martes, 20 de noviembre de 2012

Socialista


Un relato.

"SOCIALISTA"
“Ellos o nosotros”, no hay más que saber, afirmaba con convicción un anciano en la televisión.  Aunque siguió hablando, yo ya no escuchaba pero seguía pensando en la contundente afirmación respaldada por aquella mirada  tan llena de fuerza vital y fuera de lugar en un cuerpo   devastado y  casi sin vida.  Era la misma de siempre, la que solo se sostiene en  un compromiso pétreo, el de la lucha constante. Aquella mirada marchó con él, se extinguió  apenas un instante antes de morir de la misma forma que su cuerpo había ardido hace un par de horas en el crematorio.

Volví  a mirar el monitor para escuchar como una preciosa locutora sobreactuada, empeñada en transmitir en cada gesto lo gran profesional que era, daba entrada a un pequeño reportaje en el que se encadenaban fragmentos de declaraciones del mismo hombre  años atrás, algunas que ni siquiera yo conocía. La sucesión de imágenes de nuevo finalizó con el mismo grito: “¡Ellos o nosotros!” y el rostro del anciano, años más joven, congelado en  pantalla. El rostro de Miguel, el rostro de mi padre.

Ya no se escuchaban pero parecía que las frases pugnaban por hacerse hueco en una mente largo tiempo acorazada frente a las palabras de un padre al que dejé de comprender hace más de treinta años. Eran más de las mismas que había amado y más tarde soportado  en todos los cuartos de estar que se habían sucedido durante mi infancia y adolescencia, de Moscú a París, de París a Madrid. Conforme a lo que había sido su vida durante los últimos años, esta última escena fue tal y como se le exigía. No hubo ajuste de cuentas con su destino ni romántica redención post mortem. Una vez más,  protegidos por la nube informe de ruido y voces del bar, como en tantas ocasiones, nadie parecía escucharle. A pesar de toda la energía y vocación de sinceridad que emanaban, sus palabras murieron, se perdieron. El obituario, al igual que el de tantos otros abuelos ilustres, preparado hace años por periódicos y cadenas, cumplió su función, la de recordar por unos instantes aquellos viejos tiempos que nunca volverían. Sin embargo, en el local un par de personas sí habían seguido  con atención sus palabras. Ambos estaban  solos, ambos no se conocían pero parecían recordar, buscar, creer; lo curioso es que mientras uno bien podía haber sido vecino del anciano en un Madrid en guerra, el otro apenas era un joven de veinte años.

Recordó  su última conversación con él. Una  más como tantas otras durante años. Sin lugar a despedidas. Una semana después marchó. Ni hospitales, ni agonía. Aunque  hacía casi setenta años que no vestía uniforme, Miguel siempre fue soldado porque así lo sentía y porque, incluso sin palabras, así lo conseguía transmitir a todos los que le rodeaban.  Él no merecía morir en la cama de un hospital. Murió empeñado en su propio combate, uno de aquellos locos y aburridos panfletos,  tan absurdos y  ajenos a su tiempo. Era su guerra, su bando, el ejército en que eligió alistarse. Y  murió en un frente a trasmano, en una trinchera de brasero y cuaderno. Un latigazo de elegida muerte en soledad en aquel piso del que nunca quiso moverse a pesar de todas las aburridas y previsibles discusiones que sabían estériles, cuyo resultado conocían de antemano  y que sin embargo, escenificaban cumpliendo a la perfección con el papel de padre e hijo. Bien es cierto que  desde que Marta se fue, las tentativas fueron cesando en número e intensidad. Esa cabeza de playa nunca sería tomada. Ella no podía comprender tus ideas. “El viejo tiene sus principios”, le explicaba yo mientras me reprochaba que no te convenciera para abandonar aquel piso que en menos de  treinta años había mudado de acogedor hogar a cuchitril frio y oscuro. Sabes que traté de arrastrarte fuera de tu casa pero en el fondo también sabes que me habrías decepcionado si te hubieses rendido. Tú te aferrabas a tus principios, lo único que necesitabas para continuar mientras me reprochabas todo lo que yo tenía y no necesitaba, mientras  me rogabas sin palabras que no abandonara a los míos. Al menos uno de los dos se mantuvo firme. Tus negativas eran para mí una forma de afirmación reconfortante. Cumpliste, viejo.

Bien, marchaste como querías, con dignidad. Sin querer saber nada de un mundo distinto que derribó todo por lo que luchaste; que en muchos sentidos te parecía más terrible que al que llegaste hace casi un siglo, al que sobre todo temías porque no lo entendías. Contabas que las calles y las pantallas estaban tan llenas de mentira y trampas,  tantos  presos sin barrotes, tantos mercenarios vendidos  que te resulta imposible orientarte, conocer al enemigo y plantarle cara. De sobra sabía que querías decir, pero descarté entenderte. Tú también te negaste a darme una oportunidad. Quiero pensar que ambos pagamos un precio. La cuestión es quién  más alto. Ahora que ya no tenemos nada que perder, que nos miramos desde los dos lados del cristal esmerilado que separa vida y muerte, donde ya reconocer el pasado no implica contraer deudas,  ambos sabemos que tú ganaste.

Al salir del bar reconocí mi fugaz imagen en un espejo. La corbata. La tarde que me reprochabas qué representaba el traje, que para lo único que servía era para engañar, para tratar de esconder la barrera que siempre existirá entre ellos y nosotros. Como tantas veces, jugábamos, parecían simulacros sin fuego real. Tú me decías que cada  capitulación contaba mientras entre risas, yo te llamaba abuelo y trasnochado. Buen recuerdo de aquellas cenas con madre aún viva. Entonces nos imaginábamos lejos pero qué cerca estábamos aún. Sin ninguno ser capaz de valorar la brecha que se abría entre nosotros, nos fuimos separando cada día un poco más hasta ayer. Y hoy que has marchado, te siento tan cerca como cuando era niño, como cuando me abrazabas en el frío invierno de Moscú.

Los problemas surgieron cuando volvimos de la Unión Soviética. Entonces yo tenía quince años y comencé a descubrir y comprender desde fuera lo que había vivido desde dentro. Mi padre  se empeñó en continuar creyendo lo que lo que no podía dejar de creer. Negarlo sería desmontar su vida por entero. Todo lo que contaron sobre  persecuciones, sobre el monstruo de la dictadura del proletariado no podía ser verdad y si lo fue, siempre habría alguna razón, estaría justificado. Tenía que estar justificado. Hasta el final se negó aceptarlo. Contaba cómo el pueblo soviético siempre fue mucho más culto que cualquier generación que hubiéramos parido en este país y hablaba de millones de licencias de  ajedrez como argumento irrebatible para desmontar las mentiras del poder, de un Capital obsesionado en retratar de fracaso su mayor amenaza. Un pueblo tan instruido nunca pudo ser engañado de esa forma. Y hablaba de cómo la Unión Soviética fue la que realmente frenó el terror nazi, el verdadero artífice de la victoria en la Segunda Guerra Mundial y ahí estaban sus millones de muertos para acreditar el titánico sacrificio. Esa victoria de la que, por otra parte, siempre me sentí tan orgulloso al haber luchado mi padre con el ejército rojo y yo haber nacido en Moscú. Cuando se hablaba de campos de concentración, de millones de muertos, él protestaba y cediendo un palmo de terreno, reconocía que pudo haber excesos pero que se había aprendido para no repetirlos, que el verdadero socialismo, tal y como lo expuso Marx, nunca se puso en práctica. Entre disparates, verdades y sobre todo muchas medias verdades, abandoné el tema a medida que abandonaba el hogar. Cuando ingresé en  el Partido Socialista, yo hablaba de libertad y justicia social. Entonces se abrió un debate que nos acompañó casi hasta el fin. “¡La libertad, la sacrosanta libertad!” –gritabas- “¿Crees que hay verdadera libertad hoy? ¿En España? ¿En 2011?” Nos engañan, nos engañan, Pablo, y tú lo sabes mejor que nadie porque ya no eres uno de nosotros, eres uno de ellos.  Fue la primera vez que me lo dijiste.

Mientras caminaba por una acera atestada de turistas, avancé hacia una pared empapelada con carteles de “TOMA LA CALLE , 15.05.11”.  15M. Pensé que si seguíamos utilizando cifras y letras para cada acontecimiento, llegaría el día en que seríamos incapaces de distinguirlas, de prestarle significado sin antes dudar. Tenía que llamar a Eva. Hoy le tocaba dormir conmigo y suponía que vendría después de la manifestación.

Súbitamente me detuve delante de un gigantesco escaparate, frente a un muro de pantallas con mi rostro. Un par de transeúntes me miraron extrañados al reconocerme en las imágenes del telediario. Levemente di voz al multiplicado y mudo movimiento de mis propios labios, a aquellas habituales frases que ya de forma automática se habían adueñado de mi discurso. Pausa. Mirada a cámara. “Ellos o nosotros”. Me pregunto cuándo el vacío dejó de ser sonrojante y  todo se convirtió en comedia. Pero mi nombre empezaba a sonar en el partido -no, no era “El partido”  como siempre les gustó llamar al PCE a los viejos militantes y camaradas de su padre-. Aunque tarde, por fin estaba justo donde quería desde hace años. Sin embargo, no estaba contento. La ambición, más si es política, más si es el poder lo que está en juego, nunca se ve colmada, jamás se verá completamente satisfecha sin que la acompañe el remordimiento pertinaz, la culpa reprimida.

Era extraño que entre tanta gente, nadie se hubiera dirigido a mí. Cada vez más menudo me interpelaban por la calle con saludos, ánimos, ruegos, incluso algún insulto. Resulta extraño experimentar la paradoja de progresivamente irte alejando de la gente de verdad mientras cada día conoces mejor los resortes para hacer que el otro te sienta cercano y humano. Una pérdida de fe en las posibilidades del ser humano, en la existencia de una naturaleza humana real, en alguna suerte de bondad impresa en ella, una misantropía creciente manifestada precisamente en esa pringosa y excesiva simpatía, en falsa empatía impostada, moneda del voto, precio de imagen, lo único que sirve a gente como nosotros.

Cuando definitivamente abandoné la abogacía y elegí como excluyente el camino de la política,  bien podría considerarse el lógico fruto de la educación recibida desde crío en el hogar. Pero el viejo no me felicitó. Se mostró huraño, esquivo, tratando de evitar el tema y pronunciarse. Trataba de descolocarme y hacerme ver que cada vez que transigíamos, no era más que una marcha atrás. Extrañas campañas y discursos, aplausos y éxtasis colectivos para la celebración de cada renuncia disfrazada de avance, falsamente impregnada de la idea de bien común. Entonces  honestamente pensábamos que para seguir adelante, había que contemporizar. Y pronto supimos que la opinión y hasta la memoria de la sociedad es materia maleable, que el verdadero poder se encarna en la sobrenatural y todopoderosa facultad para cambiar los recuerdos y  aspiraciones de la gente. El problema es que la primera vez que capitulas te alejas un poco, apenas un centímetro de ti mismo. No parece trascendental. Mas tarde cada paso de ese camino abarca una milla. Hasta que llega el día en que no recuerdas el primero en que renunciaste. Inevitable, inseparablemente te acompaña la convicción de contar con la posibilidad de rectificar, pensar que nunca es tarde, que siempre puedes volver al punto de partida. Sin embargo, un día descubres que ya no sabes dónde estaba el principio.
El pueblo ya no éramos nosotros. Mi padre sabía que yo hace tiempo que estaba del otro lado. “Tu gente”, me espetaba con desprecio. “Tu gente”, doblaba su campana cada día de invierno que acudía a fincas extremeñas o salmantinas a aquellas monterías  donde aguardaban lujosos vehículos  frente a estancias amuebladas de forma casi inmoral. “Tu gente”, saludos al dueño, empresario de éxito. “Tu gente”, hechuras de palacio, servicio de uniforme. “Tu gente”, conversaciones cortesanas sobre inversiones y dinero, intrigas, rencillas. “Tu gente”. Mi padre me señalaba desafiante a  Felipe González: “Ese sinvergüenza que cobra millones de una de las empresas más poderosas del país a cambio de influencias, que unía a  su pensión desmedida a la que no renuncia. Ese traidor que acude puntual a cada campaña para hablarnos de socialismo.” Y me hablabas de Marcelino Camacho, casi muriendo en su piso de Carabanchel, de Anguita renunciando a su pensión de diputado, de Durruti alcanzado por la muerte con poco más que su ropa. “Lo peor no es enriquecerse a costa de los demás –continuabas-, lo peor es robarles sus esperanzas, quitarle  valor a los gestos más contundentes, valientes e inspiradores. El día en que la sociedad desprecia o tacha de loca o romántica la integridad, es el día en que se nos muere la ética.”

            No me apetecía volver a casa. Entré en una cafetería. Buscando alejarme del frío que no cura el calor, apretaba fuerte un café entre mis manos. Vi el suplemento de El País sobre la barra. Las páginas de la izquierda son una sucesión de tentaciones. Miradas de hombres y mujeres perfectos, perfumes, restaurantes, coches, viajes, la accesible promesa de un mundo feliz. Codiciamos lo que vemos y es duro prescindir. Si brilla el exterior, a quién preocupa el interior. Todos mis compañeros no se conformaban con menos. Claro, siempre había alguno que se preguntaba cómo casar  un socialista con un tipo que se dedica a acumular riqueza y propiedades. Entonces alguien, en tono jocoso, respondía  que ellos aspiraban a que todos tuvieran Audis, que eso era hoy el socialismo.

Nuestra victoria en las Elecciones de 1982, un inolvidable día de inmaculada pureza.  Día de sueños aún intactos. Uno de esos truenos vitales que recuerdas deslumbrantes, en los que reafirmas que todo mereció la pena para llegar hasta allí. Tan feliz, tan vivo, tan lleno de promesas desbordando corazones. Poco a poco aquel latido común se fue apagando, corazón a corazón. La realidad se encargó de poner a cada uno en su lugar: de descolocar al cerril, de acomodar al cínico, de aparcar al escéptico. Tal vez no por culpa de nadie o no solo por culpa de alguien. Es la vida y es el hombre. Lo mismo que no se forjaron en un día, tampoco es tarea de un día arrebatarle a un país sus sueños. Puede que basten treinta años. En 2011 los sueños se tornaron en falsa moneda de cambio.

Siempre seremos un país en el alambre, en permanente estado de construcción. Continua contienda, patio de vecinos receloso. Nuestra esencia es se parte Quijotes, parte Sanchos. Si basculas hacia un lado, pierdes todo lo que nos define. Yo  hace tiempo que me arrojé cuerpo a tierra sobre el día a día. Al reptar sobre el lodazal, la altura de las grandes palabras queda lejos. Era capaz de hablar más alto y grande que nunca, y también más vacío. Pero tenía a mis Quijotes en  casa,  padre e hija, que no cejaban en fustigar al que ya solo veían como el político profesional de éxito, cual si vieran pústulas sobre la piel del leproso. Mis dos conciencias que dolían sordo pero que quedaban muy atrás cuando se trataba de ganar el mundo. Y  madre ya no estaba, aquel baluarte de las familias españolas, esa figura protectora y poderosa, capaz de entender cada decisión de su hijo. Y sí, la echaba de menos.

A pesar de haber sido educado sin religión, los códigos conforme a los cuales se valoraba mi conducta fueron  aún más rigurosos. Por ello la culpabilidad pesaba aún más. Vuelas sobre el tiempo pero el pasado permanece ahí y aunque nunca volverá, tampoco marchará, elevando, pieza a pieza un muro de mampostería ya imposible de derribar. El muro formado por todas las opiniones de los demás que jamás entenderán y siempre juzgarán, que nunca olvidarán lo que fuiste. Solo el pasado existe y nada de lo que hagas puede cambiar el destino que el otro eligió para ti.

Todo cambia el día que finalmente aceptas que la sociedad no puede cambiar, que esta sociedad genera distintos grados de ciudadanía, como en la Antigua Roma. Unos con más, otros con menos derechos y no tiene demasiado sentido luchar por vaciar el mar. Atemperar su furia, quizá. Mientras, labrar un camino para mí y los míos. No sé si ese egoísmo siempre estuvo ahí, latente o apareció con el tiempo. Francamente me defraudaría a mí mismo pensar que no había cambiado y que en otro tiempo fui mejor.

Ya era tarde cuando llegué a casa. Distraído, puse la televisión. Varios canales con la misma emisión, una tremenda concentración de  gente  en la Puerta del Sol. Intereconomía, un placer culpable. No acababan de aparecer las esperadas imágenes que el presentador ansiaba para acreditar sus acusaciones de miles de descontrolados “antisistemas”. Aquella tarde había discutido con Eva, censurando su actitud pero colocándome en el punto de vista contrario, por considerarlos demasiados “prosistema”. Tirando de la última hebra de dignidad, como si yo fuera el joven que fui a su edad, le dije que a mí también me hubiera gustado jugar a primaveras del 68 e intentar cambiar el mundo como entonces, pero en el fondo se trataban de unos reaccionarios que buscaban perpetuar el estado de las cosas,  su derecho a ser burgueses, reclamar la parte del trato que se les había prometido con millones de horas de publicidad y que ahora se les negaba. Querían sueldos, querían dinero para gastar.

Cambió de cadena. Otra periodista se dedicaba a recoger cortas declaraciones de los integrantes de la masa que se agolpaba en Madrid. De pronto apareció Eva y mirando a la cámara, lo volvió a decir: “Ellos o nosotros” y por un momento, no supo decir si era la voz de su padre o la de su hija la que escuchaba.

Apagué la tele y puse el disco que había estado escuchando esos días, un viejo vinilo  comprado en una de las pocas tiendas de discos que quedaban en la capital. Se trataba de una banda australiana de los ochenta que casi no recordaba. El mismo disco de entonces. La música me trajo el olor de la vida a los veintitantos, cuando todo estaba por hacer. Aquel “Wide Open Road” fue el amplio camino que se abría ante mí y que la mayoría creía que efectivamente había transitado. Pero nadie sabe de las heridas íntimas, de las mordazas diarias, de los lazos no elegidos.

El principio está lejos y derribar el muro ladrillo a ladrillo lleva su tiempo. Pero hay momentos en la vida en que el único alivio posible procede de la redención que acompaña a la aceptación de la derrota completa, de la rendición sin condiciones.

Parecía que hacía siglos que no escuchaba a oscuras una canción varias veces seguidas. Al fin se levantó y fue al baño. Ante el espejo se quitó la corbata y tomó una decisión largamente pospuesta y que nadie entendería, quizá ni él mismo. Después marchó a Sol a buscar a su hija, a recuperar a su padre. 

7 comentarios:

Brucencatalà dijo...

Muy buen relato !!!

rafagas dijo...

Describes muy bien la deriva del partido de la rosa en los últimos años y apuntas dónde puede estar su futuro, si es que lo tiene.

Yo no tengo duda de que en un futuro próximo tendrán que pedir perdón, apartar a los que se olvidaron de dónde venían y borrar todos esos rostros que nos puedan recordar hasta dónde llegaron.

Como chascarrillo, una de las pancartas que vi en la manifestación de la semana pasada: “Estamos hasta las pelotas de rosas y gaviotas”.

Juan Carlos dijo...

Pues es una curiosa revision de la historia.

Paradojicamente, hoy socialista es uno de los peores insultos que te pueden llamar...adonde hemos llegado?

Atalanta dijo...

Bruce, ¡Gracias!

Rafa, los veo bastante desorientados, tal y como se hubieran perdido sus señas de identidad. Es el problema de contemporizar. Pero no dudo que se recuperarán. Es un buen momento para vivir en la oposición. Su imbricación con el poder económico y la ley electoral evitarán su destrucción y el ascenso de otras fuerzas de la izquierda más legítimas. Lo que es difícil de soportar es determinado tipo de mensajes en boca de algunos personajes que mejor estuvieran callados, por trayectoria y actitudes.

JC, utilizar ficción para reflexionar sobre la historia o la realidad a veces es mucho más sano y certero o puede aportar otras lecturas que el simple y habitual retrato periodístico y de opinión. Yo es algo de lo que disfruto. Otro tema es si eso es lugar común. Al final, se trata de poner unos asuntos sobre la mesa y crear debate a la vista de lo que he ido viendo los últimos años. Mi estado habitual es el escepticismo y la duda constante, más allá de la de los personajes. Supongo que en el PSOE debe haber mucha gente válida de base aunque los grandes partidos, como rancias organizaciones de poder, por principio los rechazo. ¿La traición de la izquierda es más traición? Podría entenderse así.

Carlos Utrilla dijo...

Excelente. Digno de continuarse y convertirse en una novela (¿línea Rosa Montero?, por ejemplo).

Me encantaría sentirme representado y poder votar al PSOE, pero no me llega el sueldo.

Atalanta dijo...

Carlos, muchas gracias, Carlos. Para eso hay que tener tiempo y paciencia.. auqnue cada vez escribo más largo pero se me queda más por contar.
Buen apunte, de los que hacen daño :)

Juan Manuel Santiago dijo...

Bonito relato. Me ha gustado mucho y esta muy bien escrito. Desde hace un ano no vivo en Espana (por eso no tengo la eNe en el teclado) y aunque me fui con la empresa en la que llevo mucho anos, no me arrepiento en absoluto.
Creo que nuestro pais todavia tiene que caer mas. La regeneracion solo es posible con un batacazo muy fuerte, mayor que el que nos hemos pegado.
Tengo buen sueldo, soy un afortunado, tengo un gran trabajo, y siempre he votado izquierda en nuestro pais. Aun con la perspectiva actual no me veo votando otra cosa en el futuro.
Es necesario que la izquierda de nuestro pais se recupere totalmente.