martes, 28 de agosto de 2012

Feria de teatro de Ciudad Rodrigo: el teatro como arma



No sabía cómo enfocar el artículo que escribo cada año sobre nuestra nunca suficientemente valorada Feria de Teatro. Seis obras, dos partes, clásica y  moderna. Parcelas  bien marcadas a no ser porque me cuesta encajar “Jekyll”, basado en novela antigua de Stevenson y sin embargo, tan radicalmente moderna y vigente. Decido. Abandono a mis amados clásicos, abandono a Calderón y la fascinante Lady Macbeth maltratada por un montaje que no hace justicia a un texto y a una de las mujeres más fascinantes de la historia de la literatura.
Me centro en ese teatro actual de raíces ya también lejanas. Teatro social, de denuncia, comprometido, poco importa el término.  Pudieras pensar que la forma es secundaria, que lo único importante es el contenido, lo demás accesorio. Sin embargo,  precisamente el problema es que todos estamos hastiados de escuchar el mensaje,  lo recibimos a todas horas y en este caso, la sobreexposición es contraproducente ya que inevitablemente insensibiliza. Carecemos de la capacidad suficiente para asombrarnos, conmovernos, horrorizarnos ante lo usual. A aquello que se torna cotidiano, se le da la espalda  y se sigue adelante. Se acepta que a algunos seres humanos, la fortuna, el mal fario, la fatalidad, el destino les golpea cada mañana y este hecho es inexorable. No pretendamos lo imposible, no queramos cambiar el mundo.
Por ello debes contarlo de otro modo, poniendo rostro,  colocando focos, retratando rincones de escenas de  forma brillante y atractiva para conseguir implicar al espectador sin posibilidad de escape, cuyas cargas de miseria y podredumbre, aunque busques permanecer ajeno y verdaderamente te joda, te acaben llegando dentro ya que, al fin y al cabo, compartes condición con el ser humano derrumbado.
 

¿De qué nos hablan “20 de Noviembre”, “Cartas de las golondrinas”, “Lylia 4ever”?
Me hablan de violencia juvenil, me hablan del desarraigo del emigrante, me hablan de la explotación sexual infantil. Me hablan del fracaso de una sociedad, en tantos sentidos muerta, que prescinde de sus elementos más vulnerables o desafortunados y los abandona a su suerte.
Se sube el telón, se ilumina el escenario y el fresco es descarnado, triste, molesto.
A diario leemos noticias de inmigrantes muertos durante sus travesías a Europa y apenas nos afectan. Si enfocáramos el detalle,  si asistiéramos al rescate de una de las embarcaciones interceptadas en alta mar, cuando a pesar de las advertencias, los pasajeros se ponen de pie y vuelcan el inestable cascarón, si pensáramos que después de días navegando encogidos, los huesos duelen, los músculos están entumecidos y ajenos, si entendiéramos que cuando caen al mar con varias prendas empapadas encima, estas actúan como peso muerto,  precipitándolos en silencio hacia el fondo del mar sin apenas agitar sus miembros inservibles, si supiéramos que la sed les empuja a beber la leche de los pechos de las madres lactantes, si recordármos que a veces esas pequeñas embarcaciones son atrapadas por las corrientes marinas que los empujan océano adentro para aparecer meses después momificados por el sol y el salitre, quizá nos preguntaríamos cómo es posible que se siga tolerando.
Si no volviéramos la mirada ante campos de juventud ya estériles para siempre, donde ya solo crecerá mala hierba, rencor y afán de autodestrucción, si eligiéramos alternativas al camino fácil de  señalar el fracaso de un sistema, si buscáramos las raíces de la violencia más pura por irracional, cuyo estallido ilumina fugazmente las noticias de uno, dos telediarios, si se reincidiera en el despiadado análisis de  razones que otros ya expusieron -Welsh o Palahniuk- quizá nos preguntaríamos cómo es posible que se siga tolerando.
Si eliges un nombre –Lylia-, para  una de esas  niñas encadenadas a clubes, que caminan por los márgenes de las carreteras, que se exhiben en el  mismo kilómetro cero de nuestro país, a las puertas de la cegadora encarnación del poder legítimo, donde se reúnen los hacedores de leyes que deberían poner fin a la esclavitud en el Siglo XXI, si le pones voz a las esperanzas y sueños de una adolescente cuya existencia es tan previsible y en carne viva, conviviendo con la aberración diaria, abocada a una única salida -deseada por el propio espectador-, que es el alivio del fin de la propia existencia, quizá nos preguntaríamos cómo es posible que se siga tolerando.
Sin renunciar a propósitos estéticos, el arte como gran y lacerante espejo, más que nunca, necesario.

Ya había aparecido por aquí, pero hoy más que nunca, el poema de Galeano cobra sentido. 

“Los nadies”

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pié derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gran entrada!

Arturo

Atalanta dijo...

Se agradece, dagal. Oye, ¿No vienes el sábado?