radio de aquella mañana fue muy distinta. Hoy era profesional y sin rastro de emoción. En 1985 Radio Nacional Guipuzcoa transmitió
urgencia, miedo y desesperanza. El golpe que sintió al escuchar el nombre de su
ciudad fue inesperado y premonitorio. Un
latigazo en la espalda, un extraño calor en las sienes, el asomo de la náusea.
Jamás volvió sentir la voz de la noticia
como la cuchilla que atraviesa de parte
a parte.
La vida a veces se quiebra.
Parece que siempre puedes volver atrás para reparar errores y construir
identidades a medio hacer. Cuando creces sabes que eso raras veces ocurre, lo
más duro es afrontar que no seas tú el responsable sino que sean otros los que
te arrebaten tu futuro. Pero aquella mañana el conocimiento de esa verdad,
surgió imprevisto y demasiado prematuro.
“En el Buenos Aires a las nueve”. Los días de clase se encontraban en la cafetería pero aquel día
Ana no apareció. Siempre era puntual y
cuando escuchó la confusa noticia del
atentado, supo qué había ocurrido. No escuchó nada más a su alrededor, no dijo
nada, sencillamente salió apresurado, sin despedirse, sin pagar, y olvidando su
carpeta para caminar dirección a su casa, temiendo darse de bruces tras cada
esquina con el vacío bajo sus pies.
Esa distancia inabarcable entre las dos voces de la radio,
no sólo lo separaba de aquella Ana para siempre, congelada en un último adiós la tarde anterior;
también lo separaba de aquel otro Adrián tan distinto. Hoy, al escuchar la
noticia, buscaba y no sentía punzada
alguna, sólo miraba tranquilo el mismo trozo de cielo. Ahora seguía yendo al instituto. Ya no era
alumno, era profesor y seguía pasando por la cafetería antes de clase. El
ritual y la costumbre habían sido la fortaleza de su existencia, una forma de
cumplir o esperar el mañana.
Tras el choque inicial, los meses siguientes trató de entender. Entender qué fuerza mueve los dados del azar
que cambian y sesgan vidas en un fogonazo de llama y metralla. Entender también
su propio pasado, arañar esos años
arrebatados intentando exprimir todos los que pasó junto a ella sin conseguir
hacer sonar aquel grito silencioso que albergaba su interior.
El hombre que golpea porta un peso, lleva un lastre en la
mirada. Después los conoció, al que mata y el que le apoya, que es otra forma
de matar y morir, nunca de vivir. Corre tras la vana ilusión de librarse de ese
peso que le atormenta pero que jamás le abandonará por ese camino. Un error,
una víctima, una explicación. No, no le sirvió de nada. El dolor cedió pero
nunca hubo interpretación posible para dar sentido al pasado.
Ana y Adrián nacieron el mismo día y eran vecinos. De niños, sus madres bromeaban diciendo que
cuando crecieran se casarían. A menudo pensaba sobre ello. En clase Ana fue la primera
en tener pechos y ese cuerpo de mujer que a veces sentía tan cercano e inconsciente
mientras estudiaba en casa o caminaba junto a ella. Nunca volvió a sentir esa inocencia turbadora de la
carne viva por descubrir, tan completa de ganas de futuro y afán por
reivindicar su existir. Las relaciones, durante un tiempo, tuvieron la inseguridad de lo trémulo, de lo viscoso. Recordaba que mientras ella le contaba cómo Arturo le tocaba
las tetas, él vivía oculto en una forma de laberinto del que le hubiera gustado
poder salir para contarle todo lo que siempre quiso decirle. Después ya fue
demasiado tarde.
La radio seguía sonando y Adrián se dijo que todo el ruido
que nos rodea a veces nos impide fijarnos en esas pocas cosas esenciales y
puras en nuestra vida que sólo valoras cuando marchan. Una de ellas fue Ana. Ahora
era un hueco, el primero, el más hondo.
Sus fotografías. Las caras de las fotografías desembarcando
del pasado y diciendo tanto. Sabía que era
mentira pero le gustaba pensar que tal
vez aquella triste mañana de Abril por fin se hubiera decidido a contarle lo
que sentía. Mirar al pasado no es tan difícil como cuentan, a tus ojos la
historia sólo es barro en tus manos.
Le gustaba pensar que ella siempre lo supo, le gustaba
mirar aquella foto que él le hizo
mientras abrazaba fuerte la cabeza de un burro en la que miraba
graciosa y quería creer que su sonrisa decía que sí, que siempre lo comprendió
todo.
Adrián sintió una mano sobre la suya y bajó la mirada del
cielo al interior del café. Los ojos de la mujer que le acompañaba le
preguntaron qué pensaba. Él sonrió y contestó que parecía que hoy volvería a
llover.